"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

20 de abril de 2024

Buscar, encontrar y amar a Cristo en el Evangelio.

 



Evangelio (Jn 6,60-69)

Al oír esto, muchos de sus discípulos dijeron:

—Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?

Jesús, conociendo en su interior que sus discípulos estaban murmurando de esto, les dijo:

—¿Esto os escandaliza? Pues, ¿si vierais al Hijo del Hombre subir adonde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada: las palabras que os he hablado son espíritu y son vida. Sin embargo, hay algunos de vosotros que no creen.

En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que le iba a entregar.

Y añadía:

—Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí si no se lo ha concedido el Padre.

Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él.

Entonces Jesús les dijo a los doce:

—¿También vosotros queréis marcharos?

Le respondió Simón Pedro:

—Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS está por concluir su discurso en la sinagoga de Cafarnaún. Minutos antes, algunos de los presentes habían reaccionado con estupor ante la revelación de que les daría a comer su propio cuerpo. Habla el Señor: «¿Esto os escandaliza? ¿Y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?» (Jn 6,61-62). Si antes ha hablado de su carne y de su sangre como fuentes de la vida eterna, ahora subraya la importancia de sus palabras: «Las palabras que os he dicho son espíritu y vida» (Jn 6,63). Esa es la razón por la cual se dice que la Santa Misa se celebra en dos mesas: en el ambón de la Palabra y en el altar de la Eucaristía. En cada una de ellas se nos dispensa el alimento del Padre: sus enseñanzas y la comunión con su cuerpo y con su sangre.

Para asimilar mejor la riqueza de la Palabra de Dios conviene, además de escucharla con atención en la liturgia, meditarla con frecuencia en la oración, estudiarla y tratar de hacerla vida. «La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio evangélico en la vida cotidiana»[1].

San Josemaría aconsejaba: «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. –El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y en ese texto santo encuentras la vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, como el apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?...”. –¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. –Así han procedido los santos»[2].

«LAS PALABRAS que os he dicho son espíritu y vida» (Jn 6,63). Jesús vino para darnos vida en abundancia y nos dejó la Sagrada Escritura para que ahondáramos en su riqueza, para que lo conociéramos cada vez mejor y, de esa manera, pudiéramos amarlo sobre todas las cosas. «Es ese amor de Cristo el que cada uno de nosotros debe esforzarse por realizar en la propia vida. Pero para ser ipse Christus –el mismo Cristo– hay que mirarse en él. No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz»[3].

Podemos pedir al Señor la gracia de «mirarnos en él» como en un espejo. Para lograrlo, san Josemaría acostumbraba a meterse en las escenas del Evangelio y lo recomendaba como un medio eficaz para crecer en amistad con Jesús, para ver la vida con sus ojos y reaccionar como Jesús lo haría. Entonces, los frutos de esa contemplación de la vida del Señor emergerán de modo espontáneo en nuestra conversación y en nuestra vida; ese reflejo encenderá en nuestros amigos el deseo de conocer más detalles del paso de Jesús por la tierra: «Es fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos los esfuerzos por transmitir la fe. La evangelización requiere la familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige (...) proponer un estudio serio y perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante»[4].

San Josemaría contaba una anécdota de su vida que sucedió cuando iba por la calle leyendo el evangelio en un libro pequeño con las cubiertas forradas en tela. Al pasar junto a unos trabajadores, oyó que se preguntaban qué estaría leyendo aquel sacerdote. Y uno de aquellos hombres contestó, también en voz alta: “La vida de Jesucristo”. La conclusión sobrenatural del fundador del Opus Dei quedó plasmada en el segundo punto de Camino: «Pensé y pienso que ojalá fuera tal mi compostura y mi conversación que todos pudieran decir al verme o al oírme hablar: éste lee la vida de Jesucristo»[5].

EL SANTO EVANGELIO es el libro «que nos conserva la voz de Jesús, y que es la fuente donde nuestra oración bebe mejor el agua de la gracia, donde nuestra ansia de verdad se sacia tan plenamente con la luz del cielo prendida en las palabras del Maestro»[6]. Muchas veces preparamos la Santa Misa meditando sus textos, y cada día podemos leer un pasaje del Nuevo Testamento en donde experimentamos que esas palabras de Jesús «son espíritu y vida» (Jn 6,63). San Josemaría sugería que, «para aprender de él, hay que tratar de conocer su vida: leer el santo evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del andar terreno de Jesús. Porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración»[7].

Si entramos por ese camino, también aprenderemos a tratar al Señor siguiendo el ejemplo de los personajes del Evangelio: a pedirle con fe, como el padre del hijo enfermo; a escucharlo con piedad, como María en Betania; a tocarlo discretamente, como la hemorroísa; a seguirlo sobre todas las cosas, como los discípulos. Pero, ante todo, aprenderemos de María y de José, que lo conocieron más de cerca, a cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios. Por esa razón, el fundador del Opus Dei aconsejaba un sendero sobrenatural a partir de la lectura del Santo Evangelio: «Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo»[8].

Pidamos a la Virgen santísima y a san José que nos alcancen del Señor la gracia de encontrar a su hijo en la Escritura, de conocerlo y de seguirlo. «¡Amad la Santísima Humanidad de Jesucristo! (...). Y de la Humanidad de Cristo, pasaremos al Padre, con su Omnipotencia y su Providencia, y al fruto de la cruz, que es el Espíritu Santo. Y sentiremos la necesidad de perdernos en este amor, para encontrar la verdadera vida»[9].