"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

13 de agosto de 2024

DEBILIDAD ES GRANDEZA

 



Evangelio (Mt 18,1-5.10.12-14)


En aquella ocasión se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:


—¿Quién piensas que es el mayor en el Reino de los Cielos?


Entonces, llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo:


—En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille como este niño, ese es el mayor en el Reino de los Cielos; y el que reciba a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe.


»Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en los cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos.


»¿Qué os parece? Si a un hombre que tiene cien ovejas se le pierde una de ellas, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte y saldrá a buscar la que se le había perdido? Y si llega a encontrarla, os aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se habían perdido. Del mismo modo, no es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni uno solo de estos pequeños.


PARA TU RATO DE ORACION 



SAN MATEO recopila cinco grandes discursos de Jesús en su Evangelio. Uno de ellos comienza con una pregunta que le hacen sus discípulos: «¿Quién piensas que es el mayor en el Reino de los Cielos?» (Mt 18,1). El Señor responde con un ejemplo vivo: «Entonces llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: “En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”» (Mt 18,2-3). Ante un público que quizá estaba procurando ganarse méritos para tener una posición privilegiada junto al Maestro, Cristo desmonta toda lógica humana. No son nuestros logros los que nos aseguran un puesto de honor en el Reino, sino la lucha por hacerse como niños y aceptar con humildad nuestros límites. Los niños viven abandonados, con confianza en que los adultos arreglarán los problemas que se presenten y despreocupados de su reputación. Los pequeños entienden que su verdadera riqueza es la que reciben de Dios y de los demás.


Si observamos cómo se comportan los niños, podemos ver que buscan en primer lugar la atención de los mayores. «Ellos tienen que estar en el centro, ¿por qué? ¿Porque son orgullosos? ¡No! Porque necesitan sentirse protegidos. Es necesario también que nosotros pongamos en el centro de nuestra vida a Jesús»[1]. Un pequeño sabe que, por sí solo, no puede hacer nada. Conforme crece, va obteniendo una mayor independencia, y muchos, cuando llegan a la adolescencia, pasan al extremo opuesto: creen que son autosuficientes y que no necesitan nada de los otros. El siguiente paso de madurez consiste en reconocer que quienes están a nuestro alrededor tienen mucho que aportarnos: sin ellos no seríamos la misma persona.


En nuestra vida interior puede suceder algo parecido. Aprendemos a tratar a Dios gracias a nuestros padres, a un catequista o a un sacerdote. Quizá pensamos que llegará un momento en que no nos hará falta la ayuda que nos brindan los demás. En este sentido, san Josemaría comentaba que los grandes errores que cometen los hombres «proceden siempre de la soberbia de creerse mayores, autosuficientes. En esos casos, predomina en la persona como una incapacidad de pedir asistencia al que la puede facilitar: no solo a Dios; al amigo, al sacerdote. Y aquella pobre alma, aislada en su desgracia, se hunde en la desorientación»[2]. Por eso el fundador del Opus Dei recomendaba fomentar el deseo de ser como los pequeños para que la propia vida sea grande: «¡Que seáis muy niños! Y cuanto más, mejor. Os lo dice la experiencia de este sacerdote, que se ha tenido que levantar muchas veces a lo largo de estos treinta y seis años –¡qué largos y qué cortos se me han hecho!–, que lleva tratando de cumplir una Voluntad precisa de Dios. Una cosa me ha ayudado siempre: que sigo siendo niño, y me meto continuamente en el regazo de mi Madre y en el Corazón de Cristo, mi Señor»[3].


SI OBSERVAMOS de nuevo cómo son los niños, podemos descubrir otro aspecto de su manera de ver la vida: les encanta jugar. Y muchas veces no se conforman con pasarlo bien con los de su edad, sino que quieren que sus padres participen del juego. Esto, para un adulto, supone abandonar la propia lógica y volver a ser pequeño. «Si queremos que se divierta es necesario entender lo que a él le gusta y no ser egoístas»[4]. En cierto modo, implica dejar a un lado las preocupaciones personales –probablemente mucho más urgentes que ese juego– y pensar en lo que el hijo espera en ese momento de su padre o de su madre. Esta actitud también la podemos desarrollar con las personas que están a nuestro alrededor. Cuando tenemos un detalle de servicio o de afecto con alguien estamos siguiendo la lógica del juego: identificamos lo que el otro puede necesitar y tratamos de satisfacerlo.


A veces, efectivamente, puede no resultar sencillo encontrar tiempo para jugar, es decir, para tener esas atenciones con los demás. Sin embargo, san Josemaría consideraba que esas manifestaciones de aprecio tienen una importancia decisiva para lograr la propia felicidad y la de los otros. Por eso animaba a sus hijos: «No me importa repetirlo muchas veces. Cariño, lo necesitan todas las personas, y lo necesitamos también en la Obra. Esforzaos para que, sin sensiblerías, aumente siempre el afecto hacia vuestros hermanos. Cualquier cosa de otro hijo mío debe ser –¡de verdad!– muy nuestra: el día que vivamos como extraños o como indiferentes, hemos matado el Opus Dei»[5]. El esfuerzo de pensar en quienes nos rodean, además de llenarnos de alegría, nos facilita reconocer que el Señor es el primero que juega con nosotros. «Solo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama»[6].


EN BUENA medida, podemos conocer a Dios en aquellos que, desde un punto de vista meramente material, parece que tienen poco que aportarnos: los niños, los enfermos, los ancianos… En este sentido, san Josemaría comentaba: los pobres «son mi mejor libro espiritual y el motivo principal para mis oraciones. Me duelen ellos, y Cristo me duele con ellos. Y, porque me duele, comprendo que le amo y que les amo»[7]. Desde el comienzo de su trabajo pastoral, el fundador del Opus Dei tenía clara esta jerarquía proclamada por Jesús. «–Niño. –Enfermo. –Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son él»[8]. Son palabras que emergen después de su experiencia atendiendo a personas necesitadas en el patronato de Santa Isabel, en los años treinta en Madrid.


El cuidado de los más débiles nos acerca al Señor. En primer lugar, porque todo lo que hacemos por ellos es como si se lo hiciéramos al mismo Dios: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). En cierto modo también nos divinizamos, pues seguimos el mismo estilo de vida de Jesús –«no vino para ser servido, sino para servir» (Mt 20,28)–, y nos convertimos en sus embajadores,pues hacemos llegar a la otra persona el consuelo que le brinda Dios. Además, nos hace tener un corazón similar al del Señor, que ama sin esperar nada a cambio. Es cierto que quizá materialmente esas personas pueden darnos poco, pero en realidad nos dan lo más grande: nos muestran al mismo Dios.


«Darle a alguien todo tu amor nunca es seguro de que te amarán de regreso –comentaba santa Teresa de Calcuta–, pero no esperes que te amen de regreso; solo espera que el amor crezca en el corazón de la otra persona, pero si no crece, sé feliz porque creció en el tuyo. Hay cosas que te encantaría oír, que nunca escucharás de la persona que te gustaría que te las dijera, pero no seas tan sordo para no oírlas de aquel que las dice desde su corazón»[9]. En muchas ocasiones, el niño, el enfermo o el anciano al que cuidamos no nos manifestará explícitamente su agradecimiento. Nuevamente nos ofrecen otra posibilidad para asemejarnos a Dios, pues él también nos dispensa su cariño constante, aunque no nos demos cuenta. La Virgen María nos podrá ayudar a tener un corazón de madre, que no tiene miedo en darse a las personas a las que ama.