"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

8 de septiembre de 2024

COMPRENSION

 



Evangelio (Mc 7,31-37)


En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga la mano. Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua.


Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effeta” (esto es, “Ábrete”) Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente.


Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”



PARA TU RATO DE ORACION



EN LA SEGUNDA lectura de la Misa de este domingo, el apóstol Santiago encarece a los cristianos a no hacer acepción de personas. Por lo que señala, parece ser que si uno llegaba a una asamblea «con anillo de oro y vestido espléndido», se le dedicaban grandes atenciones y se le dejaba el mejor sitio. En cambio, si entraba «un pobre mal vestido», era ignorado o, incluso, se le decía: «Siéntate en el suelo, a mis pies». El apóstol recuerda que semejante manera de actuar es totalmente opuesta al mensaje cristiano. «¿Acaso no escogió Dios a los pobres según el mundo, para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que le aman?» (St 2,1-5).


A veces puede ocurrir que nuestro enfoque de la realidad esté marcada por los prejuicios. Tenemos ya unos esquemas preconcebidos que nos permiten clasificar positiva o negativamente las personas y los hechos. En ocasiones pueden estar fundados en experiencias pasadas, pero en otras simplemente es fruto de una impresión a primera vista o de una opinión que hemos oído. Aunque puede darse que tengamos motivos para desarrollar un juicio negativo, podemos fijarnos en la mirada de Cristo, que no se detiene en los errores y en los pecados. «Mira a tu alrededor: verás que muchas personas que viven cerca de ti se sienten heridas y solas, necesitan sentirse amadas: da el paso. Jesús te pide una mirada que no se quede en las apariencias, sino que llegue al corazón; (...) que no juzgue sino que acoja»[1].


En este sentido, el prelado del Opus Dei señala que «la comprensión, fruto del amor fraterno, conduce también a evitar discriminaciones en las relaciones con unos y otros, que podrían surgir al constatar las diferencias»[2]. De este modo, lo que nos distingue de los demás no se percibirá como un obstáculo, sino como una oportunidad para ensanchar el corazón y ofrecer nuestro amor sin barreras de ningún tipo. «Habéis de practicar también constantemente una fraternidad –comentaba san Josemaría–, que esté por encima de toda simpatía o antipatía natural, amándoos unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[3].


EL EVANGELIO de hoy cuenta el milagro de la curación de un sordomudo. Cuando se lo presentaron, Jesús lo apartó de la muchedumbre, «le metió los dedos en las orejas y le tocó con saliva la lengua; y mirando al cielo, suspiró, y le dijo: “Effetha” –que significa: “Ábrete”. Y se le abrieron los oídos, quedó suelta la atadura de su lengua y empezó a hablar correctamente» (Mc 7,33-35). Muchos de los milagros de Jesús están relacionados con los sentidos. Gracias a esas curaciones, las personas pudieron contemplar la realidad en todo su esplendor: escuchar la voz de los seres queridos, deleitarse en un buen paisaje, expresarse sin problema, moverse sin limitaciones… Para la mayoría de la gente se trataba de algo que daban por descontado, pero no para ellos: el hecho de haberse visto privados de esas sensaciones les haría apreciarlas de una manera única.


Podemos aprender de las personas que fueron curadas por Jesús a maravillarnos ante lo que la vida nos ofrece. En ocasiones puede suceder que la realidad que tenemos delante no nos resulte demasiado emocionante. Esto provoca que busquemos refugio en estímulos que sabemos que nos van a interesar, o en actividades que se ajustan a nuestras expectativas. Sin embargo, esta actitud dificulta que podamos conectar con los demás y disfrutar de los pequeños placeres que la vida ordinaria nos ofrece: la satisfacción por el trabajo bien hecho, una conversación entre amigos, una cena sencilla en familia, un rato de lectura o de deporte…


En esta línea, san Josemaría aconsejaba vivir la mortificación de los sentidos: pequeños sacrificios que nos permiten vivir con autenticidad lo que tenemos entre manos, rechazando los primeros impulsos que nos sugiera la imaginación[4]. De esta manera, podemos desarrollar «una actitud del corazón que vive todo con serena atención, que sabe estar plenamente presente ante alguien sin estar pensando en lo que viene después, que se entrega a cada momento como don divino que debe ser plenamente vivido»[5]. Detalles como bendecir la mesa antes de comer o interesarnos por las cosas de los demás en lugar de acudir al móvil nos permite en cierto modo sanar nuestros sentidos: son momentos en los que frenamos el impulso inicial de saciarnos o distraernos para contemplar a Dios y a nuestros hermanos.


DESPUÉS de la curación, Jesús pidió a los allí presentes que no se lo dijeran a nadie. Sin embargo, el evangelista señala que cuanto más lo mandaba «más lo proclamaban; y estaban tan maravillados que decían: “Todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos”» (Mc 7,36-37). Quizá puede sorprender esa desobediencia, pero san Juan Crisóstomo explica su actitud como un no poder contenerse y comenta: «Lo que Él nos quiere enseñar es que jamás hablemos de nosotros mismos ni consintamos que otros nos elogien; mas, si la gloria ha de referirse a Dios, no solo no hemos de impedirlo, sino que podemos mandarlo»[6].


Lo que le ocurrió al que era sordomudo es una reacción natural. Si a cualquiera de nosotros nos sucede algo extraordinario, lo normal es compartirlo con los demás. La transmisión del Evangelio sigue esta misma lógica: hemos encontrado en el Señor un amor que responde a las necesidades más profundas del corazón humano. «Por eso evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie»[7].


Por este motivo, san Josemaría decía que la primera piedra de la evangelización es cuidar la propia relación con el Señor, pues solo así la siembra será eficaz: «Es preciso que seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida «para adentro»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a estar muy unidos a su Hijo, para poder darlo a conocer a las personas que nos rodean.