"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

6 de septiembre de 2024

El vino nuevo




Evangelio (Lc 5, 33-39)


Pero ellos le dijeron:


—¿Por qué los discípulos de Juan ayunan con frecuencia y hacen oraciones, y lo mismo los de los fariseos y, en cambio, los tuyos comen y beben?


Jesús les respondió:


—¿Acaso podéis hacer ayunar a los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Ya vendrán los días en que les será arrebatado el esposo; entonces, en aquellos días, ayunarán.


Y les decía también una parábola:


—Nadie pone a un vestido viejo un remiendo cortado de un vestido nuevo, porque entonces, además de romper el nuevo, el remiendo del vestido nuevo no le iría bien al viejo. Tampoco echa nadie vino nuevo en odres viejos; porque entonces el vino nuevo reventará los odres, y se derramará, y los odres se perderán. El vino nuevo debe echarse en odres nuevos. Y ninguno acostumbrado a beber vino añejo quiere del nuevo, porque dice: «El añejo es mejor».


 PARA TU RATO DE ORACIÓN


LOS ESCRIBAS y fariseos preguntan en tono de queja al Señor: «¿Por qué los discípulos de Juan ayunan con frecuencia y hacen oraciones, y lo mismo los de los fariseos; y en cambio, los tuyos comen y beben?» (Lc 5,33). El modo de comportarse de Jesús y los apóstoles les incomoda. Por eso comparan esa actuación con la de los seguidores de Juan. Saben que hay una continuidad entre la predicación del Bautista y la de Jesucristo; de ahí que busquen alguna referencia en común como criterio de comparación para su crítica. Pero la razón de fondo de su comportamiento es que les cuesta acoger la novedad que trae Jesús de Nazaret. Las verdades anunciadas por el Mesías y su modo de exponerlas les resultan sorprendentes e incómodas. Una cosa es invitar a la conversión y aceptar que son pecadores; y otra reconocer que tienen delante al Salvador del mundo, fundamento y razón de ser del pueblo de Israel.


El problema de las comparaciones en general, y de esta en particular, es que ocultan una verdad más grande. Las comparaciones nacen de una incomodidad, de una molestia, de una rebeldía. El sujeto que juzga se proyecta a sí mismo, se pone por delante y utiliza un criterio de juicio adecuado para que parezca que tiene razón. La experiencia personal acumulada se erige en verdad absoluta y la persona no concibe que el mundo sea un poco más grande que su limitada realidad. Las quejas encuentran en su pequeño arsenal de ideas una estrecha vara de medir que permite que la postura defendida pueda resultar vencedora resulte vencedora. En este caso, el punto de referencia es quién ayuna más o menos, porque a algunos escribas y fariseos les gustaba que los demás supieran que ayunaban. Pero el problema de las comparaciones es que estrechan la mirada y se focalizan en algún detalle concreto que impide ver el conjunto y aprender misterios más profundos que no toca juzgar sino acoger.


San Josemaría animaba a no juzgar sin ponderar bien las cosas, para tener una visión más amplia. «Cada uno ve las cosas desde su punto de vista... y con su entendimiento, bien limitado casi siempre, y oscuros o nebulosos, con tinieblas de apasionamiento, sus ojos, muchas veces»[1]. Y añadía que puede suceder como cuando, al contemplar una obra de arte muy abstracta, es difícil reconocer la figura que representa: «Es la visión de ciertas personas tan subjetiva y tan enfermiza, que trazan unos rasgos arbitrarios asegurándonos que son nuestro retrato, nuestra conducta… ¡Qué poco valen los juicios de los hombres! –No juzguéis sin tamizar vuestro juicio en la oración»[2].


HAY comparaciones, como la de los fariseos y escribas, que se utilizan para criticar. Pero también hay otras que pueden ayudar a comprender e iluminar mejor una realidad. Cualquier aproximación nuestra a la vida, al conocimiento de una persona o de un modo de actuar conlleva un prejuicio. En esa anticipación uno hace una síntesis del conocimiento alcanzado, proyecta su modo de ver las cosas y también prevé lo que parece que va a pasar. «Si me pongo a estudiar antes, seguro que me va mejor en el examen». «Creo que este regalo le va a gustar». «Se le ve cansado y debe ser por ese motivo». «Si vamos por este camino es probable que encontremos atasco».


