"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

4 de septiembre de 2024

DIOS ENTRA A NUESTRA CASA

 



Evangelio (Lc 4, 38-44)


Saliendo Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón. La suegra de Simón tenía una fiebre muy alta, y le rogaron por ella. E inclinándose hacia ella, conminó a la fiebre, y la fiebre desapareció. Y al instante, ella se levantó y se puso a servirles.


Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos con diversas dolencias se los traían. Y él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba. De muchos salían demonios gritando y diciendo:


— ¡Tú eres el Hijo de Dios! Y él, increpándoles, no les dejaba hablar porque sabían que él era el Cristo.


Cuando se hizo de día, salió hacia un lugar solitario, y la multitud le buscaba. Llegaron hasta él, e intentaban detenerlo para que no se alejara de ellos. Pero él les dijo:


— Es necesario que yo anuncie también a otras ciudades el Evangelio del Reino de Dios, porque para esto he sido enviado.


E iba predicando por las sinagogas de Judea.


PARA TU RATO DE ORACIÓN


HACE poco que Jesús empezó a predicar. Su fama se ha ido difundiendo por toda la región. Quizá por eso, un endemoniado manifiesta su posesión mientras el Señor se encuentra en la sinagoga de Cafarnaún (cfr. Lc 4,31-37). Pedro, que probablemente contempla la escena, está asombrado ante la potestad de aquel Maestro cuyas enseñanzas no solo comprende, sino que le emocionan y le atraen. Cristo habla de un modo que todos le entienden y, además, acompaña sus palabras con obras que las confirman y les confieren una mayor autoridad. Sin más ritos ni preparaciones, con su sola declaración – «¡Cállate, y sal de él!» (Lc 4,35)–, el demonio abandona aquel hombre.


«Saliendo Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón» (Lc 4,38). Tal vez empujado por lo que ha visto, Pedro no pierde la oportunidad y le pide que cure a su suegra, que «tenía una fiebre muy alta» (Lc 4,38). Cristo no se hace de rogar. No le frena que sea sábado, sino que sale al encuentro de aquella petición. Como acaba de hacer con el espíritu impuro, hace con la fiebre: con su sola palabra desaparece por completo. Y al instante la suegra se levanta y se pone a servirles (cfr. Lc 4,39).


Cuando recibimos al Señor en la Comunión, Jesús entra en nuestra casa como hizo con Pedro. Y en esos momentos, como el apóstol, podemos confiarle lo que ocupa nuestro corazón: preocupaciones, ilusiones, dudas, dolores… En realidad, Dios está ya en disposición de ayudarnos antes incluso de que se lo pidamos. Pero quiere que acudamos a él, que le abramos nuestra intimidad y pongamos en sus manos nuestras necesidades. «Si notas que no puedes, por el motivo que sea, dile, abandonándote en él: ¡Señor, confío en ti, me abandono en ti, pero ayuda mi debilidad! Y lleno de confianza, repítele: mírame, Jesús, soy un trapo sucio; la experiencia de mi vida es tan triste, no merezco ser hijo tuyo. Díselo…; y díselo muchas veces. –No tardarás en oír su voz: «ne timeas!» –¡no temas!; o también: «surge et ambula!» –¡levántate y anda!»[1].


POR PRIMERA vez en el evangelio de san Lucas aparece algo que será una constante en la vida pública del Maestro: aunque muchos le piden la curación del cuerpo, Jesús no se queda solo en eso. Cristo sana los males más importantes: los del alma. Como hará también en otra ocasión, en primer lugar le dirá al paralítico al que bajan por el tejado de una casa: «Tus pecados te son perdonados» (Lc 5,20). Y solo después, añadirá: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Lc 5,24).


«Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos con diversas dolencias se los traían. Y él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba» (Lc 4,40). Jesús sabe que el reino que va a instaurar echará sus raíces en las almas de las personas. Por eso va preparando el terreno y libera a los hombres tanto de las enfermedades del cuerpo como de las del espíritu. «De muchos salían demonios gritando y diciendo: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”» (Lc 4,41). Cristo manifiesta así que «sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva»[2].


También nosotros podemos acercarnos al Señor con el deseo de que arranque de nuestra alma todo lo que pueda separarnos de él. Como escribía san Josemaría: «Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay!– tanto poso… –Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas… Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor»[3].


YA DE MADRUGADA, Jesús se ha dedicado a la oración, de donde desborda no solo el amor que le ha llevado a sanar a los que le han presentado, sino también la fuerza que le impulsa a seguir difundiendo la buena nueva. Por eso, cuando algunos intentaron detenerlo para que no se alejara de ellos, Cristo les dijo: «Es necesario que yo anuncie también a otras ciudades el Evangelio del Reino de Dios, porque para esto he sido enviado» (Lc 4,43).


Jesús quiere llegar a más almas. Ese deseo de llevar el Reino a todos los hombres es lo que le lleva a ir predicando por todas las sinagogas de Judea. Antes de la Ascensión, el Señor dejará a sus discípulos en testimonio este afán: que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Todo lo que los apóstoles han visto y oído durante los años con Cristo está llamado a ser compartido con toda la humanidad. «El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla»[4].


Los apóstoles fueron los primeros en difundir lo que Jesús había hecho por todos los hombres. Y hoy Jesús quiere que nosotros, sus discípulos, continuemos esta misión. «“Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda?” (Lc 12,49). Nos hemos asomado un poco al fuego del Amor de Dios; dejemos que su impulso mueva nuestras vidas, sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo a conocer a quienes nos rodean: para que también ellos conozcan la paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad»[5]. Podemos acudir a la Virgen María para que «la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz»[6].