"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

20 de julio de 2024

No es lo mismo santidad que perfeccionismo




 Evangelio (Mt 12,14-21)

Al salir, los fariseos se pusieron de acuerdo contra él, para ver cómo perderle.

Jesús, sabiéndolo, se alejó de allí, y le siguieron muchos y los curó a todos, y les ordenó que no le descubriesen, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías:

Aquí está mi Siervo, a quien elegí,

mi amado, en quien se complace mi alma.

Pondré mi Espíritu sobre él

y anunciará la justicia a las naciones.

No disputará ni gritará,

nadie oirá su voz en las plazas.

No quebrará la caña cascada,

ni apagará la mecha humeante,

hasta que haga triunfar la justicia.

Y en su nombre pondrán su esperanza

las naciones.


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


AL POCO de comenzar su vida pública, Jesús ensalzó a los mansos como bienaventurados (cfr. Mt 5,5). Más tarde, diría de sí mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). La mansedumbre es un rasgo que marcó el caminar terreno del Señor. Y no solo por las palabras, sino sobre todo por los hechos. Frente a los que lo rechazaban y tramaban contra él, Cristo no pretendió rebelarse ni imponer su autoridad: él supo acoger con paciencia las incomprensiones y los desprecios. Esta actitud llegó a su culmen en la cruz, porque la mansedumbre se manifiesta sobre todo «en los momentos de conflicto, se puede ver por la forma en que se reacciona a una situación hostil. Cualquiera puede parecer manso cuando todo está tranquilo, pero ¿cómo reacciona “bajo presión” si es atacado, ofendido, agredido?»[1]. San Pedro recuerda cómo Jesús respondió a esa situación hostil: «Al ser insultado, no respondía con insultos; al ser maltratado, no amenazaba, sino que ponía su causa en manos del que juzga con justicia» (1Pe 2,23).


En nuestro día a día quizá no atravesamos situaciones tan hostiles como las del Señor, pero probablemente se presenten pruebas ordinarias dolorosas. Las relaciones familiares y con los compañeros de trabajo son quizá el contexto en el que más necesitamos para vivir la mansedumbre. Esto implica a veces resistir una primera reacción lógica marcada por el enfado o la indignación para responder con serenidad y paciencia, como haría el Señor, y como nos gustaría que hicieran con nosotros. El manso sabe que es más importante respetar cristianamente a las personas que el asunto concreto que le haya podido molestar. Manifiesta así un modo de amar que puede ser heroico, pues evita causar un daño mayor para protegerse a sí mismo. En este sentido, san Josemaría proponía algunas prácticas que pueden ayudar a imitar la mansedumbre de Cristo: «Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior»[2].


EL MODO de actuar manso y humilde del Señor ya había sido predicho por Isaías, como recoge san Mateo: «No disputará ni gritará, nadie oirá su voz en las plazas. No quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha humeante» (Mt 12,19-20). El secreto del siervo doliente, que está describiendo el profeta, y que se cumplirá en Jesucristo, es que no vive en función de lo que otros piensan o dicen de él. No está atado a los aplausos o al reconocimiento humano, a los rechazos o las acogidas de su mensaje, sino que actúa pensando en la mirada paterna: «Aquí está mi Siervo, a quien elegí, mi amado, en quien se complace mi alma» (Mt 12,18). Jesús vive para agradar a su Padre. Aunque algunas de sus obras puedan haber pasado inadvertidas para sus contemporáneos, sabe que su Padre lo ha visto y se ha complacido.


La filiación divina nos permite sentirnos contemplados por Dios en los pequeños combates diarios, ocultos, tal vez no percibidos por los ojos humanos. Cuando le ofrecemos lo que nos disponemos a hacer, él «ya escucha, ya alienta. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! Porque nos invade la certeza de que él nos mira, de paso que nos pide un vencimiento nuevo: ese pequeño sacrificio, esa sonrisa ante la persona inoportuna, ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más urgente, ese cuidar los detalles de orden, con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo por darle gusto a él, a nuestro Padre Dios!»[3].


Así entendida, la vida del cristiano es una vida de enamorado. El amor hacia una persona se manifiesta a través de muchos y pequeños detalles que buscan hacer su existencia más agradable. En ocasiones, el otro los sabrá identificar y agradecer; en otras, sin embargo, quizá no los habrá detectado. En cualquier caso, aunque a veces sea natural y lógico exigir cierto reconocimiento, lo que mueve a obrar de esa manera es que la persona amada esté feliz. De la misma manera, una sana relación con Dios no está fundada en el temor al castigo o en el mero afán por cumplir una serie de reglas, sino en el deseo de agradarle en todo momento. Al mismo tiempo, él nos invita a descubrir su continuo desvelo por cada uno; de hecho, esto es lo primero que espera de nosotros: que nos dejemos amar por él.


EL DESEO de agradar a Dios puede ir acompañado de cierto miedo a entristecerlo. En parte es algo lógico, pues significa que le queremos de verdad: nadie se preocupa por decepcionar a alguien a quien no conoce. Sin embargo, este sentimiento no puede ser fundamento de una vida plena. Tal vez por eso «en las Sagradas Escrituras encontramos 365 veces la expresión “no temas”, con todas sus variaciones. Como si quisiera decir que todos los días del año el Señor nos quiere libres del temor»[4]. El prelado del Opus Dei señalaba hace unos años una de las formas que puede adquirir ese miedo. Animaba a «exponer el ideal de la vida cristiana sin confundirlo con el perfeccionismo, enseñando a convivir con la debilidad propia y la de los demás; asumir, con todas sus consecuencias, una actitud cotidiana de abandono esperanzado, basada en la filiación divina»[5]. Una persona santa teme ofender a Dios y no corresponder a su amor. El perfeccionista, en cambio, teme no estar haciendo las cosas suficientemente bien y, por eso, teme que Dios esté enfadado. No es lo mismo santidad que perfeccionismo, aunque en ocasiones se puedan confundir.


El miedo se puede presentar al contemplar que nos hemos dejado llevar, una vez más, por nuestras pasiones, que hemos vuelto a pecar, que somos débiles para cumplir los propósitos más sencillos. Nos enfadamos, y llegamos a pensar que Dios está decepcionado. Nos invade la tristeza. En esas ocasiones, conviene recordar que esta es aliada del enemigo: no nos acerca al Señor, sino que nos aleja de él. Confundimos nuestro enfado y nuestra rabieta con una supuesta decepción de Dios. Pero el origen de todo eso no es el Amor que le tenemos, sino nuestro yo herido, nuestra fragilidad no aceptada. Ante el posible temor a contristar a Jesús, podemos preguntarnos: ¿este temor me une a Dios, me hace pensar más en él?, ¿o me centra en mí: en mis expectativas, en mi lucha, en mis logros? ¿Me lleva a pedir perdón a Dios en la Confesión, y llenarme de gozo al saber que me perdona?, ¿o me conduce a la desesperanza? Cuando sintamos esa tristeza, podemos acudir a la Virgen María para recomenzar siempre con alegría, sabiendo que su Hijo se conmueve cada vez que nos levantamos de una nueva caída.