"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

9 de julio de 2024

Un corazón atento

 


Evangelio (Mt 9, 32-38)


Nada más irse, le trajeron un endemoniado mudo. Después de expulsar al demonio habló el mudo. Y la multitud se quedó admirada diciendo:


—Jamás se ha visto cosa igual en Israel.


Pero los fariseos decían:


—Expulsa los demonios por el príncipe de los demonios.


Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias.


Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como un rebaño que no tiene pastor.


Entonces les dijo a sus discípulos:


—La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies.



PARA TU RATO DE ORACION 



LA MUCHEDUMBRE es una protagonista más en la vida de Jesús. En varias ocasiones leemos que esas multitudes le escuchan junto a la orilla del lago de Tiberíades o en la ladera de un monte próximo, le presentan enfermos, se benefician de sus milagros o lo aclaman cuando se acerca a Jerusalén. En esas concentraciones, que a veces reúnen a miles de personas, el Señor ve a cada alma de un modo único. El gentío no impide que siga compartiendo su amor a cada hombre y a cada mujer. Los evangelistas hacen notar incluso cómo se compadecía al dirigir su mirada a todas aquellas personas «maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36).


«El amor de Cristo nos urge –escribió san Pablo–, persuadidos de que si uno murió por todos, en consecuencia todos murieron» (2 Cor 5,14). Saber que Jesús ha ofrecido la salvación a cada uno de los hombres nos impulsa a adentrarnos en medio de la muchedumbre para anunciar esta buena nueva. «Nos urge la caridad de Cristo –comentaba, por su parte, san Josemaría– para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas (…). De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con él a todas las almas»[1], con el firme convencimiento de que el mejor apostolado es nuestro propio testimonio de una vida llena de la alegría del Evangelio.


Diariamente nos cruzamos con un gran número de gente, además de los más cercanos de nuestra familia, ya sea por la calle, en el transporte público o en nuestro propio trabajo. También a través de internet y de otros medios de comunicación nos llegan noticias de otras personas. Todas ellas forman parte de nuestro mismo hogar: somos hijos de un mismo Padre, habitantes de un mismo mundo, igualmente llamados a alcanzar la verdadera Patria. Cada encuentro es ocasión para dirigirles esa misma mirada de Jesús, rezar por ellas, compadecernos de sus necesidades y ofrecer nuestra alegría y nuestra paz.


SAN JOSEMARÍA destacó en una ocasión cómo el Señor tiene puestos los ojos y el corazón en la gente, en todos los hombres, sin excluir a nadie. Y añadía: «No se nos escapa la lección de que no podemos ser intransigentes con las personas. Con la doctrina, sí. Con las personas nunca, ¡nunca! Actuando de este modo necesariamente seremos –esa es nuestra vocación– sal y luz, pero entre la muchedumbre. De cuando en cuando nos retiraremos a la barca o nos apartaremos a un monte, con Jesús; pero lo ordinario será vivir y trabajar entre la gente, como uno más»[2].


El hecho de que muchas oraciones que rezamos estén compuestas en primera persona del plural –nosotros– está relacionado con ese vínculo que nos une a todos los hombres. Es significativo que las dos primeras palabras de la oración que nos enseñó Jesús, cuando los apóstoles le preguntaron cómo podían rezar, sean «Padre» y «nuestro». Nos dirigimos a Dios, que es Padre de todos los hombres, y lo hacemos junto al propio Jesús, que es Hijo y hombre como nosotros, unidos a todos los hombres y mujeres de la humanidad. Y lo que le pedimos en esa oración no es solo una súplica aislada, sino algo que también presentamos en nombre de nuestros hermanos: danos hoy nuestro pan, perdona nuestras ofensas, no nos dejes caer, líbranos del mal…


Ser conscientes de esa dimensión del «nosotros» en tantas oraciones puede ser un modo de reforzar los lazos que nos unen a los demás, de sumar a todos a nuestra plegaria. De este modo, desarrollaremos un amor apasionado por el mundo, pues es el ámbito de nuestro encuentro con Dios y es nuestro camino hacia la santidad. «Todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor 3, 22-23), escribía san Pablo. Ante esta realidad «nos alegramos con las alegrías de los demás, disfrutamos de todas las cosas buenas que nos rodean y nos sentimos interpelados por los desafíos de nuestro tiempo»[3].


PODEMOS imaginar que Jesús, cuando se retiraba a un lugar apartado para rezar, hablaría con su Padre de los rostros que habrían llenado su día: los enfermos y necesitados que se habrían acercado a él, los apóstoles que le habrían manifestado sus ilusiones y sus miedos, los fariseos que le habrían dirigido preguntas sinceras o menos sinceras… De la misma manera, en nuestra oración podemos compartir con Dios los afanes e inquietudes de las personas que conocemos: familiares, amigos, compañeros de trabajo… También, incluso, de aquellos con los que quizá solo hemos coincidido fugazmente, de quienes nos han causado alguna contrariedad o tenemos noticia de que están sufriendo. Porque cuando oramos, aunque se trate de un diálogo íntimo con Dios, no nos quedamos solamente en nuestros problemas personales; no podemos dejar de lado el mundo en el que vivimos, los problemas de los demás ocupan también el propio corazón, porque ocupan el de Cristo y el de la Iglesia. Esta dimensión de la oración forma parte de nuestra alma sacerdotal.


«Cristo no pasó inmune al lado de las miserias del mundo: cada vez que percibía una soledad, un dolor del cuerpo o del espíritu, sentía una fuerte compasión, como las entrañas de una madre»[4]. Por ejemplo, cuando en Naín una muchedumbre lo rodeaba, supo fijarse en el dolor de una viuda que acababa de perder a su único hijo (cfr. Lc 7,11-12). Probablemente en el hogar de Nazaret Jesús habría sido testigo de miradas llenas de compasión de María y de José. No en vano, su Madre fue la única que, en medio del ajetreo de una boda multitudinaria, se dio cuenta de que faltaba el vino. Seguramente se compadeció al imaginar el disgusto que esto causaría a los recién casados, por eso no dudó en adelantarse y acudir a su Hijo para que actuase. Podemos pedir a María esa misma mirada, ese corazón atento a los dolores de los demás, atento a detectar las necesidades de las personas que nos rodean, para presentarlas con confianza a Jesús.