EVANGELIO San Juan 10, 1-10
En aquel tiempo, dijo Jesús:
«En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz: a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños».
Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús:
«En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon.
Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos.
El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estragos; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante».
PARA TU RATO DE ORACION
«YO SOY la puerta de las ovejas» (Jn 10,7). Jesús se designa a sí mismo como la puerta por la que tienen que pasar los pastores y el rebaño. Advierte que algunos que intentan llegar al rebaño por otros caminos, intentan escalar la cerca, pero esos no son buenos pastores. Solo pasando por Cristo, la puerta, las ovejas pueden transitar con seguridad, encontrar pastos, vida en abundancia. Jesús está en el centro de nuestra fe, es el principio y el fin de la creación, el alfa y el omega, como proclama el sacerdote cuando enciende el cirio durante la Vigilia pascual. «Enciende tu fe –decía san Josemaría–. No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: “Jesus Christus heri et hodie: ipse et in sæcula!” –dice San Pablo– ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!»[1].
¡Con qué fuerza se quedó impresa la figura de Jesús en aquellos que entraban en contacto con él! San Pedro y san Juan, después de la curación del cojo de nacimiento y la advertencia del Sanedrín para que no hablasen más de Cristo resucitado, simplemente responden: «Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20). San Pablo, que se encontró a Jesús camino de Damasco, lo consideraba su propia vida (cfr. Fil 1,21) y su gran afán era predicar «a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,24).
Al considerar la imagen de Cristo como puerta, podemos pensar si verdaderamente queremos pasar todo lo que nos sucede a través de él. En nuestra relación con Jesús, puede suceder que haya «una dimensión de la experiencia cristiana que quizá dejamos un poco en la sombra: la dimensión espiritual y afectiva. El sentirnos unidos por un vínculo especial al Señor como las ovejas a su pastor. A veces racionalizamos demasiado la fe y corremos el riesgo de perder la percepción del timbre de esa voz, de la voz de Jesús buen pastor, que estimula y fascina. Como sucedió a los dos discípulos de Emaús, que ardía su corazón mientras el Resucitado hablaba a lo largo del camino. Es la maravillosa experiencia de sentirse amados por Jesús (...). Para él no somos nunca extraños»[2].
DURANTE LOS años de su predicación en la tierra, el Señor fue dando luz a una multitud de personas. La Sagrada Escritura nos dice que la gente que se acercaba a él quedaba admirada por su modo de predicar, muy distinto a lo que estaban acostumbrados a escuchar (cfr. Mc 1,22). Sus palabras de una profunda y nueva esperanza –una esperanza que no termina aquí en la tierra– hacían que las multitudes se reunieran en torno a él como las ovejas que desean escuchar la voz de su pastor. Cristo «llama a sus propias ovejas por su nombre» (Jn 10,3), habla al corazón de cada persona. Esto implica que detrás de su voz podemos encontrar siempre una llamada personal del Señor. No son ideas con poca trascendencia en nuestra vida diaria: la fe es auténtica cuando se hace propia, cuando descubrimos que orienta nuestros deseos más profundos e ilumina realmente las circunstancias en que vivimos, nuestras relaciones familiares, profesionales, sociales... Entonces nos movemos con libertad, como las ovejas que entran y salen del redil, encontrando la seguridad que les dan los pastos (cfr. Jn 10,9).
Al sacar a las ovejas del redil, el pastor «va delante de ellas y las ovejas le siguen porque conocen su voz» (Jn 10,4). Para conocer con mayor claridad la voz de Cristo necesitamos profundizar siempre más en los contenidos de la fe. San Pablo compara la fe a un escudo que nos sirve para «apagar los dardos encendidos del Maligno» (Ef 6,16). Estas convicciones, al asumirlas en nuestra propia vida con la gracia de Dios, nos sostienen, pero sobre todo nos impulsan a llevar paz a los ambientes en los que nos movemos. Así, por ejemplo, quien ha asimilado la verdad de ser hijo de Dios sabrá hacer frente con serenidad a las dificultades de cada día, sabrá tratar mejor a los demás porque son sus hermanos, sabrá pensar en este mundo nuestro como el hogar que nos ha regalado Dios Padre.
La experiencia de encontrarnos con Cristo nos transforma. No nos lleva solamente a creer en algo, sino a ser alguien nuevo, a ser Cristo para los demás. San Josemaría señalaba que «ser santo, ser feliz en la tierra y conseguir la felicidad eterna –que en eso consiste la santidad–, es ser Cristo»[3].
LAS OVEJAS del redil de Cristo reconocen su voz y rechazan la de los extraños (cfr. Jn 10,5.8). Creer en Jesús es también entrar a formar parte de la gran comunidad de hombres y mujeres de una gran variedad de condiciones y procedencias que configuran la Iglesia. Así lo expresa el apóstol san Juan: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3).
Al profundizar en nuestra fe, surge el deseo de hacerlo por medio de las enseñanzas del Magisterio. Se trata de la puerta para apreciar la herencia que nos ha dejado el Señor, el tesoro familiar que se transmite de generación en generación, aquella voz del pastor que no cesa con el paso del tiempo. «Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de fe»[4].
Muchas veces, hemos recibido esta fe en el seno de nuestros hogares, como sucedió a Timoteo, a quien san Pablo podía decir: «Me viene a la memoria tu fe sincera, que arraigó primero en tu abuela Loide y en tu madre Eunice, y estoy seguro de que también en ti» (1 Tim 1,5). Muchas veces «son las mamás, las abuelas, quienes realizan la transmisión de la fe»[5]; al ser un encuentro que transforma a las personas, la transmisión de la vida junto a Jesús encuentra un canal privilegiado en la amistad familiar o social, ya que es amor gratuito que se expande.
Podemos pedir a Jesús, el pastor, la puerta del rebaño, escuchar su voz, ese susurro que nos quiere llevar a la felicidad, aquí y en el cielo.