"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

25 de agosto de 2024

LA SANTIDAD ES FLEXIBLE

 




EVANGELIO Mt 23, 13-22


En aquel tiempo, Jesús dijo a los escribas y fariseos: "¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, porque les cierran a los hombres el Reino de los cielos! Ni entran ustedes ni dejan pasar a los que quieren entrar.


¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para ganar un adepto, y cuando lo consiguen, lo hacen todavía más digno de condenación que ustedes mismos!


¡Ay de ustedes, guías ciegos, que enseñan que jurar por el templo no obliga, pero que jurar por el oro del templo, sí obliga! ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro o el templo, que santifica al oro? También enseñan ustedes que jurar por el altar no obliga. ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar, que santifica a la ofrenda? Quien jura, pues, por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él. Quien jura por el templo, jura por él y por aquel que lo habita. Y quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por aquel que está sentado en él".


PARA TU RATO DE ORACION 


LOS ESCRIBAS y los fariseos eran conocidos por ser celosos creyentes y practicantes de la Ley. Sin embargo, algunos de ellos se limitaban a predicar a los demás y no ponían en práctica lo que enseñaban. Es por eso que Jesús, en varias ocasiones, puso de relieve su hipocresía, con un reproche lleno de dolor por las almas, con el deseo de hacerles cambiar de actitud: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres! Porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que quieren entrar» (Mt 23,13).


En cierto modo, cada cristiano tiene en común con los escribas y fariseos la misión de enseñar, es decir, de transmitir la fe en el seno de la propia familia y entre sus amigos. En sentido amplio, todos somos de alguna manera líderes, se espera de nosotros que podamos guiar a los demás con delicadeza y pleno respeto de su libertad. Y esto conlleva, en primer lugar, ofrecer un testimonio coherente. «La palabra tiene fuerza cuando va acompañada de las obras»[1], enseñaba san Antonio de Padua. Un cristiano está llamado a «hacer de su vida diaria un testimonio de fe, de esperanza y de caridad; testimonio sencillo, normal, sin necesidad de manifestaciones aparatosas, poniendo de relieve –con la coherencia de su vida– la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno derecho del único Pueblo de Dios»[2].


El hecho de transmitir la fe con el propio ejemplo no significa que los cristianos tengamos que ser perfectos. Probablemente las personas de nuestro alrededor conozcan algunos de nuestros defectos, las pequeñas o grandes incoherencias entre lo que pretendemos enseñar y lo que realmente somos. Lo decisivo, sin embargo, no es llevar una vida sin tacha, pues esta es imposible. De hecho, esas incoherencias, cuando son reconocidas con humildad y se combaten con esfuerzo y gracia de Dios, pueden iluminar a las personas que nos rodean: se dan cuenta de que el ideal cristiano no consiste en ser perfectos, sino en luchar por asemejarse cada vez más a Cristo. Por eso, aún con ese defecto, los demás pueden ver que es posible estar cerca de Dios, pues él no pone ningún obstáculo a su amor. Al fin y al cabo, la santidad no es algo que se consiga de la noche a la mañana, sino que es un camino que se recorre durante toda la vida.


«¡AY DE VOSOTROS, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que hacer esto sin abandonar lo otro» (Mt 23,22). Jesús denuncia a aquellos que dan demasiada importancia a cosas accesorias y pierden de vista lo esencial. En efecto, algunos escribas y fariseos habían asumido muchos preceptos humanos que no tenían nada que ver con la ley divina. Esto les llevó a formar una minuciosa casuística sobre lo que se podía hacer y lo que no. Con este modo de actuar revelaban cierto orgullo y autosuficiencia: probablemente pensarían que para ganar la vida eterna bastaría simplemente con seguir esas disposiciones. Se olvidaron de que la salvación no es algo que humanamente podamos merecer por nuestros actos, sino que es siempre un don de Dios.


El problema que Jesús pone de relieve no es tanto la existencia de esos preceptos humanos, pues efectivamente quizá podían tener su sentido, sino el hecho de que se descuide lo esencial, que es la Ley dada por Dios. Algunos miembros de la autoridad judía cumplían a la perfección las normas establecidas por ellos mismos, pero se olvidaron de vivir la justicia, la caridad y la misericordia con sus hermanos. El amor a Dios y a los demás había pasado a un segundo plano: lo importante era realizar al pie de la letra sus disposiciones.


Esta actitud de algunos fariseos y escribas también puede estar presente hoy en día. «En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia»[3]. Podemos pedir al Señor, en primer lugar, que sepamos vivir su ley con el corazón, deseando agradarle en lo que hacemos. «Da “toda” la gloria a Dios. –“Exprime” con tu voluntad, ayudado por la gracia, cada una de tus acciones, para que en ellas no quede nada que huela a humana soberbia, a complacencia de tu “yo”»[4]. Así podremos transmitir una ley que no es autorreferencial ni se basa solo en prácticas externas, sino que busca ante todo el bien auténtico de los demás: «El Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno»[5].


EN LOS AÑOS sesenta vivía un gran número de estudiantes en Villa Tevere, que en su momento era la sede del Colegio Romano de la Santa Cruz, donde muchos miembros de la Obra recibían formación. En una ocasión, les indicaron que, para evitar que se estropeasen, no se sentaran en unos arcones decorativos que se encontraban cerca del comedor. Al cabo de pocos días, al llegar a ese sitio de la casa, se encontraron a san Josemaría sentado en uno de los arcones, al que daba golpecitos con el talón mientras les miraba divertido. Les explicó que aquel aviso se había dado como un detalle concreto para vivir la pobreza porque eran muchos en la casa, pero que no tenía nada de malo que uno se sentara de vez en cuando en un arcón si le daba la gana. Y concluyó: «No somos maniáticos ni de la pobreza, ni del orden, ni de las cosas pequeñas, hijos míos. ¡Todo lo hacemos por amor a Dios!»[6].


A veces la meticulosidad, incluso en las cosas que refieren a la vida espiritual, puede que busque tranquilizar la propia conciencia, antes que agradar a Dios. Así, es fácil que el trato con el Señor se acabe convirtiendo en un formalismo. Por eso san Josemaría solía decir que «la santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos. El que quiere ser santo sabe desenvolverse de tal manera que, mientras hace una cosa que le mortifica, omite –si no es ofensa a Dios– otra que también le cuesta y da gracias al Señor por esta comodidad. Si los cristianos actuáramos de otro modo, correríamos el riesgo de volvernos tiesos, sin vida, como una muñeca de trapo. La santidad no tiene la rigidez del cartón: sabe sonreír, ceder, esperar. Es vida: vida sobrenatural»[7].


San Francisco de Sales, muy al principio de su correspondencia con la que un día sería santa Juana de Chantal, la ponía en guardia contra la posible falta de libertad de hija de Dios hacia la que podía deslizarse, incluso a través de sus anhelos de vida cristiana. «Un alma que se ha apegado al ejercicio de la meditación, interrúmpela, y la verás salir con pena, ansiosa y asombrada. Un alma que tiene verdadera libertad saldrá con rostro ecuánime y corazón bondadoso al importuno que la ha molestado, porque todo es uno, o servir a Dios meditando, o servirle soportando al prójimo; ambas cosas son voluntad de Dios, pero el soportar al prójimo es necesario en este momento»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a tratar a su Hijo con un corazón libre de formalismos y lleno de un amor auténtico y sencillo.