Evangelio (Mc 9,2-10)
Seis días después, Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Pedro, tomando la palabra, le dice a Jesús:
— Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Pues no sabía lo que decía, porque estaban llenos de temor. Entonces se formó una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube:
— Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle.
Y luego, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie: sólo a Jesús con ellos.
Mientras bajaban del monte les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Ellos retuvieron estas palabras, discutiendo entre sí qué era lo de resucitar de entre los muertos.
PARA TU RATO DE ORACION
SEIS días después de anunciar a los discípulos su muerte y su resurrección, el Señor tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, «y los condujo a un monte alto, a ellos solos. Y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz» (Mt 17,1-2). Antes de la Pasión, «Jesús manifiesta su gloria a los apóstoles, a fin de que tengan la fuerza para afrontar el escándalo de la cruz y comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar al reino de Dios»[1]. El evento de la Transfiguración es, por tanto, un mensaje de esperanza para los momentos de la cruz. Los sufrimientos, las pequeñas y grandes contrariedades del día a día, son la puerta que nos llevan a acompañar al Señor en su gloria: «¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación!»[2].
La vida es un camino hacia el cielo. Y el Señor enseñó a los apóstoles que, en ese camino, el sufrimiento no es solo una parada inevitable, un peaje amargo que es necesario pagar contra la propia voluntad, sino que Jesús mismo cargó con la cruz, la llevó por amor sobre sus hombros. Él se entregó porque quiso. Nos muestra así que el auténtico mal no es tanto experimentar una contrariedad, sino pensar que tenemos que atravesarlo solos, o pretender vivir como si la cruz no existiera. «¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?»[3]. La esperanza de contemplar a Jesús en su gloria, como hicieron los apóstoles en la Transfiguración, nos llenará de fortaleza para poder ver el reflejo de su rostro en las dificultades de cada día.
PEDRO, al contemplar la gloria de la Transfiguración, dirigió a Jesús unas emocionadas palabras: «Qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17,4). El apóstol había experimentado un anticipo del paraíso, una felicidad que iba mucho más allá de sus propias expectativas y vivencias. Por eso, quizás como habría hecho cualquiera de nosotros, quiso que ese momento durase para siempre, que no se esfumara con la misma velocidad con que había venido, o con la rapidez con que desaparecían tantas otras alegrías. Pero Cristo no lo permitió. Él no le había hecho partícipe de la gloria del cielo para que escapara de la realidad, sino para que tuviera una guía ante los días oscuros de la Pasión. «La belleza de Jesús no aparta a los discípulos de la realidad de la vida, sino que les da la fuerza para seguirlo hasta Jerusalén, hasta la cruz. La belleza de Cristo no es alienante, te lleva siempre adelante, no hace que te escondas»[4].
También nosotros podemos experimentar en la tierra algunos anticipos del paraíso, momentos en los que sentimos con especial fuerza la presencia de Jesús, sobre todo en personas que amamos. En nuestra vida de piedad podemos también atravesar etapas de mayor disfrute afectivo. En el amor matrimonial, en la familia, en la amistad sincera o en la ilusión por mejorar nuestro mundo, podemos empezar a degustar parte del ciento por uno que Dios nos ha prometido. Y es normal que, como Pedro, queramos que esas circunstancias se mantengan así siempre o duren lo máximo posible. Sin embargo, el Señor permite estos anticipos del cielo no para retenerlos cueste lo que cueste, sino para impulsarnos. El recuerdo de esos momentos nos dará luz para los días de oscuridad y nos guiará a una felicidad mucho más duradera que la de la Transfiguración: la gloria de la vida eterna. «Un gran Amor te espera en el Cielo: sin traiciones, sin engaños: ¡todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia...! Y sin empalago: te saciará sin saciar»[5].
