"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

7 de septiembre de 2024

QUE QUIERE DIOS..

 



Evangelio (Lc 6, 1-5)


Un sábado pasaba él por entre unos sembrados, y sus discípulos arrancaban espigas, las desgranaban con las manos y se las comían. Algunos fariseos les dijeron:


—¿Por qué hacéis en sábado lo que no es lícito?


Y Jesús respondiéndoles dijo:


—¿No habéis leído lo que hizo David, cuando tuvieron hambre él y los que le acompañaban? ¿Cómo entró en la Casa de Dios, tomó los panes de la proposición y comió y dio a los que le acompañaban, a pesar de que sólo a los sacerdotes les es lícito comerlos?


Y les decía:


—El Hijo del Hombre es señor del sábado.



PARA TU RATO DE ORACION 



LOS APÓSTOLES no pueden soportar el hambre. Probablemente llevan varios días sin apenas probar bocado. Por eso, en cuanto pasan entre unos sembrados, arrancan unas espigas, las desgranan con las manos y se las comen. El gesto en sí no parece que tenga nada de problemático, pero es sábado. Y la ley dice que en ese día no se puede recoger la siembra. De ahí que algunos fariseos, al observar el descuido de esos discípulos, busquen explicaciones: «¿Por qué hacéis en sábado lo que no es lícito?» (Lc 6,2). No son los apóstoles quienes responden, sino Jesús: «¿No habéis leído lo que hizo David, cuando tuvieron hambre él y los que le acompañaban? ¿Cómo entró en la Casa de Dios, tomó los panes de la proposición y comió y dio a los que le acompañaban, a pesar de que solo a los sacerdotes les es lícito comerlos?» (Lc 6,3-4).


Con frecuencia, el Señor descuidó algunas prácticas habituales en el pueblo judío. Ciertos escribas y fariseos le echaron en cara que sus discípulos no se lavaran las manos antes de comer, por no hablar de las denuncias que suscitó el hecho de que obrara milagros el sábado. ¿Y por qué lo hizo? Para llevar la fe al centro de la práctica religiosa, «y evitar un peligro, que vale tanto para esos escribas como para nosotros: el de observar las formalidades externas dejando en un segundo plano el corazón de la fe. Nosotros también muchas veces nos “maquillamos” el alma. (...) Es el riesgo de una religiosidad de la apariencia: aparentar ser bueno por fuera, descuidando purificar el corazón. Siempre existe la tentación de “reducir nuestra relación con Dios” a alguna devoción externa, pero Jesús no está satisfecho con este culto. Jesús no quiere exterioridad, quiere una fe que llegue al corazón»[1].


Ciertamente, esto no significa que las obras externas carezcan de importancia. De hecho, en el día a día del Señor están presentes muchas de las tradiciones de cualquier judío de la época: recita las oraciones acostumbradas, va a la sinagoga con frecuencia, celebra las fiestas… Pero todo eso no lo realizaría por el simple afán de aparentar, o como manera de ganarse el respeto de Dios Padre o de los demás, sino que era expresión del amor que llenaba su corazón. De este modo, «nos recuerda que la vida cristiana es un camino por recorrer, que no consiste tanto en una ley que debemos observar, sino en la persona misma de Cristo, a quien hemos de encontrar, acoger y seguir»[2].


JESÚS no critica tanto el celo que tenían algunos escribas y fariseos por cumplir la ley sino su falta de amor. Muchos de ellos dedicaban un tiempo considerable a la oración y al ayuno, pero a cambio descuidaban los deberes más elementales de caridad hacia el prójimo. Así, no dudaban en criticar al que no seguía su estándares de vida, o les importaba más el cumplimiento de unos preceptos que alegrarse por la curación de una persona. En realidad, no hay nada más opuesto como contraponer el seguimiento de la ley divina con el deseo de querer el bien de los demás. «Prefiero las virtudes a las austeridades, dice con otras palabras Yavé al pueblo escogido, que se engaña con ciertas formalidades externas. –Por eso, hemos de cultivar la penitencia y la mortificación, como muestras verdaderas de amor a Dios y al prójimo»[3].


San Gregorio Magno comentaba que el ayuno es santo cuando va acompañado de otros actos de virtud, en especial de la generosidad[4]. En este sentido, san Josemaría animaba a practicar «mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos». Y añadía: «Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente solo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos»[5].


Cada día nos ofrece muchas oportunidades de agradar a Dios buscando el bien de las personas que nos rodean: sonreír cuando estamos cansados, ofrecernos a realizar una tarea más costosa, perdonar los pequeños roces de la convivencia, compartir nuestro tiempo con quien más lo necesita… A través de estos gestos estamos cumpliendo los principales mandamientos de la ley: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27).


A VECES los formalismos pueden dar una cierta sensación de seguridad. En general, todos necesitamos indicaciones precisas para saber si estamos realizando bien algo. Si aplicamos este planteamiento a la vida cristiana, la relación con Dios puede acabar convirtiéndose como la de aquellos fariseos que Jesús denunció: llena de obras externas buenas, pero con un corazón que no vibra con lo que vive. En cambio, cuando cumplimos los mandamientos involucrando nuestras potencias –voluntad, afectos e intelecto–, descubrimos una alegría profunda, serena, porque saboreamos con los sentidos espirituales su amor en cada uno de sus preceptos y en cada una de las circunstancias de la vida. El prelado del Opus Dei expresa: «Saber que el Amor infinito de Dios se encuentra no solo en el origen de nuestra existencia, sino en cada instante, porque Él es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, nos llena de seguridad»[6].


Fundamentar la lucha cristiana en la filiación divina nos llena de optimismo. Hoy en día se dice que las expresiones de afecto que recibe un niño de sus padres pueden tener una importancia decisiva en su futuro. Si desde pequeño se siente querido y reconocido, cuando sea mayor tendrá una base sólida sobre la que construir el resto de relaciones. Pues bien, algo similar sucede en nuestro trato con Dios. «Saber que tenemos un Padre que nos ama infinitamente nos permite llevar una vida alegre y plena, y nos lleva también a iluminar todos los ámbitos de nuestra existencia desde ese amor, confianza y sencillez, incluso en medio de las dificultades o cuando experimentamos con más fuerza nuestros defectos»[7]. La filiación divina da también otra perspectiva al cumplimiento de la ley: no somos súbditos tratando de acontentar a un rey, sino hijos que se esfuerzan en agradar a su padre… aunque no siempre lo consigan. Podemos pedir a la Virgen María que sepamos sentirnos siempre hijos queridos por Dios.