"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

28 de agosto de 2024

NATURALIDAD

 



Evangelio (Mt 23, 27-32)


¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre! Así también vosotros por fuera os mostráis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad.


¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis las tumbas de los profetas y adornáis los sepulcros de los justos, y decís: «Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos sido sus cómplices en la sangre de los profetas!». Así pues, atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los que mataron a los profetas. Y vosotros, colmad la medida de vuestros padres.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS debió de tener un carácter muy pacífico, pues los niños se acercaban a él con naturalidad. Además, no se cansó de predicar que el Reino de Dios es de los que buscan la paz. Por eso, la dureza con que a veces habla puede llamar nuestra atención y causar cierta perplejidad. No solo por el contenido de lo que dice, sino también por al tono que se desprende de sus imprecaciones contra unos líderes religiosos que, llevados por su vanidad, se ponían como ejemplo de unas virtudes que, en realidad, no vivían desde su corazón. «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre» (Mt 23,27-32).


Al meditar sobre los evangelios, uno rápidamente se da cuenta de la gran paciencia que vive Jesús ante las más diversas personas: atiende con cariño a los enfermos, desea a abrazar con su misericordia a los pecadores, y tanto los pobres como los ricos encuentran en el Maestro de Nazaret un corazón tierno y atento. Solo la hipocresía, es decir, el afán por aparentar lo que no se es o el esfuerzo desmesurado por dejarse influenciar por el qué dirán parece chocar con su corazón sencillo y humilde. De hecho, una de las pocas alabanzas que le escuchamos a Jesús va dirigida a Natanael, en su primer encuentro. A pesar de que el futuro apóstol lo recibió con unas palabras llenas de escepticismo y de crítica a su lugar de origen –«¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46)–, Jesús valora su sinceridad delante de los demás apóstoles: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1,47).


Es interesante que esta haya sido una de las primeras frases que pronunció el Señor a sus nuevos seguidores, quizá para hacerles comprender que no son las flaquezas humanas ni tampoco las limitaciones las que pueden alejarnos de Dios, sino el no querer reconocerlas o consentir algún tipo de doblez en nuestro obrar. Por eso, como enseñaba san Josemaría, los cristianos estamos llamados a dar testimonio de vida sencilla: «Con tu conducta de ciudadano cristiano, muestra a la gente la diferencia que hay entre vivir tristes y vivir alegres; entre sentirse tímidos y sentirse audaces; entre actuar con cautela, con doblez… ¡con hipocresía!, y actuar como hombres sencillos y de una pieza. –En una palabra, entre ser mundanos y ser hijos de Dios»[1].


¿CUÁL es el motivo central que me lleva a obrar? Esta es una pregunta que nos permite dar unidad a nuestra vida. Todo lo que realizamos en nuestro día a día –acciones, palabras, omisiones– apuntan hacia una identidad que queremos construir. En el examen de conciencia intentamos comprobar hasta qué punto todas nuestras expresiones externas están guiadas por la intención última de amar cada vez más a Dios y a los demás. Porque puede ocurrir que se genere un desfase entre lo que aparentamos hacia fuera y lo que llevamos en nuestros corazones: «Por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crueldad» (Mt 23,28).


«Todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria»[2]. Para conseguir que la hipocresía no se vaya introduciendo en nuestra alma, nos puede ayudar tomar todas nuestras decisiones desde la presencia de Dios. Cuando nos sentimos mirados por un Padre que nos quiere, acompañados por Jesús, nuestro mejor Amigo, y portadores del Espíritu Santo, entonces resulta casi natural que nuestro porte exterior sea expresión del amor que llevamos dentro. Porque la coherencia que surge de la unidad de vida no se improvisa, sino que nace de las convicciones profundas que anidan en nuestro corazón y que no queremos negociar.


La autoridad que caracteriza a todo cristiano «no consiste en mandar y hacerse oír, sino en ser coherente, en ser testigo y, por ello, ser compañeros de camino del Señor»[3]. Sin coherencia, no hay verdadero apostolado, porque todo lo que nos gustaría transmitir hacia afuera nacería de un corazón apagado. Por eso, nos podemos preguntar en este rato de oración si el amor de Dios y el deseo de darle gloria es el principal motor que mueve nuestros pensamientos y nuestros afectos.


EL AMOR a Cristo es lo que da una armonía sólida a nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Si el Señor ocupa el centro de nuestra vida, será más fácil reflejar la coherencia exterior en el trato con los demás. Lógicamente, es necesaria una cierta adaptación de nuestro comportamiento en función de las personas con las que estamos. No es lo mismo pasar un día de descanso con la propia familia que una reunión de trabajo que resulta decisiva para orientar un proyecto; nuestra confianza hacia los amigos, como es lógico, es mayor que la que sentimos hacia desconocidos. Pero esa adaptación natural al ambiente en que nos encontramos no debería de llevarnos a perder la propia identidad o a esconder aquello que le da sentido a toda nuestra vida: el amor a Jesús.


El afán por querer ser siempre la misma persona nos llevará a vivir una virtud humana muy querida por san Josemaría: la naturalidad. En una ocasión, escribía: «Cuando se trabaja única y exclusivamente por la gloria de Dios, todo se hace con naturalidad, sencillamente, como quien tiene prisa y no puede detenerse en “mayores manifestaciones”, para no perder ese trato –irrepetible e incomparable– con el Señor»[4]. No buscamos hacer el bien para que nos alaben o para que los que nos rodean se formen una buena opinión de nosotros. Por el contrario, lo que nos interesa es que todas nuestras obras sean un reflejo de la gloria de Dios y lleven a que muchos lo conozcan, mientras nosotros pasamos casi desapercibidos. Es la exigente recomendación del Maestro: «Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).


Para que nuestra naturalidad y coherencia sean verdaderas, no hemos de tener miedo a admitir nuestros errores y flaquezas. De lo contrario, podríamos caer en la tentación de algunos fariseos y escribas, que vivían en un mundo de buenos deseos, pero sin admitir sus propias limitaciones: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: “Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas”!» (Mt 23,29-30). El deseo de mostrarse muy seguros hacia los demás los llevaba a defender una falsa concepción de sí mismos y a ocultar sus limitaciones. Nosotros sabemos, en cambio, que incluso a través de nuestras flaquezas podemos reflejar la gloria de Cristo, porque él es nuestro Salvador. Como nuestra Madre, nos atreveremos a decir: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38), sabiendo que en esa verdad, quizá a los ojos del mundo bastante poco atractiva, se esconde toda nuestra riqueza.