"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

10 de agosto de 2024

10 de Agosto San Lorenzo patrón de Santa Cruz

10 de Agosto San Lorenzo patrón de Santa Cruz

Su nombre significa: "coronado de laurel".

Los datos acerca de este santo los ha narrado San Ambrosio, San Agustín y el poeta Prudencio.

Lorenzo era uno de los siete diáconos de Roma, o sea uno de los siete hombres de confianza del Sumo Pontífice. Su oficio era de gran responsabilidad, pues estaba encargado de distribuir las ayudas a los pobres.

En el año 257 el emperador Valeriano publicó un decreto de persecución en el cual ordenaba que todo el que se declarara cristiano sería condenado a muerte. El 6 de agosto el Papa San Sixto estaba celebrando la santa Misa en un cementerio de Roma cuando fue asesinado junto con cuatro de sus diáconos por la policía del emperador. Cuatro días después fue martirizado su diácono San Lorenzo.

La antigua tradición dice que cuando Lorenzo vio que al Sumo Pontífice lo iban a matar le dijo: "Padre mío, ¿te vas sin llevarte a tu diácono?" y San Sixto le respondió: "Hijo mío, dentro de pocos días me seguirás". Lorenzo se alegró mucho al saber que pronto iría a gozar de la gloria de Dios.

Entonces Lorenzo viendo que el peligro llegaba, recogió todo el dinero y demás bienes que la Iglesia tenía en Roma y los repartió entre los pobres. Y vendió los cálices de oro, copones y candelabros valiosos, y el dinero lo dio a las gentes más necesitadas.

El alcalde de Roma, que era un pagano muy amigo de conseguir dinero, llamó a Lorenzo y le dijo: "Me han dicho que los cristianos emplean cálices y patenas de oro en sus sacrificios, y que en sus celebraciones tienen candelabros muy valiosos. Vaya, recoja todos los tesoros de la Iglesia y me los trae, porque el emperador necesita dinero para costear una guerra que va a empezar".

Lorenzo le pidió que le diera tres días de plazo para reunir todos los tesoros de la Iglesia, y en esos días fue invitando a todos los pobres, lisiados, mendigos, huérfanos, viudas, ancianos, mutilados, ciegos y leprosos que él ayudaba con sus limosnas. Y al tercer día los hizo formar en filas, y mandó llamar al alcalde diciéndole: "Ya tengo reunidos todos los tesoros de la iglesia. Le aseguro que son más valiosos que los que posee el emperador".

Llegó el alcalde muy contento pensando llenarse de oro y plata y al ver semejante colección de miseria y enfermedad se disgustó enormemente, pero Lorenzo le dijo: "¿por qué se disgusta? ¡Estos son los tesoros más apreciados de la iglesia de Cristo!"

El alcalde lleno de rabia le dijo: "Pues ahora lo mando matar, pero no crea que va a morir instantáneamente. Lo haré morir poco a poco para que padezca todo lo que nunca se había imaginado. Ya que tiene tantos deseos de ser mártir, lo martirizaré horriblemente".

Y encendieron una parrilla de hierro y ahí acostaron al diácono Lorenzo. San Agustín dice que el gran deseo que el mártir tenía de ir junto a Cristo le hacía no darle importancia a los dolores de esa tortura.

Los cristianos vieron el rostro del mártir rodeado de un esplendor hermosísismo y sintieron un aroma muy agradable mientras lo quemaban. Los paganos ni veían ni sentían nada de eso.

Después de un rato de estarse quemando en la parrilla ardiendo el mártir dijo al juez: "Ya estoy asado por un lado. Ahora que me vuelvan hacia el otro lado para quedar asado por completo". El verdugo mandó que lo voltearan y así se quemó por completo. Cuando sintió que ya estaba completamente asado exclamó: "La carne ya está lista, pueden comer". Y con una tranquilidad que nadie había imaginado rezó por la conversión de Roma y la difusión de la religión de Cristo en todo el mundo, y exhaló su último suspiro. Era el 10 de agosto del año 258.

El poeta Pruedencio dice que el martirio de San Lorenzo sirvió mucho para la conversión de Roma porque la vista del valor y constancia de este gran hombre convirtió a varios senadores y desde ese día la idolatía empezó a disminuir en la ciudad.

San Agustín afirma que Dios obró muchos milagros en Roma en favor de los que se encomendaban a San Lorenzo.

El santo padre mandó construirle una hermosa Basílica en Roma, siendo la Basílica de San Lorenzo la quinta en importancia en la Ciudad Eterna.


Evangelio (Jn 12, 24-26)


En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna. Si alguien me sirve, que me siga, y donde yo estoy allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, el Padre le honrará.


 PARA TU RATO DE ORACION 


UN HOMBRE tenía un hijo que llevaba tiempo poseído por un demonio. En cualquier sitio se apoderaba de él y le arrojaba al suelo, le hacía echar espumarajos y lo dejaba rígido. Otras veces, incluso, le hacía tirarse al fuego o al agua. Como es lógico, esta situación hacía sufrir mucho a los dos. Probablemente habían hecho todo lo posible para lograr la curación, pero no habían logrado ningún resultado. Un día, sin embargo, el padre oyó hablar de los discípulos de un Maestro que, al parecer, obraban grandes milagros. Presentó a su hijo ante ellos pero, para sorpresa de todos, los apóstoles no consiguieron hacer nada: lo intentaron, pero les resultó imposible expulsar aquel espíritu (cfr. Mt 17,14-16).


