"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

24 de julio de 2024

Sabernos elegidos por Dios



 Evangelio (Mt 13, 1-9)


Aquel día salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del mar. Se reunió en torno a él una multitud tan grande, que tuvo que subir a sentarse en una barca, mientras toda la multitud permanecía en la playa. Y se puso a hablarles muchas cosas con parábolas: -Salió el sembrador a sembrar. Y al echar la semilla, parte cayó junto al camino y vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la ahogaron. Otra, en cambio, cayó en buena tierra y comenzó a dar fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El que tenga oídos, que oiga.


PARA TU RATO DE ORACION 


LOS RELATOS vocacionales de la Sagrada Escritura poseen muchos elementos en común. Uno de ellos es la desigualdad entre las cualidades humanas de la persona que es llamada y la misión que Dios le encomienda. A simple vista, no parece que se trate de una elección adecuada. Pero el Señor no se fija tanto en las apariencias como en una faceta que suele pasar desapercibida: la sencillez de corazón. Esto es lo que hace que la tierra sobre la que caiga la semilla divina sea buena y produzca fruto (cfr. Mt 13,9): sabe que su crecimiento no depende tanto de lo que él haga, sino de colaborar dejando hacer a Dios. «Te reconoces miserable –escribe san Josemaría–. Y lo eres. –A pesar de todo –más aún: por eso– te buscó Dios. –Siempre emplea instrumentos desproporcionados: para que se vea que la “obra” es suya. –A ti solo te pide docilidad»[1].


Por otro lado, «el soberbio es aquel que cree ser mucho más de lo que es en realidad; aquel que se estremece por ser reconocido como superior a los demás, siempre quiere ver reconocidos sus propios méritos y desprecia a los demás considerándolos inferiores»[2]. En los Evangelios vemos que Jesús, cuando se encuentra con personas demasiado seguras de sí mismas, «las medica con el remedio de la humildad. Esto nos enseña que la salvación no está en nuestras propias manos, sino que es un don gratuito que Dios nos quiere regalar»[3].


En el trato con quienes nos rodean podemos desarrollar una serie de actitudes que nos podrán ayudar a cultivar un corazón sencillo: reaccionar con serenidad y agradecimiento cuando nos corrigen, fijarnos en los aspectos positivos de los demás, tomarse con sentido del humor los errores propios y ajenos, reconocer los dones que el Señor nos ha dado… De este modo, nuestra vida será esa buena tierra que hará crecer la semilla divina, porque «Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da la gracia» (St 4,6).


A VECES sucede que quien es llamado por Dios experimenta la incomprensión de los demás. Moisés tuvo que soportar las críticas y murmuraciones de su propio pueblo cuando pasaron dificultades en el desierto. Jeremías sufrió el desprecio cuando sus llamadas a la conversión fueron ignoradas. Anunciar la presencia de Dios hoy en día también puede resultar una tarea costosa. Sin embargo, el cristiano sabe que no está solo. No está difundiendo una ideología o vendiendo un producto, sino proclamando una Palabra que le supera y le trasciende, que trae esperanza y paz, y que responde a los anhelos más profundos de la persona humana.


La voz del cristiano se escucha especialmente, más que con palabras sonoras, a través del testimonio de su vida. La semilla que hemos recibido con el Bautismo va dando fruto cada día con discreción y naturalidad a través de la amistad y del cuidado de los demás. «Si miramos a nuestro alrededor, a este mundo que amamos porque es hechura divina, advertiremos que se verifica la parábola: la palabra de Jesucristo es fecunda, suscita en muchas almas afanes de entrega y de fidelidad. La vida y el comportamiento de los que sirven a Dios han cambiado la historia, e incluso muchos de los que no conocen al Señor se mueven –sin saberlo quizá– por ideales nacidos del cristianismo»[4].


Sabernos elegidos por Dios y contemplar el bien que podemos sembrar a nuestro alrededor nos ayudará a dar sentido a las dificultades que se puedan presentar en nuestro camino. «La tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre horizontes espirituales, nos hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales limitados. Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a los demás. Solo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad»[5]. En cambio, Dios premia la generosidad «con una humildad llena de alegría»[6].


«EL CRISTIANO se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía»[7]. A través de los sacramentos somos constituidos en lo que es Jesús: Sacerdote, Rey y Profeta[8]. Todos, fieles laicos y pastores, cada uno a su manera, participamos en la misión de la Iglesia, que es expresión verdadera del triple oficio que Cristo desempeña en favor de su pueblo[9].


Por un lado, el sacerdocio común nos consagra y nos da la capacidad de llevar a Dios todas las cosas, ofreciéndole el sacrificio de nuestra propia existencia. Como escribe san Pablo: «Tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Co 10,31). Cualquiera de nuestras acciones, desde las que consideramos más insignificantes hasta las más importantes, pueden ser ofrecidas al Señor. Por otro lado, también podemos participar en la función real de Cristo, que siendo Señor del universo se hizo servidor de todos[10]. Para el cristiano, «servir a Cristo es reinar»[11]. Ser rey no consiste en mandar para que otros obedezcan. Reinar con Cristo es servir por amor, reinar es ponerse de rodillas y lavar los pies de los demás, como hizo Jesús con los apóstoles.


El fiel cristiano participa, finalmente, también del carácter profético de Cristo. Es profeta sobre todo cuando profundiza en la comprensión de la fe y se hace testigo de Jesús en medio de este mundo[12]. El profeta no es el que anuncia cosas futuras, sino aquella persona que habla en nombre de Dios, que ayuda a los demás a interpretar la propia historia y las circunstancias más comunes desde los ojos divinos. Por nuestro Bautismo todos somos en este sentido profetas del Señor, llamados a anunciar a nuestros familiares, amigos y conocidos la belleza de su amor y de su misericordia. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a ser fieles a la misión que Dios nos ha dado, sabiendo que de nuestro sí «dependen muchas cosas grandes»[13].