Evangelio (Lc 4, 31-37)
Bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y el sábado se puso a enseñarles. Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque su palabra iba acompañada de potestad.
Se encontraba en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio impuro, que gritó con gran voz:
— ¡Déjanos!, ¿qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!
Y Jesús le conminó:
— ¡Cállate, y sal de él!
Entonces el demonio, arrojándolo al suelo, allí en medio, salió de él, sin hacerle daño alguno. Y todos se llenaron de estupor y se decían unos a otros:
— ¿Qué palabra es ésta, que con potestad y fuerza manda a los espíritus impuros y salen?
Y se divulgaba su fama por todos los lugares de la región.
PARA TU RATO DE ORACION
A JESÚS le interesaba predicar en Cafarnaúm. Y no solo porque fuera el lugar de procedencia de varios de los apóstoles, sino por la apertura a su enseñanza que encontró. En efecto, se trataba de un pueblo pesquero crecido a orillas del mar de Galilea, con trasiego de comerciantes y guarniciones romanas, además de contar con una importante sinagoga. Era, por tanto, una localidad de confluencia de judíos y gentiles, autóctonos y viajeros, por lo que había una gran convergencia de mentalidades.
En una ocasión en la que Jesús bajó a Cafarnaúm, san Lucas destaca el asombro que producía su enseñanza, «porque hablaba con autoridad» (Lc 4,31). Podemos imaginar a los diversos oyentes de la predicación del Señor, a quien prestarían atención movidos quizá por la esperanza, el interés o la curiosidad. Observarían la relación entre sus maravillosas palabras y sus gestos, sus reacciones ante la gente, sus actitudes ante los incidentes de la vida en el pueblo. A diferencia de lo que a menudo les ocurría con algunos fariseos, el discurso de Cristo les provocaba una fascinación que emanaba de su autoridad. No solo hablaba de realidades más o menos bonitas, sino que además veían en su forma de actuar la confirmación de lo que enseñaba.
A través de la lectura y la meditación del Evangelio, también nosotros podemos maravillarnos ante la figura de Jesús como sus contemporáneos. «Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más –comentaba san Josemaría–. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones»[1].
DURANTE la estancia del Señor en Cafarnaún, «se encontraba en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio impuro, que gritó con gran voz: “¡Déjanos!, ¿qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!”». Cristo entonces lo increpó diciendo: «¡Cállate, y sal de él!». Acto seguido el demonio arrojó al suelo a aquel hombre y salió de él «sin hacerle daño alguno». Los allí presentes «se llenaron de estupor y se decían unos a otros: “¿Qué palabra es esta, que con potestad y fuerza manda a los espíritus impuros y salen?”» (Lc 4,33-36).
El Señor tiene potestad sobre los espíritus inmundos. En esta escena el demonio lo desafía y con impertinencia lo llama Santo de Dios, mostrando a la par el conocimiento de su misión y la rebeldía frente a la obra de salvación. Pese a su aparente fuerza, es obediente a la orden de Jesús, y ante sus palabras abandona inmediatamente el cuerpo de aquel hombre. Algo similar se volverá a repetir en otros momentos del Evangelio. Personas que durante muchos años, o incluso desde el nacimiento, se hallaban esclavizadas por el demonio o la enfermedad, lo que en ocasiones les causaba además el desprecio de sus contemporáneos. Y el encuentro con el Señor no solamente les restablecería la condición física, sino que les permitiría tener una nueva relación con la vida: podrían volver a disfrutar de la compañía de sus seres queridos y su trato con Dios estaría marcado por una fe renovada.
«El Evangelio es palabra de vida: no oprime a las personas, al contrario, libera a quienes son esclavos de muchos espíritus malignos de este mundo: el espíritu de la vanidad, el apego al dinero, el orgullo, la sensualidad... El Evangelio cambia el corazón, cambia la vida, transforma las inclinaciones al mal en propósitos de bien. El Evangelio es capaz de cambiar a las personas. Por lo tanto, es tarea de los cristianos difundir por doquier la fuerza redentora, convirtiéndose en misioneros y heraldos de la Palabra de Dios»[2].
ADEMÁS de por el Evangelio, las indicaciones de Jesús nos llegan a través de la Iglesia y de diversas mediaciones de las que el Señor se vale para darnos a conocer su voluntad. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Dios también puede hacernos ver su voluntad a través de las personas que nos rodean, revestidas de mayor o menor autoridad, dependiendo de la instancia y del contexto. Saber que Dios nos puede hablar a través de otras personas o de sucesos más o menos corrientes, la convicción de que ahí podemos escucharle, genera en nosotros una actitud dócil frente a sus designios, escondidos también en las palabras de quienes nos acompañan en el camino»[3].
La etimología de la palabra ‘obedecer’ procede del latín ob-audire, que quiere decir «saber escuchar». Para seguir a Cristo de cerca a veces necesitamos contrastar nuestras ideas con aquellos que nos conocen bien, pues no siempre tenemos muy claro qué es lo que nos conviene. La voluntad de Dios, por lo general, no se presenta de manera diáfana y evidente. Por eso, ese «saber escuchar» implica permanecer abiertos a lo que otros ven. Esto puede ser difícil de aceptar, sobre todo si el comportamiento sobre el que deliberamos nos atrae o nos cuesta mucho. De ahí que sea esencial la constante disposición de tener en mucho los consejos que recibimos de las personas que nos quieren y tienen la gracia de Dios para ayudarnos; necesitamos valorarlos como una ayuda con la que el Señor cuenta para que sepamos discernir cuál es su voluntad.
Señor, ¿qué quieres de mí? Desde este punto de vista, se comprende la grandeza de la virtud de la obediencia. Quien la ejercita no se empequeñece; al contrario, se hace grande por su disposición a hacer lo que Dios quiere, hasta el punto de que desea no engañarse en el momento de discernir cómo ponerlo en práctica. La Virgen María, de hecho, fue grande porque supo escuchar lo que Dios quería de ella y cumplir su voluntad. «En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»[4].