Podemos imaginar la tristeza del padre. Aquellos hombres habían realizado toda clase de prodigios, pero justo fracasan cuando llega la hora de curar al muchacho. «¿Por qué me sucede esto? –se preguntaría– ¿Por qué son capaces de sanar a los demás y no a mi único hijo?». Quizá nos hemos encontrado alguna vez en una situación similar. Oímos que personas conocidas han recibido algún favor de Dios –un trabajo, la resolución de un problema, una alegría familiar–, mientras nuestra súplica parece no dar fruto. «¿Por qué Dios ayuda a los demás y no a mí?», podemos preguntarnos, como el padre del niño.


No hay una respuesta que pueda resolver completamente esta pregunta. Sin embargo, a veces Dios puede permitir ese aparente silencio para hacer más grande nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. En la Sagrada Escritura podemos ver también a muchos otros personajes a los que Dios no parecía escuchar su petición. Ellos supieron perseverar y se dejaron transformar cada día, aceptando la voluntad del Señor, sea cual sea. Y este fue, en muchos casos, el principal fruto que obtuvieron: el de saber amar con todo el corazón lo que Dios quería para ellos. Cuando, como el padre del muchacho, quizá se avecine la desesperación, «en ese momento Dios nos dará un nombre nuevo, que contiene el sentido de toda nuestra vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada a quien se ha dejado cambiar por él. (...) Él sabe cómo hacerlo, porque conoce a cada uno de nosotros»[1].


EL PADRE, al ver que ni siquiera los apóstoles lograban curar a su hijo, probó un último recurso: acercarse a Jesús. Lo hizo sin mucha esperanza, pues no quería volver a ilusionarse con una curación que parecía ya imposible. Por eso manifestó así su necesidad al Maestro. «Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos». Cristo, conociendo sus dudas, respondió: «¡Si puedes…! ¡Todo es posible para el que cree!» (Mc 9,22-23). «Aquel hombre siente que su fe vacila, teme que esa escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud. Y llora. Que no nos dé vergüenza este llanto: es fruto del amor de Dios, de la oración contrita, de la humildad»[2]. Este fue el primer milagro que obró el Señor: ayudar a ese padre a ser un testimonio de humildad y a recuperar la confianza en Dios.


Jesús, después de escuchar la súplica del hombre, «increpó al espíritu impuro diciéndole: “¡Espíritu mudo y sordo: yo te lo mando, sal de él y ya no vuelvas a entrar en él!”. Y gritando, y agitándole violentamente, salió» (Mc 9,25-26). Los apóstoles entonces le preguntaron por qué ellos no habían podido expulsarlo, y el Señor les dio una respuesta precisa: «Por vuestra poca fe» (Mt 17,20). Quizá los discípulos, al ver la violencia con que el espíritu atormentaba al niño, se habían llenado de temor o se habían sentido incapaces de un milagro tan grande. Vivir de fe no consiste tanto en ignorar el miedo o en tener una seguridad inquebrantable en uno mismo, sino en reconocer humildemente la necesidad de Dios y la grandeza de sus designios. «Es la fe la que nos da la capacidad de mirar con esperanza los altibajos de la vida, la que nos ayuda a aceptar incluso las derrotas y los sufrimientos, sabiendo que el mal no tiene nunca, no tendrá nunca la última palabra»[3]. Jesús tiene poder ante todo mal: solo espera un alma paciente y humilde, como aquel padre, para derrochar su fuerza sobre nosotros, de maneras que quizás no imaginamos.


SAN JOSEMARÍA solía decir que encomendar con fe una petición a Dios no exime al hombre de hacer cuanto esté en su mano para lograr lo que busca. La confianza en el Señor «no supone prescindir de los medios naturales convenientes para conseguir el fin propuesto. No; en cualquier empresa, junto a los medios sobrenaturales, resulta imprescindible poner siempre todos los medios humanos honrados que estén a nuestro alcance. Si esos fallan, se buscan otros y se aplican con la misma fe»[4].


Al mismo tiempo, en la vida del fundador del Opus Dei se puede ver la prioridad que daba a la oración, pues la consideraba «el cimiento de la vida espiritual»[5]. Cuando tenía un asunto que sacar adelante o que le preocupaba, pedía a sus hijos e hijas que rezaran con mayor intensidad. Tenía la seguridad de que la oración era siempre fecunda. Aunque no siempre percibiera directamente los resultados, sabía que en cualquier caso habría producido frutos en uno mismo, pues esa oración nos había acercado a Dios. Además, podía haber fructificado externamente también de un modo inesperado, en un lugar o en una persona no conocida.


Jesús pone una condición para que la oración sea eficaz: tener fe. Así es como los apóstoles podrán lograr lo imposible: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este monte: “Trasládate de aquí allá”, y se trasladaría» (Mt 17,20). La Virgen María acogió con fe la palabra del ángel y permitió que Dios creciese en su seno. A ella le podemos pedir que interceda por nosotros para que sepamos presentar nuestras necesidades a su Hijo con la seguridad de que, sea cual sea el resultado, siempre habrá fruto.