ALGUNAS de las manifestaciones más importantes de Dios han tenido lugar en lo alto del monte. Así se puede observar en episodios como la alianza que estableció con Abraham en el monte Moria o la entrega a Moises de las tablas de la Ley en el Sinaí. La misma muerte de Jesús ocurrió también en otro monte, el Calvario. Y en la Transfiguración, el evangelista hace notar que los apóstoles tuvieron que subir a lo alto del Tabor (cfr. Mt 17,1). Esta ascensión nos invita a «reflexionar sobre la importancia de separarse de las cosas mundanas, para cumplir un camino hacia lo alto y contemplar a Jesús. Se trata de ponernos a la escucha atenta y orante del Cristo, el Hijo amado del Padre, buscando momentos de oración que permiten la acogida dócil y alegre de la Palabra de Dios»[6].
En los tiempos de descanso tenemos una ocasión para desconectar del ritmo del día a día y escuchar la voz de Jesús. Con el cuerpo y el espíritu renovados, podemos profundizar en nuestra relación con Dios y los demás: hacer la oración con más calma y serenidad, leer el Evangelio, pasar más tiempo con nuestra familia y nuestros amigos… Después podremos bajar del monte «cargados con la fuerza del Espíritu divino, para decidir nuevos pasos de conversión y para testimoniar constantemente la caridad, como ley de vida cotidiana. Transformados por la presencia de Cristo y del ardor de su palabra, seremos signo concreto del amor vivificante de Dios para todos nuestros hermanos»[7].
San Josemaría consideraba que el verdadero descanso no es evasión, ni tiempo dedicado exclusivamente al ocio, sino separación de la realidad cotidiana para «acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual»[8]. Podemos pedir a María que nos ayude a vivir esos momentos de descanso –ya sean prolongados durante un periodo o bien breves en el día a día– con el deseo de contemplar a Jesús como hicieron los apóstoles en la Transfiguración.
4o DOMINGO DE SAN JOSÉ
DESPUÉS DE LA ANUNCIACIÓN del ángel a María, la tradición cristiana ha identificado una anunciación similar a José: «Hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). El santo patriarca estuvo «siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley y a través de los cuatro sueños que tuvo»[1]. El hecho de que José haya escuchado los designios divinos mientras dormía, y los haya puesto rápidamente en práctica, nos habla de su sintonía permanente con Dios; es una manifestación de que la vida contemplativa nos lleva normalmente a descubrir los planes buenos del Padre y a querer asociarnos a ellos de manera magnánima. Este modo de proceder es el fundamento de la obediencia al Señor. De hecho, la palabra «obedecer» viene justamente de esa capacidad de escucha –ob audire–, de esa capacidad de oír de manera inteligente lo que otro tiene que decirme; en este caso, es Dios quien introduce a José en la grandeza de su obra misericordiosa de salvación.
Por eso, la obediencia está muy lejos del cumplimiento ciego. Un requisito para obedecer, en toda su riqueza, es saber escuchar, tener el espíritu abierto; solo el que piensa puede ser obediente. San Josemaría reflexionaba en estos términos durante una homilía del año 1963: «La fe de José no vacila, su obediencia es siempre estricta y rápida. Para comprender mejor esta lección que nos da aquí el Santo Patriarca, es bueno que consideremos que su fe es activa, y que su docilidad no presenta la actitud de la obediencia de quien se deja arrastrar por los acontecimientos. Porque la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores. José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos, y así pudo alcanzar del Señor ese grado de inteligencia de las obras de Dios, que es la verdadera sabiduría»[2].
En las páginas del Antiguo Testamento encontramos varias veces que Dios habla en sueños; sucede, por ejemplo, con Adán, Jacob o Samuel. Son testimonios de personas que han querido estar en constante diálogo divino, han dejado que Dios les hablase en todas las circunstancias. Y esos sueños son también una muestra de que, a través de la auténtica obediencia, podremos captar nuevas dimensiones de la existencia, nuevos nombres, lugares y planes.
