Evangelio (Lc 7, 11-17)
En aquel tiempo, marchó a una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Al acercarse a la puerta de la ciudad, resultó que llevaban a enterrar un difunto, hijo único de su madre, que era viuda. Y la acompañaba una gran muchedumbre de la ciudad. El Señor la vio y se compadeció de ella. Y le dijo: —No llores.
Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: —Muchacho, a ti te digo, levántate.
Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar. Y se lo entregó a su madre. Y se llenaron todos de temor y glorificaban a Dios diciendo: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo».
Esta opinión sobre él se divulgó por toda Judea y por todas las regiones vecinas.
PARA TU RATO DE ORACION
CAMINABA Jesús acompañado por una gran muchedumbre. Algunos habían presenciado sus milagros; otros quizá solamente habían oído hablar de él. En cualquier caso, todos estaban asombrados por el nuevo Maestro: su predicación y sus obras manifestaban claramente el poder de Dios. Mientras la comitiva se dirigía a Naín, Jesús observó a lo lejos una escena triste: una mujer viuda se disponía a enterrar a su único hijo. El Evangelio nos muestra su reacción: «El Señor la vio y se compadeció de ella» (Lc 7,13).
Cristo es verdadero hombre, por eso se apiada de esta mujer, como lo haría cualquiera de nosotros. Pero como también es Dios, el consuelo que puede ofrecer es mayor que el que nosotros podemos dar. «Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: “Muchacho, a ti te digo, levántate”. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar» (Lc 7,14-15). A diferencia de otros milagros, aquí no encontramos ninguna súplica dirigida hacia el Señor; no conocemos ni siquiera el nombre de la viuda ni del muchacho. Esa mujer no dice nada, pero Jesús conoce su corazón, y obra simplemente movido por su misericordia.
El Señor «podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo. (…) No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que nace del amor»1. Él mira nuestras luchas y nuestros dolores de la misma manera en que miró a la viuda de Naín: Jesús es el primero que quiere curarnos.
EL PUEBLO de Israel era consciente de que Yahvé tenía una especial predilección por las viudas. «El Señor guarda a los extranjeros, sustenta al huérfano y a la viuda», dice el salmista (Salmo 146,9). Además, los profetas advertían constantemente al pueblo elegido de la importancia de cuidar a las viudas, de no dejarlas solas en su desamparo. Dada las circunstancias sociales del momento, una mujer que perdía el marido enfrentaba serios retos en su vida.
Es de suponer, por tanto, que aquella mujer de Naín tenía pocas esperanzas. A la pérdida del marido se le unía la de su hijo. Él era el único que podía ayudarla a salir adelante, pero ahora se veía abocada, ella sola, a lidiar con las dificultades de la vida. Justo cuando resultaba evidente que todo estaba perdido, apareció el Señor y obró el milagro. Algo similar sucedería después, al resucitar a Lázaro: ya habían pasado varios días desde que la esperanza de su curación se había desvanecido.
La esperanza cristiana no es ingenuidad. No consiste en creer que las cosas irán siempre bien. En ocasiones, el Señor permite que una contradicción se prolongue en el tiempo y que nuestras esperanzas humanas vayan cayendo, una tras otra. Llega entonces el momento de confiar solamente en Jesús: «Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria» (Col 1,27), escribe san Pablo. La seguridad no reside en nuestras cualidades, ni en los asideros que ofrece el mundo, ni siquiera en que sucederá en algún momento lo que a nosotros nos parece mejor, sino en la certeza de que Dios siempre camina a nuestro lado. «“In te, Domine, speravi”: en ti, Señor, esperé. –Y puse, con los medios humanos, mi oración y mi cruz. –Y mi esperanza no fue vana, ni jamás lo será: “non confundar in æternum”!2».
DESPUÉS de que el muchacho volviera a la vida, san Lucas apunta que Jesús «se lo entregó a su madre» (Lc 7,15). Seguramente, ese gesto del Señor se quedó impreso en la memoria de la viuda de Naín. A partir de entonces, ella vería a su hijo de una manera distinta. «Recibiéndolo de las manos de Jesús se convierte en madre por segunda vez, pero el hijo que ahora se le ha devuelto no ha recibido la vida de ella. Madre e hijo reciben así la respectiva identidad gracias a la palabra potente de Jesús y a su gesto amoroso»3.
Si toda vida humana es un don, en el caso del muchacho de Naín esto resulta aún más evidente. Aquello que Dios parecía que había arrebatado de la madre, ahora lo vuelve a poner en sus manos. El Señor no «se goza en separar a los hijos de los padres –explica san Josemaría–: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los se quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de informar la auténtica existencia cristiana»4.
La viuda de Naín pasó por un proceso de purificación de sus esperanzas. Qué natural resultaría para ella contar con la ayuda de su hijo, una vez que su marido había dejado este mundo. Y, sin embargo, durante un momento tuvo que desprenderse de él, hasta que el Señor se lo volvió a dar. A partir de entonces, vería en esa vida sobre todo un don. Ciertamente confiaría en su hijo, pero, sobre todo, confiaría aún más en el Señor. La Virgen también tuvo que vivir de esta esperanza durante los días que siguieron a la muerte de Jesús. Por eso, nadie mejor que ella nos puede ayudar a afrontar las dificultades de la vida con la mirada puesta en la resurrección: quien espera en el Señor no queda nunca defraudado