Evangelio Lc 6, 36-38
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.
Den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos".
PARA TU RATO DE ORACION
COMENZAMOS la segunda semana de Cuaresma escuchando la oración penitencial del profeta Daniel: «Hemos pecado, hemos cometido iniquidades y hemos delinquido, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos» (Dan 9,5). A pesar de que el pueblo de Israel no obedecía a la voz del Señor, Dios se mantuvo fiel a sus promesas. Por eso el profeta continúa su súplica lleno de esperanza: «Mi Señor, Dios grande y temible, que guarda la alianza y la misericordia con los que le aman (...), es compasivo y perdona» (Dan 9,4.9).
La llamada a la conversión, que se hace tan viva durante la Cuaresma, nace del corazón misericordioso del Señor. No es el grito de un Dios que pretende ajustar cuentas ante el pecado del hombre, sino más bien el amor de un Padre que acaricia nuestra debilidad, para sanarla y devolvernos a la vida. «Otra caída... y ¡qué caída!... ¿Desesperarte?... No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús. —Un "miserere" y ¡arriba ese corazón! —A comenzar de nuevo»1.
Dirigirse al Señor y admitir el propio pecado, como hizo el profeta Daniel, es el primer paso para renovarnos interiormente y abrirnos a la misericordia divina. Dios es fiel y sabe esperar. Fiados de su misericordia le mostraremos nuestras heridas y nos dejaremos cuidar por él. Con sencillez, y con un cierto descaro de hijos, nos atrevemos a decirle, con palabras del salmo: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados» (Salmo 78).
EXPERIMENTAR el amor de Dios nos lleva a tratar con esa misma misericordia a las personas que nos rodean. «Como ama el Padre, así aman los hijos»2. Para quien se siente entendido y querido es más fácil comprender y querer a los demás.
Las palabras del Señor que se proclaman hoy en el Evangelio nos animan a tener un corazón grande, con sentimientos y reacciones parecidas a las suyas: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará» (Lc 6,36-38). El camino que Jesús nos propone lleva consigo indicaciones muy concretas para nuestra vida diaria: «Sed misericordiosos…, no juzguéis…, no condenéis…, perdonad…, dad». Es un programa escalonado que tiene como modelo a Dios mismo. La meta es «entrar en sintonía con este Corazón rico en misericordia, que nos pide amar a todos, incluso a los lejanos y a los enemigos, imitando al Padre celestial, que respeta la libertad de cada uno y atrae a todos hacia sí con la fuerza invencible de su fidelidad»3.
La conciencia viva de nuestros pecados, y de lo necesitados que estamos de la paciencia de Dios, abre el camino interior para la compasión con nuestros hermanos. No podemos olvidar que el Señor pone nuestro perdón a los demás como condición para que también a nosotros se nos perdone: «Con la misma medida con que midáis se os medirá» (Lc 6,38).
«LA PALABRA de Dios enseña que en el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros (...). Lo que hagamos con los demás tiene una dimensión trascendente»4. Cuando alcanzamos esta sabiduría sobrenatural, aprendemos a ver a Cristo en cada persona. Este hecho nos cambia la vida. Por un lado, en los demás descubrimos la presencia de Dios: le vemos a él en cada persona con la que nos cruzamos o de la que oímos hablar; de algún modo Dios nos cuida a través de quienes tenemos cerca.
Por otro lado, nuestra manera de mirar, de pensar, de hablar o de actuar, estará encauzada y embellecida por la caridad. San Josemaría vivió y enseñó a vivir una caridad que en alguna ocasión sintetizaba en cinco verbos: «Rezar, callar, comprender, disculpar... y sonreír»5. En el fondo, se trata de la misma actitud que tiene una madre con su hijo. Su mirada materna le lleva a amarle siempre, a encontrar cuando es posible una excusa ante su comportamiento y a sostenerle con su ayuda ante los pasos a veces vacilantes.
«Hermano –escribía un Padre de la Iglesia–, te recomiendo esto: que la compasión prevalezca siempre en tu balanza, hasta que sientas en ti la compasión que Dios siente por el mundo»6. Le pedimos a María, Madre de misericordia, el don de confiar siempre en el amor que el Señor tiene con nosotros. Así, nos resultará más sencillo disculpar los errores, así como querer y ayudar a los demás tal como son.