Evangelio (Lc 2, 21-24)
“Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción. Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor <<todo varón primogénito será consagrado al Señor>> y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor <<un par de tórtolas o dos pichones>>”
PARA TU RATO DE ORACION
LA IMPOSICIÓN del nombre tenía mucha importancia en las culturas semitas ya que subrayaba la misión para la que una persona era llamada. En Israel se imponía el nombre durante la circuncisión, el momento en que el niño era incorporado a la descendencia de Abrahán. Así sucedió con Jesús, a los ocho días de su nacimiento (cfr. Lc 2,21). Dios le comunica a José, por medio del ángel, el nombre que debía poner al hijo de María: «Dará a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). Hoy celebramos precisamente la fiesta dedicada al Santísimo Nombre del Señor. La antífona de la Misa resume bien el sentido de la celebración, cuando nos invita a adorar con reverencia al Niño que en estos días contemplamos recostado en un pesebre: «Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: “Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre”»[1].
A algunas personas especialmente destacadas en la historia de la salvación Dios les cambia el nombre como símbolo del cometido que les confía. Así sucedió, por ejemplo, con Abram, que pasó a ser llamado Abraham, porque sería padre de una multitud de pueblos; Jacob recibió el nombre de Israel, porque había luchado con Dios y había vencido; y a Simón, Jesucristo mismo le llamará Cefas –Pedro–, porque será la roca sobre la que se edificará la Iglesia. En el caso de Jesús, Dios mismo interviene para que el nombre del Verbo Encarnado significase exactamente la misión redentora que venía a realizar: «Yahvé salva».
San Bernardino de Siena impulsó en su época la devoción al nombre de Jesús y, como fruto de su empeño, se lo añadió a las palabras de santa Isabel que repetimos en el avemaría. «El gran fundamento de la fe es el nombre de Jesús, que hace hijos de Dios», afirmaba el santo italiano. La fe «consiste en el conocimiento y la luz de Jesucristo, que es la luz del alma, la puerta de la vida, el fundamento de la salvación eterna»[2]. De ahí que recemos en la Oración colecta de la Misa de hoy: «Oh, Dios, que cimentaste en la encarnación de tu Verbo la salvación del género humano, concede a tu pueblo la misericordia que implora, para que todos sepan que no ha de ser invocado otro nombre que el de tu Unigénito».
«TU NOMBRE es como óleo derramado» (Ct 1,3), dice el Cantar de los Cantares refiriéndose al Esposo. El nombre de Jesús es, efectivamente, como un aroma que esparce su perfume por toda la casa. Continuando con esta comparación, san Bernardo de Claraval observa que el óleo posee tres cualidades que se pueden aplicar al nombre de Jesús: así como el aceite «es luz, comida y medicina», también el dulcísimo nombre de Jesús «brilla cuando es predicado, alimenta cuando es comido, unge y mitiga los males cuando es invocado»[3].
En primer lugar, Jesús es luz que resplandece en medio de las tinieblas, brillo que deseamos que reluzca en nuestro comportamiento. Para recibir esa luz de Cristo, hemos de abrir los ojos del alma y limpiarlos con el colirio de los sacramentos. «Ut videam, ut videamus, ut videant!», nos invitaba a repetir san Josemaría: que con nuestra mirada limpia hagamos limpias las vidas de muchos otros. En segundo lugar, Jesús es también alimento del alma. Al pronunciar su nombre, nuestro corazón se llena de gozo. «El leer me fastidia, si no leo el nombre de Jesús –continúa san Bernardo–. El hablar me disgusta, si no habla de Jesús. Jesús es miel en la boca, melodía en el oído, júbilo en el corazón»[4].
En último lugar, su precioso nombre es medicina para nuestra debilidad. «Nada hay más propio para detener el ímpetu de la ira, abatir la hinchazón del orgullo, curar las llagas de la envidia, contener los ataques de la lujuria, apagar el fuego de la concupiscencia, calmar la sed de la avaricia y desterrar todos los apetitos desordenados»[5]. Con ocasión de esta fiesta, podemos pedir al Espíritu Santo que derrame este óleo santo en nuestros corazones, en nuestros labios y en nuestras obras. Así, nos uniremos al salmista que en la liturgia de hoy aclama: «Señor, Señor nuestro, ¡qué admirable es tu nombre por toda la tierra!» (Sal 8,1).
«EN VERDAD, en verdad os digo: si pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16,23-24). De esta manera alentaba el Señor a sus apóstoles en la víspera de su pasión. Fiados en la palabra misma del Señor, podemos invocar frecuentemente su santo nombre. Como decía santa Teresa: «Miremos al glorioso san Pablo, que no parece se le caía de la boca siempre Jesús, como quien le tenía bien en el corazón»[6].
