Evangelio (Jn 15, 1-8)
«Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en vosotros.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada.
Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera, como los sarmientos, y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos».
PARA TU RATO DE ORACION
LAS LABORES del campo son bien conocidas por quienes escuchan a Jesús. Las viñas han sido parte importante en la historia del pueblo de Israel, también en sus textos sagrados. Por eso, Cristo se centra en uno de sus elementos y lo aplica a la relación de los apóstoles con él. «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador (…). Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco, si no permanecéis en mí» (Jn 15,1.4).
«Encarnándose, Cristo mismo ha venido a este mundo para ser nuestro fundamento. En cualquier necesidad y aridez, él es la fuente de agua viva, que nos nutre y fortalece. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento y, en definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente en sarmientos buenos que dan vino bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados bajo una prensa, como los racimos de uvas que son exprimidos completamente. Pero sabemos que, unidos a Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida. Lo importante es que “permanezcamos” en la vid, en Cristo»[1].
Vivir unidos a Cristo es la clave de la felicidad. Y la unidad es fruto del cariño; por eso, las personas que se quieren acaban viviendo en sintonía de ideas, de voluntades, de afectos. Se acaban compartiendo de tal modo las cosas propias que lo del otro me interesa como si fuese mío. Dejar que esta afinidad vaya prendiendo en nuestro trato con Jesús es fuente de alegría y de seguridad. Podemos vivir unidos a él a través del diálogo de la oración. Podemos crecer en esa identificación con Cristo a través de la gracia que se nos da en los sacramentos.
PUEDE SUCEDER que atravesemos alguna época con poco entusiasmo, en la que parece que hay menos luz. Se repiten los días en que todo cuesta más. Llega, entonces, el momento de recordar que es el Señor quien da la vida, las flores y los frutos. Las plantas suelen podarse a finales del invierno, en preparación para la llegada de la primavera. «¿No has oído de labios del Maestro la parábola de la vid y los sarmientos? –se pregunta san Josemaría–. Consuélate: te exige, porque eres sarmiento que da fruto... Y te poda, ut fructum plus afferas –para que des más fruto. ¡Claro!: duele ese cortar, ese arrancar. Pero, luego, ¡qué lozanía en los frutos, qué madurez en las obras!»[2].
«Para dar fruto Jesús ha vivido el amor hasta el fondo, dejándose romper por la muerte como una semilla se deja romper bajo tierra. Precisamente allí, en el punto extremo de su abajamiento –que es también el punto más alto del amor– ha germinado la esperanza (...). Escuchad bien cómo es la transformación que hace la Pascua: Jesús ha transformado nuestro pecado en perdón, nuestra muerte en resurrección, nuestro miedo en confianza. Es por esto porque allí, en la cruz, ha nacido y renace siempre nuestra esperanza; es por esto que con Jesús cada oscuridad nuestra puede ser transformada en luz, toda derrota en victoria, toda desilusión en esperanza»[3].
Sabiendo que es Dios quien quiere cuidarnos y hacernos mejores, queremos que haga ese trabajo de quitar lo que estorba, de perder lo que sobra. Aprendemos a querer mejor, a confiar más en el Señor. Dios, para prepararnos para nuestra misión, cuenta con los desconciertos, con las incomprensiones, con nuestros esfuerzos que pasan desapercibidos. Así adquiere nueva vitalidad nuestro interior, crece nuestra capacidad de amar como él, con la raíz en la cruz. Nos hacemos un poco más generosos, a imitación del divino derroche de Cristo.
QUÉ MARAVILLA, entonces, sabernos todos sarmientos de la misma vid. Esta realidad nos hará admirar las virtudes y los talentos de los demás, dando gracias a Dios porque embellece y llena de frutos a nuestros hermanos, parientes y amigos. Vivimos así unidos a Cristo y entre nosotros. Saboreando en nuestra alma esa pasión por la unidad, no nos turban los errores de quienes nos rodean, pues los entendemos como un posible camino de crecimiento tanto para la persona como para nosotros. No guardamos rencores ni recelos; queremos servir a todos, porque todos somos sarmientos unidos a Jesús.
Por eso la unión con Cristo es, al mismo tiempo, unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo solo para mí. «Los sarmientos no tienen vida propia: viven sólo si permanecen unidos a la vid donde han brotado. Su vida se identifica con la de la vid. La misma savia circula entre la vid y los sarmientos; ambos dan el mismo fruto. Entre ellos existe, por consiguiente, un vínculo indisoluble, que simboliza muy bien el que existe entre Jesús y sus discípulos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15, 4)»[4].
Sabemos que «nuestro amor no se confunde con una postura solamente sentimental ni con la simple camaradería (...). Es convivir con el prójimo, venerar –insisto– la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo»[5]. La criatura más unida a Dios, y que mejor ha reflejado el rostro de Cristo, es la Santísima Virgen, de quien heredó la carne y la sangre. Ella puede recordarnos que también en los sarmientos está el Señor y que, como nosotros, también nuestras hermanas y hermanos en la fe están unidos a la vid verdadera.