Evangelio (Jn 6,51-58)
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo». Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Entonces Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
PARA TU RATO DE ORACION
MIRAD con cuidado cómo vivís: no como necios, sino como sabios» (Ef 5,15), afirma san Pablo en la segunda lectura. Y como para aclarar dónde se encuentra, a su juicio, la diferencia entre simplicidad y sensatez, añade: sabio es quien vive «redimiendo el tiempo» (Ef 5,16). En efecto, a poco que nos paremos a reflexionar, nos damos cuenta de que «el tiempo es breve» (1Cor 7,29). Por eso, cuando lo perdemos nos queda la sensación de haber obrado neciamente, de haber desperdiciado un tesoro precioso. Vivir es invertir el tiempo que se nos ha dado para peregrinar en esta tierra: quien acierta en esa inversión esa es la persona sabia. «El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas –comentaba san Josemaría–. Ayer pasó, y el hoy está pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios!»[1].
La sabiduría de este mundo, sin embargo, no es la sabiduría de Dios. Redimir el tiempo no consiste en hacer muchas cosas, ni tampoco en acumular experiencias más o menos gratificantes. Es Jesús, la sabiduría de Dios hecha carne, quien nos explica la lógica de la redención del tiempo: «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. Porque, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?, o ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?» (Mt 16,25-26). Cuando entregamos nuestra vida al Señor, cuando volvemos a poner en sus manos el tiempo que él nos ha regalado, dejamos entonces que él redima nuestras horas. «Por eso no os volváis insensatos –continúa san Pablo–, sino entended cuál es la voluntad del Señor» (Ef 5,17). El mismo Cristo nos revela su voluntad cuando se presenta como el juez que pide a cada uno cuentas del uso que ha hecho del tiempo recibido. Su veredicto, lo sabemos bien, se basará en las obras que hemos realizado por los demás. «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Perder el tiempo por los que más lo necesitan es perderlo por Jesús y, por lo tanto, redimirlo. Así es como ganamos la verdadera vida, llenamos de eternidad nuestras acciones. «De ahora en adelante, tened prisa en amar»[2], anima san Josemaría. Esa es la actitud más razonable, propia de quien sabe que «moneda que está en la mano, quizá se deba guardar; la monedita del alma se pierde si no se da»[3].
LA SABIDURÍA de la que nos habla la Escritura no es una facultad puramente intelectual. La misma palabra ‘sabiduría’ nos conecta enseguida con los sentidos, concretamente con el del gusto. El sabio se gusta la vida, saborea la entrega de su tiempo. La primera lectura de la Misa de hoy nos presenta, precisamente, a la sabiduría como una mujer que prepara un banquete para el «falto de inteligencia» y le dice: «Ven, come de mi pan, y bebe del vino que he mezclado. Deja la simpleza y vivirás, avanza por los caminos del discernimiento» (Pr 9,5-6). Esta imagen nos conduce a pensar en el banquete de la Eucaristía, que nos ha preparado el Verbo, la misma sabiduría de Dios. El Evangelio recoge, de hecho, un pasaje del discurso del pan de vida, en que vemos aparecer de nuevo la comparación entre la necedad de lo caduco y la sabiduría de vivir para la eternidad. «No obréis por el alimento que perece, sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre. (...) Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,27.51).
El marco creado por el discurso sobre la sabiduría nos ayuda a entender que al hablar de alimento el Señor se refiere a aquello que da sentido a nuestra vida. El hambre y la sed son una imagen del deseo de felicidad, de vida plena, que llevamos con nosotros. A este respecto, Jesús nos asegura que nada nos puede llenar a excepción del alimento que él nos ofrece; solo quien se alimente de la Eucaristía «no tendrá hambre» (Jn 6,35). Algo similar había dicho a la samaritana, tomando pie del agua que la mujer iba a buscar al pozo: «Todo el que beba de esta agua tendrá sed de nuevo, pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,13-14). En medio de la experiencia de la caducidad de todo lo que nos rodea, Jesús nos da en la Eucaristía una promesa de eternidad. O mejor, como enseña la Iglesia, una «prenda de vida eterna»[4]: una promesa que, en cierta medida, podemos ya tocar y gustar. Jesús en la Eucaristía es el don que Dios nos ha dado, ya aquí abajo, para llenar nuestros días de eternidad, para redimir nuestro tiempo. «Por eso la Misa es el centro y la raíz de la vida cristiana (...). Porque Cristo es el camino, el mediador, en él lo encontramos todo; fuera de él, nuestra vida queda vacía»[5].
AL CONCLUIR el discurso del pan de vida, muchos de los oyentes dijeron: «Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?» (Jn 6,60). Y añade Juan que «desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él» (Jn 6,66). En ocasiones, vivir solo de la Eucaristía puede resultar complicado. Podemos entonces preferir otros alimentos que nos dan cierta satisfacción; realidades buenas en sí mismas que, sin embargo, no alcanzan a saciarnos por completo. Otras veces se puede llegar a «confinar la Eucaristía a una dimensión vaga, lejana, quizá luminosa y perfumada de incienso, pero lejos de las situaciones difíciles de la vida cotidiana»[6].
Cristo es el primer interesado en saciarnos de verdad. En el Evangelio podemos comprobar que no permanece indiferente ante las preocupaciones de los hombres. No solo se ocupa de los problemas del alma, sino que también sale al paso de las necesidades más materiales: convierte el agua en vino para alegrar unas bodas, multiplica los panes y los peces para que las multitudes no mueran de hambre, calma una tormenta para que los discípulos se tranquilicen… En la Eucaristía Jesús da un paso más. No es simplemente un impulso que nos da para sobrellevar situaciones más o menos difíciles: se trata de un don por el que el mismo Dios entra en nuestra propia vida.
«Ciertamente necesitamos alimentarnos, pero también quedar saciados, saber que el alimento nos es dado por amor. En el Cuerpo y en la Sangre de Cristo encontramos su presencia, su vida donada por cada uno de nosotros. No nos da solo la ayuda para ir adelante, sino que se da a sí mismo: se hace nuestro compañero de viaje, entra en nuestras historias, visita nuestras soledades, dando de nuevo sentido y entusiasmo. Esto nos sacia, cuando el Señor da sentido a nuestra vida, a nuestras oscuridades, a nuestras dudas, pero él ve el sentido y este sentido que nos da el Señor nos sacia, esto nos da ese “algo más” que todos buscamos: ¡es decir la presencia del Señor! Porque al calor de su presencia nuestra vida cambia: sin él sería realmente gris»[7]. La Virgen María, que fue la primera persona en recibir a Cristo, nos podrá ayudar a acercarnos a la Eucaristía con el deseo de confiarle nuestras necesidades.