Evangelio Lc 7, 1-10
En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar a la gente, entró en Cafarnaúm. Había allí un oficial romano, que tenía enfermo y a punto de morir a un criado muy querido. Cuando le dijeron que Jesús estaba en la ciudad, le envió a algunos de los ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su criado. Ellos, al acercarse a Jesús, le rogaban encarecidamente, diciendo: "Merece que le concedas ese favor, pues quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga". Jesús se puso en marcha con ellos.
Cuando ya estaba cerca de la casa, el oficial romano envió unos amigos a decirle: "Señor, no te molestes, porque yo no soy digno de que tú entres en mi casa; por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente a verte. Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano. Porque yo, aunque soy un subalterno, tengo soldados bajo mis órdenes y le digo a uno: '¡Ve!', y va; a otro: '¡Ven!', y viene; y a mi criado: '¡Haz esto!', y lo hace".
Al oír esto, Jesús quedó lleno de admiración, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: "Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande". Los enviados regresaron a la casa y encontraron al criado perfectamente sano.
PARA TU RATO DE ORACION
UN CENTURIÓN tenía un criado enfermo, a punto de morir. Cuando supo que Jesús había llegado a Cafarnaúm, «le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su siervo» (Lc 7,3). Ellos, al acercarse al Señor, «le rogaban encarecidamente diciendo: “Merece que hagas esto, porque aprecia a nuestro pueblo y él mismo nos ha construido la sinagoga”» (Lc 7,4). Probablemente Jesús se sorprendiera gratamente al escuchar estas palabras. No era raro que, al llegar a una ciudad, percibiera un clima de tensión y desconfianza entre el pueblo judío y los soldados romanos. Sin embargo, en esta ocasión nota un ambiente muy diferente. Aquel centurión, en lugar de imponer su autoridad por la fuerza, ha manifestado su aprecio por las personas y las tradiciones judías. Y al mismo tiempo, los judíos han sabido reconocer ese afecto; por eso no dudan en acudir a Jesús en nombre de ese funcionario para pedir por la curación de su criado. Las diferencias entre el pueblo romano y el judío no han impedido que se cree una atmósfera de respeto hacia el otro.
«Cada hombre y cada mujer son como una pieza de un inmenso mosaico, que ya es bella de por sí, pero solo junto a las otras piezas compone una imagen, en la convivencia de las diferencias. Ser cordiales con alguien significa también imaginar y construir un futuro feliz con el otro. La convivencia, de hecho, se hace eco del deseo de comunión que reside en el corazón de cada ser humano, gracias al cual todos pueden hablar entre ellos, se pueden intercambiar proyectos y se puede delinear un futuro juntos»[1]. El deseo de amistad sincera, y el afán de servir a los demás, es el rasgo que marca la relación de un cristiano con todos los hombres, también con aquellos con los que uno no comparte el modo de pensar o de vivir. Y así, «a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica –comentaba san Josemaría–, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina»[2].
ANTE la súplica de los ancianos, Jesús tomó una decisión insólita a ojos de algunos de los presentes: dirigirse al hogar del centurión. Los judíos tenían prohibido entrar en la casa de los gentiles, y si lo hacían tenían que purificarse después. En este caso, era Jesús mismo quien traía vida nueva y, además, enseñaba a poner en primer lugar el bien y la salvación de aquella persona.
San Josemaría se preocupó de que ninguna de las personas que atendía muriera sin recibir los sacramentos, a pesar de las dificultades que pudiera encontrar. En una ocasión, se enteró de que a un joven, que vivía en un lugar donde se ofendía a Dios, le quedaban pocos días de vida. Después de exponer el problema al Vicario General de la diócesis, obtuvo el permiso para ir allí con el fin de proponer al enfermo que se confesara para administrarle la Extremaunción y el Viático. Acompañado por un amigo, se dirigió a ese lugar y, después de haberle preparado, le dio los últimos sacramentos.
«Sigamos el ejemplo de Jesucristo –escribió el fundador del Opus Dei–, no rechacemos a nadie: por salvar un alma, hemos de ir hasta las mismas puertas del infierno. Más allá no, porque más allá no se puede amar a Dios»[3]. El Señor no anunció el Evangelio solamente al pueblo judío, sino que lo ofreció a todo el mundo. «La universalidad de la misión de la Iglesia comporta que nadie queda fuera de su horizonte apostólico»[4]. Podemos pedir a Jesús que encienda en nosotros el deseo, traducido en obras, de que todos los hombres puedan abrazar la salvación que el Señor ofrece. «Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él»[5].
EL CENTURIÓN no quería importunar a Jesús, posiblemente porque sabía que si entraba en su hogar, o se acercaba a él, después tendría que purificarse. Por eso, en cuanto supo que se encontraba cerca de su casa, le envió unos amigos para decirle: «No te tomes esa molestia, porque no soy digno de que entres en mi casa, por eso ni siquiera yo mismo me he considerado digno de ir a tu encuentro. Pero dilo de palabra y mi criado quedará sano» (Lc 7,6-7). Al oír estas palabras, el evangelista hace notar que «Jesús se admiró de él, y volviéndose a la multitud que le seguía, dijo: “Os digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande”» (Lc 7,9).
La declaración de Jesús es consoladora. Nos muestra hasta qué punto el Señor ve lo bueno que hay en nuestro corazón. En esta ocasión, alaba la fe de una persona que, a ojos del pueblo judío, no tenía fe. Enseñaba así a los allí presentes que también pueden aprender de aquellas personas que, aparentemente, puedan estar lejos de Dios. Al fin y al cabo, él se manifiesta en todas las culturas, «en los pueblos que han caminado por una ruta de la historia de modo diverso, a pueblos que han caminado de otra manera, pero es el mismo Dios. Y ese que es Padre de todos nos lleva a dialogar»[6].
El cristiano sabe que todo lo que ha recibido del Señor no ha sido fruto de su esfuerzo o de su ingenio, «sino palabra de Dios que ha venido a nosotros: no porque fuéramos mejores que los demás o porque estuviéramos más preparados, sino porque el Señor ha querido usarnos como instrumentos suyos»[7]. Por eso no es propietario de la verdad, sino su colaborador (cfr. 3 Jn 1,8). La Virgen María nos podrá ayudar a tener una visión esperanzadora del mundo y un corazón en el que quepan todos nuestros hermanos los hombres.