Evangelio (Mt 7, 21-29)
«No todo el que me dice "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.
Aquel día muchos dirán: "Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?".
Entonces yo les declararé: "Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad".
El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca.
El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande».
Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como sus escribas.
PARA TU RATO DE ORACION
EN UNA OCASIÓN, Cristo se dirigió así a la multitud: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21). Es posible que Jesús percibiera en algunos de los oyentes unos deseos de conversión formulados en palabras que, sin embargo, no llegaban a traducirse en obras. Quizá había muchas resoluciones espontáneas de hacer el bien pero que carecían de profundidad y constancia. Tal vez eran personas que reconocían la autoridad del Maestro, pero no confiaban en que sus propuestas garantizaran una vida plena y feliz.
Por eso Jesús sintió la necesidad de compartir con los hombres un aspecto esencial del camino que él anunciaba. La vida cristiana no se agota en una formulación teórica, sino que es una realidad que transforma por completo e implica una toma de posición que se traduce en obras. «Tener fe no es tener un conocimiento: tener fe es recibir el mensaje de Dios que nos trajo Jesucristo, vivirlo y llevarlo adelante»[1]. La propuesta del Señor interpela a toda la persona, es una llamada que resuena en los resortes de la inteligencia, de la voluntad y del corazón.
Las acciones que hacemos revelan el grado de interés que suscita en nosotros un determinado objetivo. Del mismo modo que si uno quiere estar en buena forma física se propone un plan de ejercicio y de alimentación, seguir al Señor significa tomar elecciones concretas. Y esto implica tanto alejarse de todo aquello que nos pueda separar de Dios como fomentar las prácticas que refuercen nuestra relación con él: la oración, los sacramentos, la formación cristiana… Esta es la coherencia que refleja de modo auténtico nuestra fe. En palabras de san Josemaría, ojalá «brote de nuestros labios el afán sincero de corresponder, con deseo eficaz, a las invitaciones de nuestro Creador, procurando seguir sus designios con una fe inquebrantable, con el convencimiento de que él no puede fallar. Amada de este modo la Voluntad divina, entenderemos que el valor de la fe no está solo en la claridad con que se expone, sino en la resolución para defenderla con las obras: y actuaremos en consecuencia»[2].
CUANDO la fe se traduce en preferencias concretas, la vida cristiana adquiere una mayor hondura. De este modo, el Espíritu Santo construye en nosotros una identidad duradera sobre la base firme de unas convicciones hechas vida, como una casa construida con sólidos cimientos. Precisamente el Señor, en el Evangelio, compara los destinos de dos viviendas: una asentada sobre arena y otra sobre piedra. La primera apenas puede resistir el aluvión; la segunda, en cambio, goza de una estructura que le permite aguantar la embestida de las aguas.
En la relación con Dios también experimentamos la fuerza de las contrariedades y la debilidad de nuestra naturaleza. A veces queremos hacer una cosa, pero acabamos realizando la contraria. Y esto nos puede provocar desánimo y cansancio. Admitir la existencia de estas dificultades no es pesimismo, sino sano realismo. «El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios»[3].
Puede darse que, en ocasiones, sintamos con especial intensidad la alegría de permanecer junto al Señor; en otras, sin embargo, notamos como si se hubiera alejado y, por tanto, aquello que antes nos llenaba ahora nos resulta indiferente o costoso. Quizá entonces el corazón nos presenta otros caminos que prometen la felicidad que tanto anhelamos. En esos momentos el Espíritu Santo no está ausente de nuestra vida. Podemos recurrir a él para que, precisamente en esa circunstancia, cimentemos la casa sobre roca, que es su presencia en nuestra alma. Muchas veces los sentimientos soplan en la misma dirección a la que se encamina el deseo de Dios, pero otras nos hallamos caminando hacia una meta que juzgamos buena sin la ayuda de ese viento favorable o, incluso, a «contrapelo»[4]. Si la propia vida está asentada en convicciones firmes, en ideales nobles que pueden expresarse en cualquier situación, la casa no se verá arrastrada por la fuerza del agua, siempre imprevisible e incontrolable; es más, se verá ese momento como oportunidad para reforzar los propios ideales y madurar el amor que hemos elegido, pues el Paráclito habita dentro de nosotros. De este modo, cuando pase la lluvia y vuelva el sol, veremos que valía la pena construir la casa sobre la sólida roca.
CUANDO arrecia una tormenta tenemos la necesidad de buscar refugio. Al advertir nuestra fragilidad y notar que los sentimientos no nos acompañan, la oración nos puede brindar un cobijo seguro. De todos modos, la oración no es algo a lo que acudir solamente en situaciones extraordinarias. Jesús transmitió a los apóstoles la importancia de rezar en todo momento y no desfallecer (cfr. Lc 18,1). A poco que lo pensemos, desde un punto de vista objetivo, no hay situaciones que exijan más o menos oración, porque la oración para nosotros es siempre y en todo momento una gozosa necesidad. Con ella nos damos cuenta de hasta qué punto el Espíritu Santo nos acompaña y guía nuestra vida amorosamente.
Sin embargo, es evidente que, desde el punto de vista de nuestra experiencia, hay situaciones que pueden alejarnos más de la oración cuando paradójicamente esta es más necesaria que nunca. Así lo dice Jesús a los apóstoles en Getsemaní: «Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). Cuando la tentación se manifiesta con más fuerza, cuando los sentimientos desaparecen, cuando nuestra fe parece debilitarse… la oración es más poderosa que nunca, a pesar de que nos parezca lo contrario. No rezar porque creemos estar lejos, o porque no sentimos nada, o porque nuestra fe flaquea, es un argumento solo aparentemente lógico: es precisamente en esas circunstancias donde mayor necesidad tenemos de refugiarnos en la oración y de recomenzar desde allí, para descubrir hacia dónde nos lleva el Espíritu Santo. «Cuando te parezca que el Señor te abandona –escribe san Josemaría–, no te entristezcas: ¡búscale con más empeño! Él, el Amor, no te deja solo. –Persuádete de que “te deja solo” por Amor, para que veas con claridad en tu vida lo que es suyo y lo que es tuyo»[5].
Cuando la tormenta empeora y los fundamentos de la casa parecen ceder, tenemos al alcance el grito del salmista: «Que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios, Salvador nuestro, por el honor de tu nombre» (Salmo 79,8-9). Si a veces nos faltan palabras en nuestra oración, podemos adentrarnos en los Salmos y hallar en ellos una falsilla para nuestra plegaria: «En los salmos, el creyente encuentra una respuesta. Él sabe que, incluso si todas las puertas humanas estuvieran cerradas, la puerta de Dios está abierta. Si incluso todo el mundo hubiera emitido un veredicto de condena, en Dios hay salvación. “El Señor escucha”: a veces en la oración basta saber esto»[6]. En esos momentos también podemos acudir a la Virgen María. Ella se encargará de presentar nuestras súplicas a su Hijo y nos ayudará a vivir las tormentas con paz y serenidad.