"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

27 de febrero de 2024

Coherencia

 


Evangelio (Mt 23,1-12)

En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a los discípulos, diciendo:

— En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen, pero no hacen.

Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas.

Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí.

Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar rabbí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos.

No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial.

Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo. Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor.

El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado



PARA TU RATO DE ORACION 



«EN LA CÁTEDRA de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen» (Mt 23,2-3). En las sinagogas había una silla especial donde se sentaba el rabino que explicaba la Escritura. En sentido figurado, «la cátedra de Moisés» designaba el magisterio de los maestros del pueblo, que enseñaban e interpretaban la ley, pero, como muestra el Señor en el Evangelio, actuaban con tal incoherencia de vida que incumplían las prescripciones que ellos mismos establecían.


La gente sencilla, por el contrario, buscaba a Jesús precisamente porque en él todo era verdadero. Caminaban detrás del Señor con entusiasmo porque cumplía lo que predicaba. Mientras el Maestro iba por delante abriendo camino, los fariseos y los escribas colocaban sobre los hombros de los demás «cargas pesadas e insoportables», pero «ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas» (Mt 23,4). Jesús pide a los suyos que cada día abracen «su cruz» (Lc 9,23), porque él va en cabeza con la cruz más pesada de todas. Las autoridades, por el contrario, eran exigentes con los demás y permisivas consigo mismas; hablan, pero en ellos no vemos el buen fruto.


Aunque la vida cristiana no se trata de hacer las cosas para que las vean los demás, es verdad que una vida coherente ayuda más que las solas palabras. El espíritu con el que afrontamos las ocupaciones diarias –en la familia, en el trabajo, en las amistades–, si refleja el atractivo de la paz y la alegría de Cristo, será auténtica transmisión del Evangelio. «Depende de nuestra coherencia que nuestros hermanos reconozcan a Jesucristo, el único salvador y la esperanza del mundo»1.


JESÚS recriminaba a las autoridades que vivieran más pendientes de las apariencias que de la verdad. «Hacen todas sus obras para que les vean los hombres» (Mt 23,5): corren detrás de alabanzas humanas, buscan los primeros puestos en las reuniones, ansían recibir reverencias… Todo lo hacen para granjearse un buen nombre. Siguen un estilo de vida cara a la galería, como en un escenario, contentándose con guardar unas formas exteriores que no nacen del amor: siguen «la letra» pero «no conocen su espíritu»2.


Es natural que nos importe la opinión de los demás, pues vivimos en sociedad. De algún modo, necesitamos ser aceptados y valorados por las personas que nos rodean, en especial por las que nos quieren. Pero la rectitud de intención nos lleva a poner el mayor peso de nuestros esfuerzos en la alegría que damos a Dios y en el bien de los demás. Nos importa agradar solo en cuanto queremos hacer felices a las personas que amamos.


Decía san Josemaría que «la rectitud de intención está en buscar “solo y en todo” la gloria de Dios»3. Este es el criterio decisivo que marca nuestras acciones. «Es la indicación que nos orienta cuando no estamos seguros de qué es lo correcto; nos ayuda a reconocer la voz de Dios dentro de nosotros (...). La gloria de Dios es la aguja de la brújula de nuestra conciencia»4. Aunque en nuestro corazón se mezclen intenciones y deseos variados, examinar los motivos por los que actuamos nos liberará, poco a poco, de actuar cara a los hombres, para entrar en la paz que da obrar cara a Dios.


FRENTE a la actitud de los escribas y fariseos, el Señor hace su propuesta: «Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado» (Mt 23,11-12). La humildad resulta una virtud indispensable para que Dios nos llene de dones, porque «a pasos de humildad es como se sube a lo alto de los cielos»5, comentaba san Agustín. Rememorando la escalera que el patriarca Jacob vio en sueños, por la que subían y bajaban ángeles de la tierra al cielo (cfr. Gn 28,12), escribe otro Padre de la Iglesia: «Por la altivez se baja y por la humildad se sube. (...) Cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo»6.


La humildad nos hace descubrir nuestra miseria y nuestra grandeza. Nos permite «mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios»7. Esta actitud humilde y generosa permite la acción del Señor. Donde hay humildad hay sabiduría, explica el libro de los Proverbios. «Hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios, que revela sus secretos a los humildes» (Ecl 3, 17).


«Dios únicamente desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que —hablando al modo humano— quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón»8. María, la esclava del Señor, nos ayudará como buena madre a limpiar en nuestro corazón aquello que impida recibir algo mejor; así, el Señor nos podrá enriquecer cada vez más con sus dones.