Evangelio (Mt 13,44-46)
El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.
Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.
PARA TU RATO DE ORACION
ALGUNOS APÓSTOLES eran pescadores del mar de Galilea. Al convivir con ellos, Jesús se familiarizó con las faenas de su oficio; o bien las conocía de antes por desplazamientos a otras poblaciones costeras. Sea de un modo o de otro, muchos de los que acudían a escuchar su predicación vivían en los pueblos situados en los alrededores del lago. Por eso, no es extraño que el Maestro ilustre sus enseñanzas con ejemplos de barcas, redes y peces: «El Reino de los Cielos es como una red barredera que se echa en el mar y recoge toda clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, y lo malo tirarlo fuera» (Mt 13, 47-48).
Jesús compara su Reino con una red que recoge peces de todo tipo. Los apóstoles sabían bien que en el lago había muchas especies, pero no todas tenían la misma calidad. Cuando echaban la red barredera, no se detenían a clasificar lo que iban capturando: ya lo harían después, en la orilla, cuando llegue la hora de la selección. Entonces dejarán las redes en la arena y comenzarán la división: los aprovechables se recogerán en cestas, y los malos se tirarán fuera.
La red barredera es, en cierto sentido, una imagen de la Iglesia, que tiene gran parte en traer el Reino de Dios a la tierra. También en la Iglesia coexisten todo tipo de peces, y así sucederá hasta el final de los tiempos. Nosotros mismos luchamos para, a través del camino de la humildad, no ser esa parte que se tira fuera. La Iglesia es «un pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias: esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia –señalaba san Josemaría–. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos: todos somos polvo y ceniza»[1]. Al mismo tiempo, sabemos que estas debilidades no conforman el panorama definitivo del pueblo de Dios. Por su gracia, siempre podemos percibir signos de santidad en las personas que nos rodean y en quienes nos apoyamos; ellas nos muestran «el rostro más bello de la Iglesia»[2].
LA IGLESIA es santa porque su fundador, Cristo, es santo. «Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios»[3]. Sus hijos la amamos porque en ella está Jesús y en ella encontramos los medios de santificación, la doctrina y los sacramentos.
Los cristianos también estamos llamados a esa santidad. En efecto, no se trata de llevar una existencia perfecta, sin defectos; de hecho la Iglesia es santa aunque en su seno se encuentren personas con debilidades. Por eso lo decisivo en la santidad no es tanto la ausencia de errores –algo imposible, por otra parte–, sino el deseo vivo de permanecer en unión con Cristo, que sea él quien tome las riendas de nuestra vida del mismo modo en que él guía a la Iglesia.
«La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya»[4]. Cada santo refleja el rostro de Jesús. De ahí que, en el fondo, la santidad sea «vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús»[5]. Contemplar estos misterios nos ayudará a manifestarlos en el día a día, adecuados perfectamente a nuestro temperamento y a nuestra manera de ser, purificándolos. Con la lectura frecuente del Evangelio podemos empaparnos de ese modo de ser de Cristo y forjar en nosotros su imagen para reflejarla en el mundo.
EN LA IGLESIA conviven la belleza de la santidad, con la fealdad del pecado; la grandeza de corazones generosos, con la mezquindad de otros; la fortaleza que llega hasta el heroísmo, con la debilidad que puede acabar en traición. Por eso, nuestra Madre es santa y, a la vez, en sus fieles, siempre necesitada de purificación y conversión. En cualquier caso, además de empeñarnos humildemente en nuestra propia santidad, «cuando el Señor permita que la flaqueza humana aparezca, nuestra reacción ha de ser la misma que si viéramos a nuestra madre enferma o tratada con desafecto: amarla más, darle más manifestaciones externas e interiores de cariño. Si amamos a la Iglesia no surgirá nunca en nosotros ese interés morboso de airear, como culpa de la Madre, las miserias de algunos de los hijos»[6].
En numerosas ocasiones, Jesucristo predicó que no había venido a curar a los que estaban sanos, sino a los enfermos. Con sus palabras y sus gestos manifestaba que estaba más interesado en los pecadores que en los que se creían ya justificados. Por eso, en su día a día el Maestro no dudaba en acercarse a aquellos que, exteriormente, podían parecer que estaban lejos de Dios: les dirigía su palabra, les invitaba a vivir con él y a seguirle.
La familia que Jesús formó con sus seguidores no era una comunidad de hombres y mujeres perfectos, cerrada en sí misma. Por eso, la Iglesia está llamada a ser también una casa con las puertas abiertas para que todos los que quieran puedan entrar, sin distinción alguna, pues la misericordia de Dios «quiere que todos se salven» (1 Tm 2,4). Las puertas de nuestro corazón estarán siempre abiertas para que cualquiera pueda saciar su sed de Dios. Podemos pedir a María, Madre de la Iglesia, que sepamos reflejar en nuestra vida el rostro del santo pueblo de Dios.