Evangelio (Mt 22, 34-40)
“En aquel tiempo, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle:
—Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
Él le respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente”. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas”.
PARA TU RATO DE ORACION
LOS EXPONENTES de la clase dirigente del pueblo de Israel solían plantear a Jesús cuestiones con el objeto de calibrar su rigor y su integridad. En una ocasión, después de que el Señor respondiera con acierto a un enrevesado caso relativo a la resurrección, los fariseos optaron por una pregunta abierta y frontal: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Y Cristo no duda en contestar: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-40).
La respuesta de Jesús evocaría en sus oyentes aquellos versículos tan conocidos y familiares del Deuteronomio: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado» (Dt 6,6-7). Pero el Señor añade un segundo mandamiento: es necesario amar a los demás como uno se ama a sí mismo. No se trata de una exhortación totalmente nueva, puesto que en este mismo sentido se expresa Dios, según recoge el libro del Levítico: «No te vengarás de los hijos de tu pueblo ni les guardarás rencor, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18). Quizá lo llamativo de esta invitación es la medida: amar como nos amamos a nosotros mismos. Tal vez estaríamos más tranquilos si la referencia fuera más objetiva y fiable, es decir, si se tratase de amar a los demás como Dios ama o como los hombres santos aman a Dios.
Sin embargo, amar a los demás como nos amamos a nosotros es una invitación a amar en los otros aquello que es más sagrado e íntimo en nosotros mismos, lo que nos confiere nuestro valor más hondo: el hecho de que antes que nada y por encima de todo, es Dios quien nos ama a nosotros. Así lo intuyeron, como san Juan, los apóstoles: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros (…). Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4,11-12). Compartimos con los demás aquello que a nosotros nos hace sentirnos orgullosos de nosotros mismos: la realidad de que somos hijas e hijos queridos por Dios. Ese es el motivo y la medida del amor por nuestros hermanos.
A LO LARGO de los siglos, en Israel se había reflexionado sobre quién era el prójimo al que debía amarse. En tiempos de Jesús, esa pregunta seguía viva. Precisamente san Lucas cuenta que uno de los oyentes preguntó a Cristo quién era ese prójimo, a lo que el Señor respondió con la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 22, 35-27). Para los bautizados, un prójimo muy cercano a nosotros lo compone la multitud de los hijos de la Iglesia. Si estamos llamados a amar en los demás aquello que tanto amamos en nosotros mismos, ¡cuánto más, si cabe, amaremos a quienes comparten con nosotros una misma fe! Precisamente la misteriosa visión que trae el libro de Ezequiel es una imagen de la Iglesia. «Imaginaos toda una llanura llena de huesos. Dios le pide, entonces, que invoque sobre ellos al Espíritu. En ese momento, los huesos se mueven, comienzan a acercarse y a unirse, sobre ellos crecen primero los nervios y luego la carne y se forma así un cuerpo, completo y lleno de vida (cfr. Ez 37,1-14). He aquí, esta es la Iglesia. (...) Es una obra maestra, la obra maestra del Espíritu, quien infunde en cada uno la vida nueva del resucitado y nos coloca uno al lado del otro, uno al servicio y en apoyo del otro, haciendo así de todos nosotros un cuerpo, edificado en la comunión y en el amor»[1].
Es lógico que nosotros sintamos, como cosa propia, las cosas de la Iglesia, tanto sus gozos como sus sufrimientos. Nos gustaría saber trascender las pequeñas diferencias e incomprensiones. No se trata de los avatares de una gran organización humana cargada de buenos desvelos e intenciones, sino que es el destino del cuerpo místico del Señor. «Querría –ayúdame con tu oración– que, en la Iglesia Santa, todos nos sintiéramos miembros de un solo cuerpo, como nos pide el Apóstol; y que viviéramos a fondo, sin indiferencias, las alegrías, las tribulaciones, la expansión de nuestra Madre, una, santa, católica, apostólica, romana. Querría que viviésemos la identidad de unos con otros, y de todos con Cristo»[2]. Y porque amamos a todos, es lógico desear que muchos se acerquen a la Iglesia, para que puedan dejarse alcanzar por Dios y puedan llegar a la fuente de la vida que da la verdadera felicidad: «Yo pido al Señor cada día que agrande mi corazón, para que siga convirtiendo en sobrenatural este amor que ha puesto en mi alma hacia todos los hombres, sin distinción de raza, de pueblo, de condiciones culturales o de fortuna. Estimo sinceramente a todos, católicos y no católicos, a los que creen en algo y a los que no creen, que me causan tristeza. Pero Cristo fundó una sola Iglesia, tiene una sola Esposa»[3].
«ERRABAN por un desierto solitario –exclama el salmista–, no encontraban el camino de ciudad habitada; pasaban hambre y sed, se les iba agotando la vida; pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación. Los guió por un camino derecho, para que llegaran a una ciudad habitada. Gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación» (Salmo 107,4-7). Quizá cada uno de nosotros podemos atravesar por circunstancias parecidas en las que parece, con más o menos intensidad, que la vida se agota, que el hambre y la sed se recrudecen, que aquello de lo que más orgullosos deberíamos sentirnos se desdibuja, que lo que en nosotros es lo más grande corre el riesgo de ser olvidado. Y nos unimos al salmista para gritar también nosotros al Señor que no queremos perder de vista su amor por nosotros. Porque si bien el amor de Dios por nosotros es perfecto, es a veces imperfecta y limitada nuestra percepción de ese amor.
«El primer paso que Dios da hacia nosotros es el de un amor que se anticipa y es incondicional. Dios ama primero. Dios no nos ama porque en nosotros hay alguna razón que suscita amor. Dios nos ama porque él mismo es amor, y el amor tiende por su naturaleza a difundirse, a donarse. Dios no une tampoco su bondad a nuestra conversión: más bien esta es una consecuencia del amor de Dios»[4]. Tenemos necesidad de conservar frescas en la memoria las intervenciones del Señor en nuestra vida y en cada uno de nuestros días. Así reza una de las colectas del formulario de la Misa de acción de gracias: «Oh Dios, Padre de todos los dones, de quien procede cuanto somos y tenemos, enséñanos a reconocer los beneficios de tu inmensa bondad y a amarte con sincero corazón y con todas nuestras fuerzas»[5]. La acción de gracias nos permite descubrir que, también en medio del hambre y la sed del desierto, el Señor sigue velando por nosotros. Cultivar esa memoria agradecida nos ayuda a recuperar la vida cuando notamos que se nos agota. Podemos pedir a la Virgen María que sepamos acoger el amor incondicional de su Hijo, que nos sostiene y nos protege continuamente en nuestro caminar terreno.