Evangelio (Mt 25, 1-13)
Entonces el Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!» Entonces se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Y las necias les dijeron a las prudentes: «Dadnos aceite del vuestro porque nuestras lámparas se apagan». Pero las prudentes les respondieron: «Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y nosotras». Mientras fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos!» Pero él les respondió: «En verdad os digo que no os conozco». Por eso: velad, porque no sabéis el día ni la hora.
PARA TU RATO DE ORACION
EL SEÑOR muestra su divinidad de diferentes maneras. Ha curado a numerosos enfermos, ha dado de comer a una muchedumbre hambrienta, y se ha mostrado a los Doce como el Mesías que había de venir. En ese clima de exaltación, Jesús dice a sus discípulos: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga» (Mt 16,24). El Señor habla con claridad porque no quiere que los apóstoles se engañen pensando que el Reino de Dios está hecho de éxito terreno. En el camino junto a él han visto muchos milagros y prodigios, pero llegará también el momento de la cruz.
La fortaleza es la virtud que nos ayuda a tener el deseo de seguir a Jesús en toda circunstancia, tanto en los milagros como en las dificultades. En nuestro día a día hay muchas cosas que nos llenan de alegría, pero también se presentan inevitablemente obstáculos que nos ponen a prueba. La felicidad en la tierra, por tanto, no depende tanto de prolongar al máximo aquellos tiempos de bonanza, sino de la capacidad de dar sentido a los momentos buenos y también a los más complicados, cuando nada sale como habíamos pensado. La fortaleza nos ayuda a transformar las contrariedades en ocasiones para hacer aun más profundo y activo nuestro deseo de Dios. De este modo, modela paso a paso nuestra afectividad para gustar de Dios también cuando las circunstancias personales o externas aparentemente no lo favorezcan.
Cuando las multitudes querían proclamar rey a Jesús por los milagros realizados, él «no se dejó engañar por el triunfalismo: era libre. Como en el desierto, cuando rechaza las tentaciones de Satanás porque era libre, y su libertad era seguir la voluntad del Padre (…). Pensemos hoy en nuestra libertad (…). ¿Soy libre? ¿O, por el contrario, soy esclavo de mis pasiones, de mis ambiciones, de las riquezas, de la moda?»[1]. Para Jesús nada era un obstáculo en su camino hacia lo que verdaderamente quería: liberarnos del pecado. La virtud de la fortaleza nos puede ayudar a vivir como él: sin que las circunstancias externas nos atrapen e inmovilicen, y siempre con el deseo de llevar a cabo la voluntad de Dios.
A VECES podemos reducir la fortaleza a un esfuerzo por ir a contrapelo, a un ejercicio constante de la voluntad por superarse. Entonces creemos que, para conseguir algo que es muy valioso –vencer un defecto, crecer en amistad con otras personas o con Dios, cumplir una tarea–, basta resistir las contrariedades que se nos presentan por el camino hasta que, finalmente, llegamos al final de nuestra meta. Sin embargo, esta concepción sin más matices, puede terminar en el agotamiento o en la insensibilidad con la variedad de regalos que el Señor nos pone en el camino. Ser fuertes consiste, en primer lugar, en robustecer nuestras convicciones, en renovar siempre el amor que nos mueve, en hacer brillar con mayor fuerza en nosotros los bienes más auténticos; en otras palabras, en fundamentar la fortaleza en la fe en el amor de Dios. Entonces elegiremos con más facilidad, incluso con gusto, lo que verdaderamente queremos, esa «mejor parte» de la que habla Jesús (cfr. Lc 10,42).
Por ejemplo, quien carece de fortaleza quizá no sea capaz de evitar un comentario brusco o de sonreír cuando se encuentra cansado. En ese tipo de situaciones, la fatiga es el motivo que pesa más en sus reacciones, y pierde de vista otros motivos por los que valdría la pena esforzarse. En cambio, quien ha hecho crecer en sí la fortaleza basada en la fe, no solo puede sobreponerse al cansancio, sino que lo hace porque percibe el bien que eso le reporta, tanto a él como a los demás, e incluso descubre ahí un camino para amar a Dios. Solo de este modo, acciones como privarse de un pequeño gusto, levantarse a una hora fija, evitar una queja o hacer un favor que espontáneamente no realizaríamos, se transforman en un modo de educarnos en la percepción de un bien que está al alcance de nuestra mano, pero que -al menos al principio- quizá resulta poco evidente al presentarse una contrariedad.
Este proceso, que inicialmente parecía reducirse solo al desafío de sobreponerse a uno mismo, termina de hecho haciéndonos más libres, ya que nuestra alegría y nuestra paz dependerá más de lo que verdaderamente queremos, y menos de pequeñas tiranías del momento. En la lucha por ser más fuertes se trata precisamente de explorar esos ángulos muertos que nos impiden ver algunos aspectos del bien, simplemente porque suponen esfuerzo. Quien aprende a vivir con fortaleza podrá perseverar en el bien también cuando las buenas decisiones no sean las más atractivas. Ser fuerte es la actitud propia de quien percibe el valor real de las cosas.
«LO QUE se necesita para conseguir la felicidad –escribía san Josemaría–, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»[2]. El camino del cristiano es exigente porque requiere un amor cada vez más hondo; y, como dice aquella vieja canción, «corazón que no quiera sufrir dolores, pase la vida entera libre de amores»[3]. La vida de Jesús nos muestra cómo debemos relacionarnos con la adversidad. Él no huyó de la cruz. Ni siquiera se limitó a aceptarla: quiso abrazarla. Y cuando sintió el peso del cansancio prefirió venirse abajo antes que soltarla[4]. Aquel madero era sinónimo de muerte para la gente, pero para Jesús era el instrumento de su amor: el trono desde el cual nos salvaría de nuestros pecados.
La fortaleza nos ayuda a aceptar el dolor. Al mismo tiempo, también nos impulsa a ver los motivos que dan sentido a nuestras luchas cuando se presentan las dificultades. Cada sacrificio libremente asumido, cada contradicción acogida con paciencia, cada vencimiento hecho por amor, reafirma en nosotros la convicción de que nuestra felicidad está en Dios, más que en cualquier otra realidad. La lucha cotidiana se convierte, entonces, en una conquista progresiva del bien más grande, que nos concede algo de la gloria futura a la que aspiramos: la lucha se convierte en un camino de esperanza.
Por eso, el fuerte no desespera, no pierde la serenidad ante un fracaso o cuando los frutos del trabajo tardan en verse. La fortaleza nos permite «luchar, por Amor, hasta el último instante»[5], con los ojos puestos en el fin al que aspiramos. La Virgen María supo sostener a los apóstoles en los momentos difíciles de la Pasión, cuando Jesús había muerto. Ella tampoco nos abandona cuando parece que su Hijo no está: nos llena de su fortaleza y nos invita a poner nuestra mirada en la resurrección de Jesús.