San Josemaría, a su vez, nos enseñó una jaculatoria estupenda: «Iesu, Iesu, esto mihi semper Iesus!»: Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús. Si la repetimos con frecuencia nos pasmaremos de sus efectos, sobre todo cuando nos sintamos tristes, preocupados o cansados. «Yo le llamo Jesús, sin miedo, a solas», nos decía. «Aquí, junto al Sagrario, no me da vergüenza invocarle por su nombre. Hijo mío, dile tú también que le amas, que le amarás siempre. ¡Cada vez más!»[7]. Es misión nuestra –misión de cristianos corrientes– difundir la fragancia de este nombre a nuestro alrededor.
«Este nombre ha de ser publicado para que brille, no debe quedar escondido. Pero no puede ser predicado con un corazón manchado o una boca impura, sino que ha de ser colocado y mostrado en un vaso escogido»[8], continuaba san Bernardino. El sacerdocio real –sello divino del Bautismo y la Confirmación– «nos capacita para llevar el nombre de Cristo a todos los ambientes donde trabajan y viven los hombres. Pero no me olvidéis que el apostolado, para que sea verdaderamente eficaz, ha de fundamentarse en una unión profunda, habitual, diaria, con Jesucristo Señor Nuestro»[9]. ¡Con qué acento y ternura resonaría el nombre de Jesús en labios de su Madre y de san José! Les suplicamos con confianza que nos recuerden su nombre bendito para tenerlo permanentemente en nuestro corazón
TEXTOS DE SAN JOSEMARIA
Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre -Jesús- y a decirle que le quieres.
Si amamos a Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino sólo a Él, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido. Amigos de Dios, 262
¡Poder de tu nombre, Señor! —Encabecé mi carta, como suelo: "Jesús te me guarde". —Y me escriben: "El ¡Jesús te me guarde! de su carta ya me ha servido para librarme de una buena. Que Él les guarde también a todos". Camino, 312
Aquella mañana —para superar la sombra de pesimismo que te asaltaba— también insististe, como haces a diario..., pero te "metiste" más con tu Ángel. Le echaste piropos y le dijiste que te enseñara a amar a Jesús, siquiera, siquiera, como le ama él... Y te quedaste tranquilo. Forja, 271
Cuentan de un alma que, al decir al Señor en la oración "Jesús, te amo", oyó esta respuesta del cielo: "Obras son amores y no buenas razones". Piensa si acaso tú no mereces también ese cariñoso reproche. Camino, 933
Decía un alma de oración: en las intenciones, sea Jesús nuestro fin; en los afectos, nuestro Amor; en la palabra, nuestro asunto; en las acciones, nuestro modelo. Camino, 271
Siempre nos acompaña
Se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que —sin darse cuenta— han sido heridos en lo hondo del corazón por la palabra y el amor del Dios hecho Hombre, sienten que se vaya. Porque Jesús les saluda con ademán de continuar adelante. No se impone nunca, este Señor Nuestro. Quiere que le llamemos libremente, desde que hemos entrevisto la pureza del Amor, que nos ha metido en el alma. Hemos de detenerlo por fuerza y rogarle: continúa con nosotros, porque es tarde, y va ya el día de caída, se hace de noche.
Así somos: siempre poco atrevidos, quizá por insinceridad, o quizá por pudor. En el fondo, pensamos: quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas, y sólo Tú eres luz, sólo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume. Porque entre las cosas hermosas, honestas, no ignoramos cuál es la primera: poseer siempre a Dios.
Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha —anochece—, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo. Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra. Amigos de Dios, 314
Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros en la Eucaristía. Como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin. Es Cristo que pasa, 151
No dejes la Visita al Santísimo. —Luego de la oración vocal que acostumbres, di a Jesús, realmente presente en el Sagrario, las preocupaciones de la jornada. —Y tendrás luces y ánimo para tu vida de cristiano. Camino, 554
Si buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo que hay en ese corazón de Dios que se anonada, que renuncia a manifestar su poder y su majestad, para presentarse en forma de esclavo. Hablando a lo humano, podríamos decir que Dios se excede, pues no se limita a lo que sería esencial o imprescindible para salvarnos, sino que va más allá. La única norma o medida que nos permite comprender de algún modo esa manera de obrar de Dios es darnos cuenta de que carece de medida: ver que nace de una locura de amor, que le lleva a tomar nuestra carne y a cargar con el peso de nuestros pecados. Es Cristo que pasa, 144