"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

18 de febrero de 2024

EN FAMILIA


Evangelio (Mc 1,12-15)


Enseguida el Espíritu lo impulsó hacia el desierto. 13 Y estuvo en el desierto cuarenta días mientras era tentado por Satanás; estaba con los animales, y los ángeles le servían.

14 Después de haber sido apresado Juan, vino Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios, 15 y diciendo:

—El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio.


PARA TU RATO DE ORACION 


VER CÓMO CRECEN los hijos es una de las alegrías más grandes que ofrece la vida. Ese gozo lo experimentó san José al ver que Jesús crecía «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). La misión principal de los padres es preparar a los hijos para que ellos, a su vez, puedan encontrar y llevar adelante la suya propia. José, a través de su tierno cuidado, preparó a Jesús en sus primeros pasos en la tierra. Por eso, durante su vida oculta y durante su vida pública, «Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por tanto, su trato con José»[1].


«En la sinagoga, durante la oración de los Salmos, José ciertamente habrá oído el eco de que el Dios de Israel es un Dios de ternura»[2]. Y esa fue su actitud de padre con Jesús. El santo patriarca probablemente no acompañó a su hijo cuando ya eran visibles algunas manifestaciones de la llegada del Reino de Dios: cuando le siguen numerosos discípulos, durante las milagrosas curaciones o cuando las multitudes escuchan las palabras de quien él había visto crecer. San José, al contrario, siempre se desenvolvió en la discreción de la educación familiar, en ese ámbito tan doméstico, tan escondido pero a la vez tan fecundo y lleno de amor. Los frutos de aquellos años no tardaron en llegar: «Ese Jesús que es hombre, que habla con el acento de una región determinada de Israel, que se parece a un artesano llamado José, ése es el Hijo de Dios. Y ¿quién puede enseñar algo a Dios? Pero es realmente hombre, y vive normalmente: primero como niño, luego como muchacho, que ayuda en el taller de José; finalmente como un hombre maduro, en la plenitud de su edad»[3]. La ternura de José sigue viva a través de aquel Hijo que creció bajo su techo y que tanto se le parece.


LA ENSEÑANZA de la ley de Moisés era obligación y privilegio del padre de familia. Por eso, fue José quien tuvo la peculiar tarea de enseñar al Mesías la historia de Israel y la fe de la Alianza. María y su esposo veían que Jesús era un niño como tantos otros pero, a la vez, sabían que todo el misterio de Dios habitaba en él. A ellos les fue confiada la responsabilidad de poner el nombre de «Jesús» a la segunda persona de la Santísima Trinidad encarnada y de educarlo en la tradición del pueblo elegido. El profeta escribe: «Cuando Israel era niño, Yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo (...). Era para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas, y me inclinaba a él y le daba de comer» (Os 11,1-4). Si la tradición cristiana ha visto en este oráculo la referencia a Cristo, se puede ver también una referencia a María y a José. El amor de Dios a Israel se compara al amor de un padre y de una madre hacia su hijo. Era Dios quien cuidaba siempre de su Hijo, pero lo hacía a través de la Sagrada Familia; es Dios quien enseña, pero a través de los hombres.


Un niño pequeño en Israel pasaría la mayor parte de su tiempo jugando con otros chicos de su edad en la calle o en las plazas. «Las plazas de la ciudad se llenarán de niños y niñas jugando en ellas» (Za 8,5), dice el profeta; y el Señor habla también de los niños que se sientan en las plazas (cfr. Mt 11,16). La vida en Nazaret era una vida al aire libre. En este contexto, los padres impartían a sus pequeños los primeros rudimentos de la instrucción en la fe: «Escucha, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no abandones la enseñanza de tu madre, que son diadema de gracia para tu cabeza y collares para tu cuello» (Pr 1,8). Jesús Niño grababa en su corazón las enseñanzas de José y las instrucciones de María. Esas enseñanzas que daba san José a su hijo son lo que hoy llamamos «catequesis familiar», la transmisión de la fe, tanto vivida como en palabras. «El hogar debe seguir siendo el lugar donde se enseñe a percibir las razones y la hermosura de la fe, a rezar y a servir al prójimo»[4]. Es en ese clima familiar en donde Dios, imperceptiblemente, entra a formar parte de la vida de los hijos; aquellas primeras oraciones y manifestaciones de piedad que hemos heredado permanecen para siempre en lo más profundo de nuestra alma.


SANTA MARÍA y san José no solamente enseñaron a Cristo las costumbres y la ley de Moisés sino que, descubriendo el misterio de Dios en su Hijo, se dieron cuenta de que ellos mismos aprenderían mucho de Jesús. El evangelista san Lucas nos repite dos veces que María guardaba y meditaba en su corazón los acontecimientos y las palabras de su Hijo. ¡Qué importancia tiene saber mirar y escuchar, de un modo similar a como lo hicieron la Virgen Santísima y su esposo José!


Cuántas veces, al ver a Jesús, el santo patriarca se habrá asombrado pensando: ¡qué bueno es Dios! ¡Qué amable y tierno! ¡Qué paciente y cercano a nosotros! La paciencia y la comprensión son características fundamentales que todo padre –y, en general, todo maestro– debe tener, especialmente ante los defectos propios y ajenos; pues «debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura. El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo»[5]. Al contrario, debemos descubrir, una y otra vez, lo positivo en nosotros y en los demás, pues así se acerca Dios a nuestra vida: «La verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona. La verdad siempre se nos presenta como el Padre misericordioso de la parábola: viene a nuestro encuentro, nos devuelve la dignidad, nos pone nuevamente de pie»[6]. No hay nada que anime más a mejorar la conducta que el aliento, la palabra amable, la comprensión ante la debilidad.


San José aprendió de su hijo, que era Dios, a ver el mundo con compasión y ternura. Decía san Josemaría: «José era un gran cariño de Jesucristo; María era su Madre, a la que quería con locura. Pues vamos a tener nosotros una devoción grande a San José, una devoción tierna, delicada, fina, afectuosa. Le llamamos Padre y Señor nuestro: ¡pues vayamos a él como hijos, constantemente! Y, por él, a María, dialogando con los dos. ¿Habéis visto esas representaciones de la Sagrada Familia con el Niño en el centro, la Virgen a la derecha y San José a la izquierda, dándose la mano? Pues esta vez somos nosotros los que nos cogemos de la mano de María y de José, y así nos llevarán hasta Jesús»[7].