"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

17 de agosto de 2024

Rezar como rezan los niños

 



Evangelio (Mt 19,13-15)

En aquel tiempo, le presentaron unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían. Ante esto, Jesús dijo:

—Dejad a los niños y no les impidáis que vengan conmigo, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos.

Y después de imponerles las manos, se marchó de allí.


PARA TU RATO DE ORACION


CUENTA san Mateo que, en una ocasión, presentaron a Jesús «unos niños para que les impusiera las manos y orase» (Mt 19,13). Es fácil imaginar la escena: hombres y mujeres que quieren que sus hijos sean tocados por el Maestro y que rece por ellos. Los buenos padres quieren lo mejor para sus pequeños, y lo mejor es que Cristo los tome en sus brazos y los bendiga. Por eso podemos imaginar que aquellos padres se sentirían más tranquilos por el futuro de sus hijos, pues contaban con la bendición del Señor.

Son muchos los padres que han repetido esta escena desde entonces, hasta el punto de que se ha podido afirmar que «la práctica de bautizar a los niños pequeños es una tradición inmemorial de la Iglesia»[1]. Y es que, cuando se propicia el encuentro de los niños con Jesús, se hace un descubrimiento maravilloso, porque entre Jesús y los niños se da una sintonía muy singular (cfr. Mt 10,25; 18,3). En el Evangelio vemos cómo los pequeños se acercan al Maestro con confianza y él los abraza en medio a sus discípulos (cfr. Mc 9,36), a quienes pide que no los menosprecien (cfr. Mt 18,10) y que no les hagan daño (cfr. Mc 9,42).

Para san Josemaría, niños «quiere decir almas agradables a Dios»[2]. En el modo de obrar de un pequeño no hay engaño: se muestra siempre tal como es, no esconde segundas intenciones. No tiene miedo en mostrarse necesitado: al menor problema acude con confianza a sus padres. Así es como da gloria a Dios, y muestra a los adultos que la relación con el Señor es mucho más sencilla de lo que a veces podemos pensar. Por eso el fundador del Opus Dei señalaba que es preciso «creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños..., rezar como rezan los niños»[3].

LOS discípulos no veían con el mismo entusiasmo de Jesús a esos niños que le ofrecían para que los bendijera. Probablemente creían que eran una molestia para el Señor y pensaban: «Jesús ya tiene bastante con la gente que puede entender su predicación –los adultos– y con quienes de verdad lo necesitaban –los enfermos–. ¿Para qué hacerle perder el tiempo con aquellos niños sin uso de razón?». Los discípulos estaban tan convencidos de ese razonamiento que se tomaron la libertad de reñir a los pequeños y a sus padres (cfr. Mt 19,13). Cristo, en cambio, reaccionó con una frase que no ha dejado de resonar en la vida de la Iglesia a través de los siglos: «Dejad que los niños se acerquen a mí y no les impidáis que vengan conmigo» (Mt 19,14).

A lo largo de los siglos, muchas personas han acogido esta llamada del Señor. En primer lugar, padres y madres, abuelos y abuelas, que han tenido la ilusión de transmitir la fe a los pequeños de la familia, enseñándoles a pronunciar con cariño los nombres de Jesús y de María. Junto a ellos, muchos cristianos se han preocupado por dar a conocer a Dios a los niños y a los jóvenes: catequistas, educadores, sacerdotes, religiosas y religiosos… Todos ellos han rechazado la tentación de pensar que el tiempo con los niños eran horas perdidas. Aunque muchas veces el fruto de esas pequeñas semillas solo se percibe con el paso de los años –o incluso quizá nunca lo verán–, han encontrado una alegría profunda en su misión, pues han compartido con los más pequeños lo más valioso que tenían: la fe.

Educar a un niño implica sacrificio. Cualquier padre, madre o profesor puede describir a la perfección todo lo que esto supone: renunciar a algunos planes personales, tener mucha paciencia, olvidarse del propio cansancio… Es entonces cuando podemos caer en la cuenta de que nuestros padres y educadores vivieron todo eso con nosotros. Seguramente cuando éramos pequeños no nos dábamos cuenta de todo lo que suponía hacernos crecer. Y en buena medida esto se debe a que nuestros padres no veían los sacrificios como renuncias, sino como maneras de demostrar el amor por nosotros. «Cuando hay Amor, el sacrificio es gustoso –aunque cueste– y la cruz es la santa cruz. –El alma que sabe amar y entregarse así, se colma de alegría y de paz»[4].

SAN Mateo concluye la narración del encuentro del Señor con los niños diciendo que «Jesús, después de imponerles las manos, se marchó de allí» (Mt 19,15). Su preocupación y cuidado de los pequeños no desemboca en sobreprotección ni en ningún tipo de control: les da lo mejor que tiene y deja que sean ellos mismos quienes hagan crecer ese don. Así «es el amor del Señor, un amor de todos los días, discreto y respetuoso, amor de libertad y para la libertad, amor que cura y que levanta»[5].

Jesús nos ofrece con su conducta el ejemplo del buen educador, que es quien lleva a la persona hacia adelante, en el pleno ejercicio de la propia libertad. Se puede decir que lo contrario de educar es seducir: no conducir hacia afuera, sino atraer hacia uno mismo, para tomar del otro algo que se ambiciona. El Señor no busca arrebatar nada a quien se acerca a él: «Él no quita nada, y lo da todo»[6]. Por eso vemos a los niños y a otras personas frágiles tan a gusto con él, pues perciben su cariño auténtico: les ama porque sí, sin buscar nada a cambio. En cierto modo, nosotros también podemos experimentar la vulnerabilidad de los niños, de ahí que deseemos un amor que nos quiera por lo que somos, y no tanto por lo que le podamos dar.

Un amor que simplemente busca poseer está destinado a la infelicidad, pues no respeta el principio básico del amor: desear el bien del otro. «La ternura, en cambio, es una manifestación de este amor que se libera del deseo de la posesión egoísta. Nos lleva a vibrar ante una persona con un inmenso respeto y con un cierto temor de hacerle daño o de quitarle su libertad. El amor al otro implica ese gusto de contemplar y valorar lo bello y sagrado de su ser personal, que existe más allá de mis necesidades. Esto me permite buscar su bien también cuando sé que no puede ser mío»[7]. La Virgen María y san José son dos ejemplos de ese amor casto y tierno. Con frecuencia, los niños aprenden a tratar a Jesús viéndolo Niño como ellos, en los brazos de sus padres, y lo tratan entonces con las mismas caricias que le darían María y José, las mismas caricias que reciben también ellos de sus padres. Por eso, no es raro que el primer contacto con Jesús traiga consigo el aroma de la infancia, del amor tierno recibido en el hogar.