"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

19 de abril de 2024

Alma sacerdotal

 



Evangelio (Jn 6,52-59)


Los judíos se pusieron a discutir entre ellos:


— ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?


Jesús les dijo:


—En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo, no como el que comieron los padres y murieron: quien come este pan vivirá eternamente.


Estas cosas dijo en la sinagoga, enseñando en Cafarnaún.



PARA TU RATO DE ORACION 


CUANDO JESÚS termina su discurso sobre la Eucaristía en la sinagoga, se inicia una discusión inesperada. «Los judíos disputaban entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”» (Jn 6,52). Si algo nos queda claro es que se han dado cuenta del realismo de las palabras del Maestro. Saben que no se está hablando de un simple símbolo. Y la fuerza de aquellas palabras les genera inquietud. Ante la reacción escéptica, el Señor no matiza su expresión; al contrario, reafirma la necesidad de la Eucaristía para tener vida divina. «Entonces Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”» (Jn 6,53).


«Al escuchar este discurso la gente comprendió que Jesús no era un Mesías, como ellos querían, que aspirase a un trono terrenal. No buscaba consensos para conquistar Jerusalén; más bien, quería ir a la ciudad santa para compartir el destino de los profetas: dar la vida por Dios y por el pueblo. Aquellos panes, partidos para miles de personas, no querían provocar una marcha triunfal, sino anunciar el sacrificio de la cruz, en el que Jesús se convierte en Pan, en cuerpo y sangre ofrecidos en expiación»[1].


Pero, también en el mismo pasaje, encontramos una promesa maravillosa: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6,56). Jesús nos promete la posibilidad de vivir en Dios y de que, al mismo tiempo, él pueda permanecer en nosotros. «No humanizamos nosotros a Dios Nuestro Señor cuando lo recibimos: es él quien nos diviniza, nos ensalza, nos levanta. Jesucristo hace lo que a nosotros nos es imposible: sobrenaturaliza nuestras vidas, nuestras acciones, nuestros sacrificios. Quedamos endiosados»[2]. Por eso, «cada vez que comulgamos, nos parecemos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Como el pan y el vino se convierten en cuerpo y sangre del Señor, así cuantos le reciben con fe son transformados en eucaristía viviente (...). La comunión nos abre y une a todos aquellos que son una sola cosa en él. Este es el prodigio de la comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!»[3].


LA EUCARISTÍA es llamada signo de unidad y vínculo de caridad. Esto se debe a que «la comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús»[4]. San Pablo, en los primeros tiempos del cristianismo, explicó esta unidad que se genera al compartir la mesa eucarística: «El pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1Co 10,16-17). Podemos decir, por eso, que la Iglesia forma un Cuerpo; y, también por estas razones, uno de los nombres con los que se conoce a este sacramento es precisamente el de «comunión».


San Josemaría era muy consciente de esa unidad fuerte que se fundamenta en la Eucaristía. Por ese motivo, puso en el sagrario del Consejo general del Opus Dei las palabras de Jesús en la última cena: «Consummati in unum! (Jn 17,23), que sean completamente uno. Porque es como si todos estuviéramos aquí –decía el fundador del Opus Dei–, pegados a ti, sin abandonarte ni de día ni de noche, en un cántico de acción de gracias y –¿por qué no?– de petición de perdón (...). Para reparar, para agradar, para dar gracias»[5].


«La Eucaristía es el sacramento de la unidad. Quien la recibe se convierte necesariamente en artífice de unidad (...). Pidamos a Dios que este pan de unidad nos sane de la ambición de estar por encima de los demás, de la voracidad de acaparar para sí mismo, de fomentar discordias y diseminar críticas; que suscite la alegría de amarnos sin rivalidad, envidias ni chismorreos calumniadores. Y ahora, viviendo la Eucaristía, adoremos y agradezcamos al Señor por este don supremo: memoria viva de su amor, que hace de nosotros un solo cuerpo y nos conduce a la unidad»[6].


«COMO EL PADRE que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí» (Jn 6,57). La comunión de Jesús con el Padre es el modelo para que vivamos en Dios. Esta unión se manifiesta en el deseo de unirnos siempre a su voluntad. Y, en cada Eucaristía, nos da la fuerza para lograrlo: «Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como él trabajaba y amar como él amaba?»[7].


Por nuestra alma sacerdotal podemos convertir cada jornada en una Misa; podemos unir nuestro trabajo cotidiano al sacrificio de Cristo en el Calvario, que se renueva en el altar. Esa unión puede verse simbolizada en la gota de agua que el sacerdote añade al vino cuando prepara las ofrendas mientras dice: «El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana»[8]. Con razón enseña el Catecismo que «en la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo»[9].


Cristo concluye su discurso en la sinagoga diciendo: «El que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58-59). Jesús, que bajó del cielo gracias a la respuesta afirmativa de su madre, es el pan vivo y que da la vida. «María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía»[10].