SABEMOS QUE DIOS nos habla; sabemos que está a nuestro lado y que nos convoca sin cesar para que nos unamos a su amor –con todo lo que somos– a través de situaciones muy concretas. El Señor se dirige a nosotros cada día, cada momento, a través de las personas que nos rodean y de los sucesos que atravesamos. En todo se esconde parte del plan divino que podemos personalmente descubrir y desarrollar. Una plegaria que Jesús repitió por lo menos dos veces al día, según las enseñanzas judías, era la oración Shemá Israel, que comienza así: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios» (Dt 6,4). Entonces y ahora, lo primero será percibir esa voz divina que nos llama. «San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos»[3].
Para oír la voz de Dios debemos aprender a hacer silencio, sobre todo interior. La Sagrada Escritura nos dice que el profeta Elías no escuchó a Yahvé en el viento poderoso, ni en terremoto, ni en el fuego, sino en «un susurro de brisa suave» (1R 19,12). La vida de oración requiere que acallemos las voces que nos distraen para poder escuchar a Dios y también a nuestra voz interior, para compartir allí nuestros deseos o capacidades. En esa intimidad descubrimos quiénes somos, aprendemos a entrar en diálogo con la voz de Dios y a identificarnos con ella.
Los evangelistas no nos han dejado constancia de ninguna de las palabras pronunciadas por san José, pero sí conocemos sus acciones, que son fruto de la obediencia a Dios, de aquella escucha inteligente y de ese diálogo en la intimidad de su alma. «El silencio de san José no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe que lleva en su corazón y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos»[4]. Esta actitud del patriarca fue la que hizo posible que, a partir de aquellos cuatro sueños, Dios pudiera orientar el rumbo de su vida. El recogimiento y la sensibilidad de José para detectar los planes divinos hizo que pudiera custodiar a María y a Jesús de los peligros y conducirlos a lugares más seguros. También nosotros podemos fomentar esta actitud de silencio y escucha para acercar a nuestra vida la voz y los proyectos de Dios.
A SAN JOSEMARÍA le gustaba decir que en el Nuevo Testamento hay dos frases que, en muy pocas palabras, resumen lo que fue la vida de Jesús. Por un lado, san Pablo nos dice que Jesús fue «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8); por otro lado, el evangelio de san Lucas dice que Jesús «vino a Nazaret y les estaba sujeto» (Lc 2,51), refiriéndose a su crecimiento en el hogar de María y José. En ambos pasajes notamos que el Señor realizó su plan de salvación obedeciendo por amor a Dios Padre y a su familia terrena. San Juan Pablo II notaba que «esta obediencia nazarena de Jesús a María y a José ocupa casi todos los años que él vivió en la tierra, y constituye, por tanto, el período más largo de esa total e ininterrumpida obediencia (...). Pertenece así a la Sagrada Familia una parte importante de ese divino misterio, cuyo fruto es la redención del mundo»[5].
En el ambiente familiar, con las personas que convivimos cada día, es donde aprendemos a escuchar y a obedecer, dentro de los planes de amor de Dios. Allí todos están en sintonía porque cada uno busca sinceramente el bien del otro. En la familia se experimenta el servicio mutuo, aprendemos a escuchar, a descubrir lo que conviene a todos. La obediencia es fruto del amor. Podemos imaginar con qué delicadeza José daría indicaciones a Jesús. Y, al mismo tiempo, podemos pensar cómo el Verbo encarnado desearía comprender y llevar a cabo, grata y gustosamente, lo que decía su padre terreno. En realidad «los tres miembros de esta familia se ayudan mutuamente a descubrir el plan de Dios. Rezaban, trabajaban, se comunicaban»[6].
Jesús habrá visto tantas veces el modo de desenvolverse de José en los años de Nazaret: hombre obediente por la fe. El santo patriarca obedeció y, de esa manera, anticipó la obediencia de Jesús hasta la cruz. La Sagrada Familia es una escuela en la que podemos aprender que escuchar a Dios y asociarnos a su misión son dos caras de una misma moneda. Así comprenderemos «la fe de san José: plena, confiada, íntegra, manifestada en una entrega eficaz a la voluntad de Dios, en una obediencia inteligente»[7].