Evangelio (Jn 10, 22-30)
Se celebraba por aquel tiempo en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Paseaba Jesús por el Templo, en el pórtico de Salomón. Entonces le rodearon los judíos y comenzaron a decirle: —¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.
Les respondió Jesús: —Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.
PARA TU RATO DE ORACIÓN
CON CIERTA frecuencia, los jefes del pueblo de Israel pedían a Jesús que les mostrara una señal definitiva de que era el Mesías: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente» (Jn 10,24). A lo que el Señor respondió: «Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí» (Jn 10,25). En efecto, Jesús había realizado ya muchos milagros y prodigios que los mismos jefes del pueblo habían presenciado. Y no solo eso, sino que también había expuesto su doctrina llena de esperanza y amor. Su predicación quedaba avalada por su actuación. Por eso, en otro momento dijo: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras» (Jn 10,37-38).
Jesús obraba entonces y lo sigue haciendo ahora. Por ejemplo, lo hace y lo ha hecho de manera generosa en nuestra vida. Este es un ámbito de las acciones de Dios que necesitamos recordar frecuentemente; a veces «se pierde la memoria de las grandes cosas que el Señor ha hecho en nuestra vida, en su Iglesia, en su pueblo, y nos acostumbramos a ir nosotros con nuestras fuerzas, con nuestra autosuficiencia (...). Moisés advierte al pueblo a que, una vez llegue a la tierra que no ha conquistado, se acuerde de todo el camino que el Señor le ha hecho hacer»[1].
A veces, como aquellos jefes del pueblo de Israel, podemos tener la tentación de pedir a Jesús pruebas de su divinidad, cuando las podemos encontrar en nuestra propia vida. Como le gustaba recordar a san Josemaría, el poder de Dios no ha disminuido (cfr. Is 59,1), sigue realizando en nosotros los mismos prodigios que realizó hace más de dos mil años. Podremos recordar tantos momentos en los que Jesús ha estado presente cuidándonos o dándonos una luz inesperada para nuestro camino. Esas realidades –lo bueno que realizamos o que nos sucede– nos llenarán de alegría y serán siempre expresión de la cercanía de Cristo Resucitado en nuestra vida. «Nos vendrá bien repetir continuamente el consejo de Pablo a Timoteo, su amado discípulo: “Acuérdate de Jesucristo resucitado de entre los muertos” (2Tim 2,8). Acuérdate de Jesús; me acompañó hasta ahora y me acompañará hasta el momento en el que deba comparecer ante él glorioso»[2].
LAS OVEJAS de Cristo saben reconocer su voz y su actuación. Al confiar en él podemos tener la seguridad de su protección. «Yo les doy vida eterna –dice Jesús–; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,28-30).
Queremos estar siempre en aquellas manos del pastor. Sin embargo, no faltarán ocasiones en nuestra vida en las que pareciera que nos alejamos de su cobijo. Pueden ser momentos de gracia porque el Señor nos dará la fuerza para permanecer agarrados a él; nos descubrirá con mayor profundidad cómo es y cómo actúa. Podremos decir con san Pablo: «Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,38-39). Aquellas palabras de Jesús en las que nos asegura estar siempre en sus manos «nos comunican un sentido de absoluta seguridad y de inmensa ternura. Nuestra vida está totalmente segura en las manos de Jesús y del Padre, que son una sola cosa: un único amor, una única misericordia, reveladas de una vez y para siempre en el sacrificio de la cruz»[3].
Convencidos de estar en las manos de Dios, el modo en que encaramos nuestras actividades cotidianas cambia. De manera especial nos llenaremos de una mayor serenidad: ante nuestros defectos, ante los defectos de los demás, ante el pasado, el presente y el futuro. San Josemaría consideraba que los cristianos viven «amando a Dios y sabiendo aceptar las contrariedades como bendición venida de su mano»[4].
EN LA LECTURA del libro de los Hechos de los Apóstoles que nos propone la liturgia de hoy, se narra la llegada de los cristianos a la ciudad de Antioquía. Habían llegado ahí en una situación de contradicción, porque la persecución que se desató después de la muerte de san Esteban los hizo abandonar el lugar donde se encontraban. Sin embargo, no se desaniman, sino que hablan con espontaneidad sobre Jesús y su Evangelio a la gente que los rodea. Narra la Escritura que «la mano del Señor estaba con ellos y un gran número creyó y se convirtió al Señor» (Hch 11,21).
Las manos de Dios no solo nos protegen, sino que también nos impulsan a trabajar por él en el mundo. Todos podemos hacer algo por el Señor, por difundir su calor en nuestro ambiente, llevando ese amor que nos llena. ¡Cuánto entusiasmo nos da el sabernos colaboradores de Dios en el mundo! Se cuenta que durante uno de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, el Cristo de una iglesia alemana perdió los brazos; cuando se plantearon la restauración de la imagen, prefirieron dejar al Cristo sin esas extremidades y, en cambio, escribir una frase en el travesaño de la Cruz que recuerda a quien la lee que los brazos de Jesús en la tierra somos los cristianos. «El Señor nos ha regalado la vida, los sentidos, las potencias, gracias sin cuento: y no tenemos derecho a olvidar que somos un obrero, entre tantos, en esta hacienda, en la que Él nos ha colocado para colaborar en la tarea de llevar el alimento a los demás»[5].
El pasaje de los Hechos de los Apóstoles termina con la llegada de san Bernabé y san Pablo a Antioquía, para reafirmar en la fe a los que se habían convertido. En esa ciudad, la difusión del Evangelio crecía con fuerza. Y fue ahí mismo donde los discípulos fueron llamados por primera vez “cristianos” (cfr. Hch 11,26). Da la impresión de que ese nombre surgió fuera de la comunidad cristiana, pero que en cualquier caso fue bien recibido por nuestros primeros hermanos en la fe. ¡Con cuánto orgullo lo llevarían! Al decir que somos cristianos expresamos nuestra pertenencia al Señor y el deseo de identificarnos con él. Recordar que somos cristianos, y recordar las obras de Dios en nosotros, nos ayudará a avivar la conciencia de estar en las manos de Jesús y de ser colaboradores suyos en el mundo.