Evangelio (Mc 6, 30-34)
Reunidos los apóstoles con Jesús, le explicaron todo lo que habían hecho y enseñado.
Y les dice: —Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco.
Porque eran muchos los que iban y venían, y ni siquiera tenían tiempo para comer. Y se marcharon en la barca a un lugar apartado ellos solos.
Pero los vieron marchar, y muchos los reconocieron. Y desde todas las ciudades, salieron deprisa hacia allí por tierra y llegaron antes que ellos. Al desembarcar vio una gran multitud y se llenó de compasión por ella, porque estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles
PARA TU RATO DE ORACION
LOS APÓSTOLES acaban de volver de su misión. Han recorrido de dos en dos las aldeas vecinas predicando la conversión, expulsando demonios y curando enfermedades. Están maravillados por lo que han vivido esos días. Por eso sienten la necesidad de compartir con Jesús «todo lo que habían hecho y enseñado» (Mc 6,30). Y el Señor, después de escucharles atentamente, les dice: «Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco» (Mc 6,31). Aunque seguramente percibe la emoción y la alegría de los discípulos, Cristo se preocupa por su cansancio. «¿Y por qué hace esto? Porque quiere ponerles en guardia contra un peligro que está siempre al acecho, también para nosotros: el peligro de dejarse llevar por el frenesí del hacer, de caer en la trampa del activismo, en el que lo más importante son los resultados que obtenemos y el sentirnos protagonistas absolutos»[1].
La vida de un apóstol hoy en día también está llena de intensidad. En ocasiones quizá nos gustaría que las jornadas tuvieran más de veinticuatro horas, pues con frecuencia sentimos que no llegamos a todo lo que nos proponemos. El tiempo que dedicamos a la familia, al trabajo, a las amistades o a los compromisos sociales ocupan una parte importante de nuestros quehaceres. Por eso, tal vez la invitación de Jesús a descansar y apartarse puede verse como algo que uno querría hacer, pero que en realidad resulta imposible por tener una agenda demasiado llena. Sabemos que necesitamos detenernos, ir más allá del corto plazo, pero pensamos que eso supone un riesgo porque implicaría dejar de lado nuestras responsabilidades.
En este sentido, san Josemaría animaba a distinguir lo importante de lo urgente[2]. En ocasiones dedicamos a lo urgente una parte considerable de nuestro tiempo y de nuestras energías: lo queremos realizar todo cuanto antes y de la mejor manera. Quizá esta actitud sea necesaria para algunos asuntos, pero muchas veces nos damos cuenta de que esa urgencia se podría programar de otro modo. En cualquier caso, y ya logremos ir con más o menos respiro en la vida, sabemos que lo importante es lo que da sentido a las actividades del día a día y saber que Dios Padre nos mira con bondad y benevolencia. Los momentos de reposo, como cuando el Señor invita a descansar a los apóstoles, nos permiten redescubrir esa realidad. Saber apartarse un poco nos ayuda a conectar con lo más importante: reforzar la intimidad con Cristo y recordar que él nos acompaña en todo lo que hacemos. Los discípulos pueden realizar milagros no por sus propias capacidades, sino porque han recibido ese poder de Jesús. De ahí que cuidar la relación con él sea lo más importante que puedan llevar a cabo. «Es preciso que seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida “para adentro”»[3].
LA PRESENCIA de Jesús y los apóstoles no pasó desapercibida. A pesar de que habían marchado «en la barca a un lugar apartado ellos solos» (Mc 6,32), muchos de los habitantes de las ciudades vecinas los reconocieron y se acercaron. Cristo, al desembarcar, «vio una gran multitud y se llenó de compasión por ella, porque estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6,34). «A nadie niega Jesús su palabra –comentaba san Josemaría–, y es una palabra que sana, que consuela, que ilumina. –Para que tú y yo lo recordemos siempre, también cuando nos encontremos fatigados por el peso del trabajo o de la contradicción»[4].
El activismo dificulta reconocer las necesidades de los demás: lo que uno cree que tiene que hacer se convierte en prioritario. Y aunque esas tareas puedan ser buenas en sí mismas, a veces impiden que prestemos atención a lo que las otras personas quieren de verdad. Por ejemplo, un padre o madre de familia puede dedicar más tiempo de lo previsto al trabajo para que los hijos tengan una vida holgada. Sin embargo, quizá lo que realmente necesitan no es tanto disponer de más capacidad económica: simplemente desean que sus padres pasen más tiempo en casa y disfrutar de su compañía.
Jesús, después de haber pasado un tiempo de descanso con sus discípulos en la barca, mostró una mirada atenta a las auténticas preocupaciones de aquella gente. «Solo el corazón que no se deja secuestrar por la prisa es capaz de conmoverse, es decir, de no dejarse llevar por sí mismo y por las cosas que tiene que hacer, y de darse cuenta de los demás, de sus heridas, de sus necesidades. La compasión nace de la contemplación. Si aprendemos a descansar de verdad, nos hacemos capaces de compasión verdadera; si cultivamos una mirada contemplativa, llevaremos adelante nuestras actividades sin la actitud rapaz de quien quiere poseer y consumir todo; si nos mantenemos en contacto con el Señor y no anestesiamos la parte más profunda de nuestro ser, las cosas que hemos de hacer no tendrán el poder de dejarnos sin aliento y devorarnos»[5
CRISTO reconoció el hambre de plenitud de aquellas gentes. Más tarde saciaría también su hambre física multiplicando los panes y los peces, pero antes quiso nutrir el alma de los allí presentes. «Esto significa que Dios quiere para nosotros la vida, quiere guiarnos a buenos pastos, donde podamos alimentarnos y reposar; no quiere que nos perdamos y que muramos, sino que lleguemos a la meta de nuestro camino, que es precisamente la plenitud de la vida. Es lo que desea cada padre y cada madre para sus propios hijos: el bien, la felicidad, la realización»[6].
Muchas personas de nuestro alrededor esperan que se les dé a conocer a Jesús. Lo expresarán de un modo u otro, habitualmente como una sed de felicidad que –por experiencia propia– sabemos que solo el Señor puede saciar. Por eso san Josemaría definía el apostolado cristiano como «una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina»[7].
Uno de los mejores alimentos que podemos compartir con los demás es transmitir la alegría de vivir junto al Señor. No hay nada que tenga más fuerza como el propio testimonio. «Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a tener una mirada como la de su Hijo, siempre atenta a saciar el hambre de Dios de las personas que nos rodean.