Evangelio (Mt 10, 1-7)
Habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio potestad para expulsar a los espíritus impuros y para curar todas las enfermedades y dolencias. Los nombres de los Doce Apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el de Alfeo, y Tadeo; Simón Cananeo y Judas Iscariote, el que le entregó.
A estos doce los envió Jesús, después de darles estas instrucciones:
—No vayáis a tierra de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; sino id primero a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id y predicad: «El Reino de los Cielos está cerca».
PARA TU RATO DE ORACION
ENTRE los doce apóstoles elegidos por Jesús encontramos personas con todo tipo de historias. Cada uno tenía su pasado, su entorno particular y su propia manera de ser. Algunos eran más impulsivos o entusiastas; otros, en cambio, eran más introvertidos o reflexivos. Unos provenían de entornos que interpretaban la Ley de un modo más estricto, mientras otros quizá no la conocían con mucha profundidad antes de encontrarse con Jesús. En cualquier caso, todos recibieron la misma misión: anunciar la llegada del Reino de Dios. Y para ello, el Señor les dio potestad para expulsar demonios y curar enfermedades (cfr. Mt 10,1-7) y les fue formando progresivamente.
La mayoría de los apóstoles no tenían una especial preparación intelectual para llevar a cabo esta misión. Por lo general, los evangelios nos muestran que eran hombres sencillos. A veces no entendían los ejemplos y las parábolas más simples que ponía el Señor; otras veces se enzarzaban en discusiones superficiales. No obstante, tenían clara una cosa: habían sido elegidos por Cristo. Ser apóstol no es cuestión de tener unas condiciones excepcionales, sino de acoger la llamada de Jesús, de abrirse a su don y contribuir a hacerlo fructificar en la propia vida.
Los Doce habían encontrado a Jesucristo y habían descubierto un tesoro por el que valía la pena dar la vida entera. Por eso, sentían la necesidad de extender ese fuego a todos sus contemporáneos. «El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión»[1]. Y esto sucede porque tienen una característica natural que atrae al ser humano de cualquier época: la santidad se expande por atracción. Conscientes de la belleza del don recibido, podemos exclamar con el salmista: «¡Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad!» (cfr. Sal 40,8-9).
SAN JOSEMARÍA, a la hora de considerar la misión de un apóstol, solía destacar la importancia de no perder de vista el sentido final por el que trabaja: «No olvidéis, hijos míos, que no somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena. Esto es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo»[2]. Esa seguridad de que se trabaja por algo mucho más grande de lo que podemos percibir a simple vista ilumina las posibles dificultades que podemos encontrar. Dios no va a mandar nunca algo que no redunde en nuestro bien; algo que, aunque pueda estar compuesto por luces y sombras a lo largo del camino, no redunde al final en nuestra felicidad.
Cualquier proyecto humano grande está compuesto de pequeñas tareas que, en muchas ocasiones, conllevan sacrificios. Ante una dificultad, podemos tener la impresión de que el esfuerzo no vale la pena y, entonces, perdemos la ilusión. Si levantamos la mirada, nos daremos cuenta de que nuestra misión es mucho más grande y esperanzadora que aquel trabajo concreto que nos cuesta. Porque ser apóstol no es cuestión de realizar con mayor o menor perfección un encargo concreto, sino una realidad que constituye nuestra más profunda identidad. Habrá momentos de oscuridad, pero la estrella que marca el norte seguirá brillando siempre: la vida del apóstol tiene en todo momento un porqué, una luz que le orienta. Allá donde se encuentre, no solo realizará «cosas buenas», sino que, con su propio testimonio, estará difundiendo el Evangelio de Cristo.
DURANTE sus años junto a Jesús, los apóstoles se habían ilusionado al ver los milagros que realizaban y las conversiones que habían propiciado. Sin embargo, el entusiasmo inicial daría paso más tarde a la duda, cuando vieron que el Señor iba a ser condenado a muerte. Incluso después, cuando ya sabían que Cristo había resucitado, seguían sin salir de casa por miedo a los judíos. No sería hasta la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés cuando recibieron un nuevo don que daría fuerza a su misión.
El impulso del Paráclito fue lo que les llevó a superar sus miedos para lanzarse a servir a los demás. Esa primera evangelización no consistió en una estrategia humana infalible, sino en «la fuerza misma del Espíritu Santo, Caridad increada»[3]. En efecto, «ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu»; de ahí que «para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él “viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rm 8,26). Pero esa confianza generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo constantemente»[4].
También nosotros, en nuestra misión apostólica, quizás podemos notar cómo el entusiasmo sensible inicial va desapareciendo poco a poco. Esto no tiene nada de malo: es humano, y los santos son los primeros que lo han vivido. Atravesaremos momentos en los que tenemos el deseo encendido de pegar el fuego de Cristo a los demás, y también experimentaremos otros en los que estamos un poco más fríos. En cualquier caso, si estamos dispuestos a que el Espíritu Santo nos transforme, poco a poco nos dará un corazón como el de Cristo, y la misión apostólica se convertirá en el centro de nuestra existencia. Podemos pedir a María que, como ella, sepamos escuchar las inspiraciones que el Paráclito nos dirige cada día.