En todos estos juicios hay unos criterios que permiten atisbar los medios más adecuados para alcanzar un fin concreto, como puede ser el mejor modo de tratar a una persona para que se sienta acogida. Pero siempre nos quedaría por saber cuál debería ser el criterio último de juicio. Pues bien, ese punto de referencia de nuestra actuación tiene un nombre propio. Cuando el Señor toma la palabra y responde a los escribas y fariseos, les dice cuál es el criterio auténtico para comparar: él mismo. «¿Acaso podéis hacer ayunar a los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Ya vendrán los días en que les será arrebatado el esposo; entonces, en aquellos días, ayunarán» (Lc 5,34-35). Ayunar o no depende de la presencia de Jesucristo. Las dos opciones, claramente, son buenas, pero la presencia del Señor hace que la más apropiada sea una en concreto, porque el ayuno debía servir para percibir mejor las cosas de Dios, y le tenían delante de sus ojos.


«Cuanto más toma Jesús el centro de nuestra vida, tanto más nos hace salir de nosotros mismos, nos descentra y nos hace ser próximos a los otros»[3]. Cuando uno pasa mucho tiempo con una persona, suele ocurrir que acaba adoptando algunos de sus gestos o expresiones. Del mismo modo, cuando seguimos de cerca al Señor aprendemos a juzgar la realidad con su punto de vista y, sobre todo, a acogerla con su corazón. En cualquier momento, ya sea en el trabajo, en la universidad o en el tiempo libre, podemos preguntarnos: «¿Qué haría Cristo en mi lugar? (...) Llegará el día en que, sin darse cuenta, el corazón de cada uno de ustedes latirá como el corazón de Jesús»[4].


JESÚS es consciente de que juzgar la realidad como él propone implica una novedad no pequeña. Por eso cuenta dos parábolas para mostrar cómo puede tener lugar esa transición. «Nadie pone a un vestido viejo un remiendo cortado de un vestido nuevo, porque entonces, además de romper el nuevo, el remiendo del vestido nuevo no le iría bien al viejo. Tampoco echa nadie vino nuevo en odres viejos; porque entonces el vino nuevo reventará los odres, y se derramará, y los odres se perderán. El vino nuevo debe echarse en odres nuevos» (Lc 5,35-38).


El mensaje que trae Jesucristo necesita de un corazón renovado. No basta simplemente cambiar unos comportamientos externos. El vino nuevo reclama unos odres nuevos; es decir, superar los planteamientos que hasta entonces guiaban la propia vida y dejar que sea el Señor el nuevo punto de referencia. Y esto fue lo que no hicieron muchos de los contemporáneos de Jesús. «El pecado de los fariseos no consistía en no ver en Cristo a Dios, sino en encerrarse voluntariamente en sí mismos; en no tolerar que Jesús, que es la luz, les abriera los ojos. Esta cerrazón tiene resultados inmediatos en la vida de relación con nuestros semejantes. El fariseo que, creyéndose luz, no deja que Dios le abra los ojos, es el mismo que tratará soberbia e injustamente al prójimo»[5].


Dios pone a nuestra disposición los odres nuevos con los que podemos acoger su vino. Estos odres pueden concretarse en la recepción frecuente de los sacramentos, en la oración, en el servicio a los demás, en el trabajo bien hecho, en el acompañamiento espiritual, en la preocupación por acercar a otras personas a Dios… Este es el contexto adecuado que necesita el vino para que mejore con el tiempo. Tras degustar el bien que nos hacen este tipo de costumbres, tras catar un poco del vino nuevo que nos trae el Señor, se percibe que esas prácticas son odres adecuados para acoger los dones que él nos ofrece. Y como la Virgen, descubriremos que no hay mejor vino que el que nos ofrece su Hijo.