"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

24 de agosto de 2024

SAN BARTOLOMÉ Apóstol





Evangelio (Jn 1,45-51)


En aquel tiempo, Felipe encontró a Natanael y le dijo:


— Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas: Jesús de Nazaret, el hijo de José. Entonces le dijo Natanael:


— ¿De Nazaret puede salir algo bueno?


—Ven y verás, le respondió Felipe.


Vio Jesús a Natanael acercarse y dijo de él:


— Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez. Le contestó Natanael:


— ¿De qué me conoces? Respondió Jesús y le dijo:


— Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.


Respondió Natanael:


—Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.


Contestó Jesús:


—¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás. Y añadió:


— En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre.


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


TRADICIONALMENTE se identifica al apóstol san Bartolomé con Natanael, natural de Caná de Galilea (cfr. Jn 21,2). Era amigo de Felipe, quien le habló con entusiasmo de aquel maestro de Nazaret que acababa de conocer, pues estaba convencido de que era el Mesías. La respuesta de Natanael, sin embargo, fue como un jarro de agua fría a estas esperanzas: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46).


Es fascinante ver, en el primer capítulo del Evangelio de san Juan, cómo los primeros discípulos de Jesús hablan con toda naturalidad del Maestro a sus amigos y parientes. Les mueve la alegría que experimentan y un gran sentido de novedad: han encontrado un tesoro y quieren compartirlo con quienes tienen más cerca. Quizá no saben describir con palabras qué es lo que les atrae tanto de Jesús, y por eso recurren a una invitación muy directa: «Ven y verás» (Jn 1,46). No será Felipe quien cambiará directamente la vida de Natanael, sino el encuentro cara a cara con el Señor. «La fe nace por atracción, uno no se vuelve cristiano porque sea forzado por alguien, no, sino porque es tocado por el amor»[1].


El diálogo entre Felipe y Natanael manifiesta una gran amistad, llena de confianza. Cada uno comparte con el amigo lo que lleva en el corazón, mostrándose como es y exteriorizando con sencillez sus opiniones. Así lo hace Natanael, expresando inicialmente su escepticismo en que un profeta, y menos aún el Mesías, pueda salir de un sitio como Nazaret. No obstante, la confianza que tiene en Felipe es más fuerte que ese recelo, de ahí que decida aceptar la invitación a conocer al Señor. «Nuestro conocimiento de Jesús necesita sobre todo una experiencia viva: el testimonio de los demás ciertamente es importante, puesto que por lo general toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega a través de uno o más testigos. Pero después nosotros mismos debemos implicarnos personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús»[2].


NATANAEL se queda muy sorprendido cuando el Señor, al verlo llegar, dice directamente sobre él: «Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez» (Jn 1,47). Ante este elogio, responde un tanto confundido: «¿De qué me conoces?» (Jn 1,48). La respuesta de Jesús es, a primera vista, extraña: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). Esta frase es todo un misterio para nosotros, pero evidentemente Natanael sabía muy bien a qué se estaba refiriendo el Señor: a algo que tenía que ver de manera profunda e importante con su vida. Por eso, «se siente tocado en el corazón por estas palabras de Jesús, se siente comprendido y llega a la conclusión: este hombre sabe todo sobre mí, sabe y conoce el camino de la vida, de este hombre puedo fiarme realmente. Y así responde con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1,49). En ella se da un primer e importante paso en el itinerario de adhesión a Jesús»[3].


En el elogio de Jesús a Natanael se descubre el agrado que una persona sencilla y sincera despierta en el corazón de Cristo. En cierto modo, es algo que también nosotros sabemos apreciar: que una persona se presente ante nosotros tal como es, sin máscaras ni segundas intenciones. La sencillez y la sinceridad son dos virtudes íntimamente unidas, que nos ayudan a ser coherentes y auténticos: personas que se muestran como son en las palabras y en las obras, con claridad y verdad. «Meditad, hijos –escribió san Josemaría–, estas claras y estupendas palabras de san Pablo: “Toda nuestra gloria consiste en el testimonio, que nos da la conciencia, de haber procedido en este mundo con sinceridad de corazón y sinceridad delante de Dios” (2Cor 1,12). Esta es la gloria de la Obra, y esto es lo que cada uno de nosotros ha de procurar vivir en cualquier situación y circunstancia en que se encuentre. La sencillez y la sincera naturalidad de nuestro espíritu brillarán bien en el mundo, ante los hombres, si os esmeráis en ser filialmente sencillos y sinceros en el trato con Dios, si continuamente procuráis poner de acuerdo con la Verdad vuestros pensamientos, vuestras palabras y vuestras obras»[4].


LA RAÍZ de la sencillez que marcó la vida de san Bartolomé se halla en la humildad, virtud que nos permite reconocer en la presencia de Dios quiénes somos realmente y cuál es la situación de nuestra alma. Este conocimiento propio nos lleva a ponernos plenamente en manos del Señor, a confiar en él más que en nosotros mismos y a abrazar de corazón los designios de Dios sobre nuestra vida. Para vivir esta humildad, y con ella una gran sencillez y descomplicación interior, nos conviene ser como niños en la vida espiritual, como aconsejaba san Josemaría: «Haceos niños delante de Dios. Solo así sabremos ser hombres muy maduros en la tierra, porque a través de nuestra sencillez obrará la mano de Dios con su fortaleza y seguridad. Niños delante de Dios, con entera confianza, como el pequeño confía en su madre; no se preocupa del mañana ni de otra cosa: su madre vela por él. Dios vela por nosotros si somos sencillos»[5].


Uno de los aspectos que caracteriza a un niño es que no tiene problemas en reconocer su debilidad. Ante algo que le ha hecho daño o que le causa miedo, no duda en acudir inmediatamente a sus padres. Por eso san Josemaría animaba a imitar esa actitud en la vida espiritual. «Ese desaliento, ¿por qué? ¿Por tus miserias? ¿Por tus derrotas, a veces continuas? ¿Por un bache grande, grande, que no esperabas? Sé sencillo. Abre el corazón. Mira que todavía nada se ha perdido. Aún puedes seguir adelante, y con más amor, con más cariño, con más fortaleza. Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontrarás alegría, reciedumbre, optimismo, ¡victoria!»[6]. Si sabemos hacernos niños delante de Dios, también la Virgen María nos protegerá tomándonos en sus brazos. Podemos pedir a san Bartolomé que nos ayude a vivir esa sencillez que conquistó el corazón de Jesús.