Evangelio (Lc 5, 1-11)
Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces, subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca.
Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón:
—Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.
Simón le contestó:
—Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes.
Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían. Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:
—Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.
Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a Simón:
—No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás.
Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.
PARA TU RATO DE ORACION
CONMEMORAMOS, UN AÑO MÁS, el nacimiento de san Josemaría al cielo, aquel 26 de junio de 1975. Allí está ahora, en nuestra patria definitiva, glorificando a Dios junto a todos los santos y santas de la Iglesia, junto a todas las personas que su predicación y su labor de fundador han ayudado a vivir junto a Dios. En varias ocasiones señaló precisamente que su gran ilusión era, escondido en algún rincón del cielo, ver a toda la gente de la que, por querer divino, ha sido padre en el Opus Dei y a quienes se han acercado al calor de esta familia. En la ceremonia de beatificación de san Josemaría, sucedida en Roma el año 1992, señaló san Juan Pablo II: «La actualidad y trascendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes»1. Sin duda, el mensaje espiritual de san Josemaría tiene muchos aspectos, pero existe una luz recibida de Dios que orienta a los demás: recordar la llamada universal a la santidad y al apostolado en medio del mundo; recordar que todos estamos llamados a ser felices junto a Dios, en medio de todas las cosas que hacemos.
«Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca»2. Quizás tenemos el día lleno de problemas por resolver, en medio de un trabajo que nos cuesta esfuerzo, viviendo una rutina que tal vez se nos empieza a hacer monótona, o experimentamos alguna relación que atraviesa momentos de dificultad. Y puede suceder que tengamos la tentación de pensar que lo mejor sería que todo aquello pasase rápido para, quizás después, en un momento aparte, disfrutar de nuestra relación con Dios. Sin embargo, vienen en nuestra ayuda las palabras de san Pablo: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8,14). El mensaje de san Josemaría nos invita a dejarnos llevar por el Espíritu de Dios en medio de las cosas ordinarias. Dios no se ha olvidado de nosotros en todos aquellos momentos: nos espera allí, con su amor de Padre, para hacerlo todo a nuestro lado. «¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!»3.
Se comprende la predilección que guardaba san Josemaría hacia los años de vida oculta de Cristo o hacia la vida de los primeros cristianos. En el primer caso tenemos al mismo Dios llevando una vida normal, en tantas cosas similar a la nuestra, en medio de las fatigas y de las alegrías cotidianas. En el segundo caso tenemos a personas corrientes, de todas las profesiones o situaciones imaginables que, aparentemente sin que cambie nada externo, han dejado entrar la luz de Dios en su vida para, al mismo tiempo, iluminar la de quienes tienen alrededor. Y todo esto impulsado sacramentalmente por el Bautismo que hemos recibido los cristianos: «Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23)»4.
«¡QUÉ CAPACIDAD tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! –observaba san Josemaría–. (…) Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios. La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo»5.
San Juan Pablo II, en la beatificación de san Josemaría, a quien hoy celebramos, señalaba que «el creyente, en virtud del bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a entablar con el Señor una relación ininterrumpida y vital»6. El fundador del Opus Dei tenía la clara convicción de que la santidad en medio del mundo solamente es posible si se la construye sobre la fuerte roca de una vida de oración de hijo de Dios. La conversación de un hijo con su Padre se adapta a cualquier circunstancia, respira un ambiente de libertad, está llena de la confianza de quien se sabe siempre comprendido. La vida de oración a la que nos impulsa san Josemaría es profunda hasta el punto en que, aun sabiéndonos en medio del mundo, no dudaba en compararla con las cimas espirituales más altas alcanzadas por los místicos. La oración, aquella relación «ininterrumpida y vital», es «cimiento de la vida espiritual»7.
«Hagamos, por tanto, una oración de hijos y una oración continua. Oro coram te, hodie, nocte et die (2 Esdr 1,6): oro delante de ti noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración? Lo dijo el Señor: Oportet semper orare, et non deficere (Lc 18,1); hemos de orar siempre, siempre. Hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior (…). Cuando andamos por medio de las calles y de las plazas, debemos estar orando constantemente. Este es el espíritu de la Obra».8
EL DÍA 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro, fue canonizado san Josemaría. Durante la homilía, el Papa san Juan Pablo II señaló: «Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el santo fundador os indica, queridos hermanos y hermanas que hoy os alegráis por su elevación a la gloria de los altares (…). Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu»9.
En varias ocasiones, san Josemaría se refirió al Opus Dei como una «inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad»10. Lo decía en referencia a que las personas del Opus Dei, o quienes acuden a sus actividades formativas, no se acercan al mundo como algo extraño a él, como algo de cierta manera distinto o ajeno, sino que quienes han sido vivificados por el espíritu de la Obra son del mundo. Esto quizás trae a nuestra mente la imagen evangélica de la masa y la levadura (cfr. Mt 13,33): Jesús mismo explicó que los cristianos son como los demás, personas corrientes, difícilmente diferenciables por cosas externas, y que solo así fermentan todo desde dentro. Y para esto tampoco hay estrategias extraordinarias: allí donde un cristiano quiere, de la mano de Dios, ser un buen amigo de quienes les rodean, se dará inevitablemente la evangelización, porque compartirá naturalmente lo que alegra su corazón. Es lo que san Josemaría llamaba «apostolado de amistad y confidencia»11.
«En la primera lectura se dice que Dios colocó al hombre en el mundo “para que lo trabajara y lo custodiara” (Gn 2,15). Y en el salmo que cantamos –y que san Josemaría rezaba todas las semanas– se nos dice que, a través de Cristo, tenemos como herencia todas las naciones y que poseemos como propia toda la tierra (cfr. Sal 2,8). La Sagrada Escritura nos lo dice claramente: este mundo es nuestro, es nuestro hogar, es nuestra tarea, es nuestra patria. Por eso, al sabernos hijos de Dios, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa territorio desconocido. El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios»12.
San Josemaría dijo que, si alguien le quería imitar en algo, lo hiciera en el amor que tenía a santa María. A nuestra Madre podemos pedirle una vida contemplativa, vivida en medio del mundo, para compartir con tantas personas la alegría de vivir junto a Dios.