EVANGELIO Mateo 17,22-27
En aquel tiempo, mientras Jesús y los discípulos recorrían juntos Galilea, les dijo:
«El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres, lo matarán, pero resucitará al tercer día».
Ellos se pusieron muy tristes.
Cuando llegaron a Cafarnaún, los que cobraban el impuesto de las dos dracmas se acercaron a Pedro y le preguntaron:
«¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas?».
Contestó:
«Si».
Cuando llegó a casa, Jesús se adelantó a preguntarle:
«¿Qué te parece, Simón? Los reyes del mundo, ¿a quién le cobran impuestos y tasas, a sus hijos o a los extraños?».
Contestó:
«A los extraños».
Jesús le dijo:
«Entonces, los hijos están exentos. Sin embargo, para no darles mal ejemplo, ve al mar, echa el anzuelo, coge el primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás una moneda de plata. Cógela y págales por mí y por ti».
PARA TU RATO DE ORACION
JESÚS a veces resulta difícil de comprender. En el Evangelio vemos que los apóstoles no siempre captan el sentido de sus palabras o de sus obras. Por ejemplo, poco después de la multiplicación de los panes, ante un comentario del Señor sobre la levadura de los fariseos, él nota que les falta adquirir la verdadera perspectiva: «¿Por qué vais comentando entre vosotros que no tenéis panes? ¿Todavía no entendéis?» (Mt 16,8-9). En otra ocasión, es san Pedro quien no comprende el anuncio de la pasión de Jesús. Al tratar de disuadirle, el Maestro le reprende: «Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mt 16, 23).
Es normal que, en nuestro camino hacia Dios, nos encontremos con el claroscuro de la fe; momentos de duda en los que no vislumbramos el sentido de las cosas que nos ocurren. El Señor no nos evita esas oscuridades. Los apóstoles, y tantos santos a lo largo de los siglos, también han pasado por esas pruebas. Al mismo tiempo, como ellos, podemos adquirir la seguridad de que detrás de las nubes se encuentra el sol. Quizá una primera reacción puede ser como la de san Pedro, y tratar de huir de esa contrariedad a toda costa. Jesús, en cambio, nos invita a descubrir el bien que se halla en esa dificultad. Del mismo modo que de su muerte en la cruz nos vino la vida, las contrariedades también pueden esconder algo de un valor inmenso.
A veces, como dice san Josemaría, la principal riqueza que podemos obtener de esas situaciones es la necesidad de anclarnos con más confianza en el Señor: «Esa incertidumbre es una de las bondades del Amor de Dios, que me lleva a estar, como un niño, agarrado a los brazos de mi Padre, luchando cada día un poco para no apartarme de él. Entonces estoy seguro de que Dios no me dejará de su mano»[1]. En este rato de oración podemos pedir al Señor que nos ayude a descubrir el sentido de las cosas que nos suceden cada día, y a no perder la alegría cuando no las entendamos, pues sabemos que en todo momento él nos ve, nos acompaña, nos bendice y nos cuida.
DESPUÉS de varias experiencias de incomprensión, el Señor vuelve a anunciar a sus discípulos: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, pero al tercer día resucitará» (Mt 17,22). Podría parecer que a estas alturas sus discípulos ya habrían adquirido cierta connaturalidad con las profecías sorprendentes de su Maestro. Sin embargo, el Evangelio muestra que todavía distan mucho de poseer la adecuada visión sobrenatural para entender sus palabras: ante este anuncio «se pusieron muy tristes» (Mt 17,23).
Los apóstoles dejan que su mirada se empañe por la tristeza. Ese sentimiento no les deja ver con claridad que el Señor les está dando la clave de su alegría, esa que no dejan que invada su corazón: que su pasión tiene sentido porque resucitará y les liberará del pecado. La tristeza impide que puedan alegrarse por la buena nueva de la salvación. Por eso algunos «padres del desierto la describían como un gusano del corazón, que roe y vacía a quien lo alberga»[2]: hace dirigir la atención a todo lo que no se ajusta a nuestras expectativas, y nos dificulta disfrutar de las realidades que tenemos a nuestro alrededor.
El Señor, en nuestro día a día, nos sigue anunciando, como a los apóstoles, promesas y deseos, momentos de pasión y de resurrección. Lo hace a través de nuestras tareas cotidianas, mediante las relaciones que tejen nuestras vidas. Cada suceso, cada persona, es en cierto sentido un mensaje de Dios. Si los recibimos con la alegría de la resurrección, podremos intuir el significado también de aquellas cosas dolorosas. «Por muy llena que esté la vida de contradicciones, de deseos incumplidos, de sueños no realizados, de amistades perdidas, gracias a la resurrección de Jesús podemos creer que todo se salvará. Jesús ha resucitado no solo para sí mismo, sino también para nosotros, a fin de rescatar todas las felicidades que no se han realizado en nuestras vidas. La fe expulsa el miedo, y la resurrección de Cristo quita la tristeza como la piedra del sepulcro»[3].
SER testigos del proceso de los apóstoles nos puede llenar de consuelo. Ellos tenían fallos, dudas, tristezas... pero nunca les faltaba sencillez. Manifiestan, por ejemplo, sus dudas con claridad. Ante el milagro fallido del lunático, preguntan: «¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo?» (Mt 16,19). En otro momento desean saber el sentido del modo de enseñar del Señor: «¿Por qué les hablas en parábolas?» (Mt 13,10). Tampoco esconden sus sentimientos: muestran su alegría cuando están en la gloria del Tabor –«Qué bien estamos aquí» (Mt 17,4)– y su tristeza ante el segundo anuncio de la pasión (cfr. Mt 17,23). San Josemaría invitaba a fijarse en esta cualidad de los discípulos: «Mira: los apóstoles, con todas sus miserias patentes e innegables, eran sinceros, sencillos..., transparentes. Tú también tienes miserias patentes e innegables. –Ojalá no te falte sencillez»[4].
Esta virtud nos ayuda a abandonarnos en las manos de Dios, a anclarnos en sus seguridades y no en las nuestras. Cada día nos ofrece varias oportunidades para encarnar esta actitud apostólica: dirigirnos a Dios como los niños, sin necesidad de discursos brillantes; amar a las personas como él las ha hecho, sin querer cambiarlas a nuestro modo; vivir en el presente, y no en fantasías; manifestar con confianza a Jesús las dudas que tengamos… La sencillez atrajo la mirada de Dios hacia la Virgen María. Ella, «en su pequeñez, conquista primero los cielos. El secreto de su éxito reside precisamente en reconocerse pequeña, en reconocerse necesitada. Con Dios, solo quien se reconoce como nada es capaz de recibirlo todo. Solo quien se vacía es llenado por él. Y María es la “llena de gracia” (Lc 1,28) precisamente por su humildad»[5].