"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de julio de 2024

FIDELIDAD



Evangelio (Mt 13,44-46)


El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.


Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.




PARA TU RATO DE ORACION 



LA MAYORÍA de las personas sabe reconocer un trabajo bien hecho, especialmente si está relacionado con su ámbito de interés. Un cocinero, un arquitecto o un escritor pueden apreciar con mayor profundidad las virtudes de un plato de comida, de un edificio o de una novela, respectivamente. Jesús se sirvió de esta experiencia para explicar el Reino de Dios. Un comerciante de perlas, por su oficio, sabe detectar casi al instante si una joya es auténtica o no. Si da con una que tiene un gran valor, podemos imaginar el deseo que nacerá en él de hacer lo necesario para conseguirla. Aunque a ojos de los demás pueda parecer idéntica a las otras, no es así: el comerciante sabe reconocer lo que hace única a esa joya.


«Dios elige y llama a todos»[1]. Además de la vocación a la vida, y de nuestra vocación bautismal, el Señor da también a todos los hombres una vocación única y particular, una perla que cada uno puede descubrir. El corazón humano, como el del comerciante, permanece a la búsqueda de aquello que le puede satisfacer plenamente. Y es precisamente la respuesta fiel a las llamadas de Dios lo único que puede dar cumplimiento a esos anhelos. El resto de joyas –el éxito, la comodidad, el placer, el dinero– solo pueden conseguir una felicidad relativa, superficial, más relacionada con el bienestar que con una vida plena junto a Cristo.


«¡Nos creaste, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti!»[2], señalaba san Agustín. Cuando el comerciante descubrió esa gran perla, es fácil suponer que no descansaría en paz hasta que hubiera podido vender todo lo que tenía. Podría parecer una temeridad empeñar todo su patrimonio para conseguirla, pero, en realidad, sabía que no quedaría defraudado. No quiso conformarse con el atractivo de pequeños diamantes porque había dado con la perla que daba aún más sentido a su propia vida.


TODA VOCACIÓN despierta con un descubrimiento sencillo pero cargado de consecuencias: la convicción de que la verdad de nuestra vida no consiste en vivir solo para nosotros mismos, sino también para los demás. Uno se da cuenta de que en su vida ha recibido mucho amor y que está llamado a eso mismo: a dar amor. Además, también advertimos que hemos recibido muchos dones de Dios para ponerlos a disposición de los demás. Y para muchos, ese camino para dar amor se encuentra en el matrimonio, que es algo bien distinto de una forma de gratificación o una costumbre social: es un don divino. «El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano»[3].


Dios llama a los esposos a ayudarse, a cuidarse, a vivir por el otro: ahí radica el secreto de su realización personal. Vivir significa, en toda la profundidad del término, dar vida. Así vivió Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Así vivieron también José y María, con el amor más sencillo, delicado y feliz que habrá existido sobre la tierra, cuidando el uno del otro, y cuidando sobre todo de la Vida hecha carne.


A nadie escapa que este camino presenta contrariedades: incomprensiones, faltas de comunicación, dificultades materiales, problemas con los hijos… «Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban»[4]. El día en que un hombre y una mujer se casan, responden «sí» a la pregunta acerca de su amor recíproco. Sin embargo, la verdadera respuesta llega con la vida: la respuesta se debe encarnar, se debe hacer a fuego lento en el «para siempre» de ese sí mutuo. Y ese sí de la vida entera, conquistado una y otra vez, se va volviendo cada vez más profundo y auténtico.


SAN JOSÉ encontró la perla en María y en Jesús. Desde que Dios le pidió que los custodiara, dedicó todos sus pensamientos y sus fuerzas a esa misión. Puso en juego su inteligencia y su iniciativa, pero también supo abandonarse confiadamente a la voluntad de Dios, pues el modo en que se iban cumpliendo los designios divinos no siempre coincidía con sus planes humanos. Como en la vida del santo patriarca, también en la nuestra a veces hay eventos «cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge (...). La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Solo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo»[5].


Acoger lo inesperado, aceptarlo de corazón, exigió a san José renovar repetidas veces su fidelidad: fiarse de nuevo de Dios en las cambiadas circunstancias, prescindir otra vez de las seguridades humanas que había logrado, volver a ponerse al servicio del Señor tras haberse modificado la situación. De este modo actualizaba su sí a la llamada original de Dios: no era algo fruto de la inercia, sino que continuamente se renovaba ante lo que el Señor le iba pidiendo. Su fidelidad no fue una simple repetición de actos, sino que fue creativa, abierta a los nuevos desafíos que se presentaban. San José nos puede ayudar a confiar en la perla que nos ofrece Dios y que nos lleva, como él lo hizo, a poner a Cristo y a María en el centro de nuestro corazón.