Evangelio (Mc 13,24-32)
Pero en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria. Y entonces enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos desde los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.
Aprended de la higuera esta parábola: cuando sus ramas están ya tiernas y brotan las hojas, sabéis que está cerca el verano. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que es inminente, que está a las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Pero nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre.
PARA TU RATO DE ORACION
A LO LARGO del año litúrgico hemos vivido el misterio de Cristo, recorriendo su vida desde Belén hasta el dolor y la gloria en Jerusalén. En el penúltimo domingo del tiempo ordinario, la Iglesia nos invita a contemplar el último día: el final de los tiempos, del mundo y de la historia. «En aquellos días, después de aquella tribulación –dice Jesús, hablando sobre su propia venida–, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria» (Mc 13,24-26).
Los apóstoles llevaban tres intensos años compartiendo la vida con Cristo. Han sido testigos cercanos de su misericordia. Al terminar su vida terrena, Jesús les comunicó que él mismo vendrá a consumar definitivamente la historia humana. Los cristianos vivimos en esta continua y dulce espera. Entonces, «Dios pronunciará, en el Hijo, su juicio sobre la historia de los hombres»[1]. Cristo es el alfa y el omega, el principio y fin de todas las cosas, juez de la historia (cfr. Ap 21,6). Todo tiende hacia él. La creación entera y la misma historia humana corren hacia él.
Esta realidad no nos despega de nuestras tareas cotidianas, sino todo lo contrario. «Para un cristiano lo más importante es el encuentro continuo con el Señor. Y así, acostumbrados a estar con el Señor de la vida, nos preparamos al encuentro, a estar con el Señor en la eternidad. Y este encuentro definitivo vendrá al final del mundo. Pero el Señor viene cada día, para que, con su gracia, podamos cumplir el bien en nuestra vida y en la de los otros. Nuestro Dios es un Dios-que-viene: ¡él no decepciona nuestra espera!»[2].
«EL CIELO y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13,31). El universo entero está destinado a pasar, toda la creación está marcada por la finitud. En un mundo en el que no hay nada definitivamente estable, las palabras de Jesús son, en cambio, semillas de eternidad. Dios no pasa y lo que de él proviene no tiene un plazo de caducidad. «En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros»[3]. Para que se haga realidad esta unión fecunda con Cristo y no dejar infecunda la acción de la Palabra de Dios, el cristiano necesita cultivar el silencio interior y exterior. Así podremos tener un corazón atento a su voz. «El silencio tiene la capacidad de abrir en la profundidad de nuestro ser un espacio interior, para que Dios habite, para que permanezca su mensaje, y nuestro amor por él penetre la mente, el corazón, y aliente toda la existencia»[4].
Todas las palabras pronunciadas por los hombres, incluso las más importantes, sufren el paso del tiempo. Por el contrario, las palabras de Dios recogidas en el Evangelio nunca se desgastan, son vivas y dan vida abundante. Lo comprobamos con alegría cuando descubrimos que nos habla de modo nuevo un pasaje de la Escritura o que brilla otra vez cuando lo hacemos tema de nuestra oración. Esta lectura requiere tiempo y calma. «No es suficiente leer la Sagrada Escritura, es necesario escuchar a Jesús que habla en ella»[5]. De esta manera, con la inspiración del Espíritu Santo, las palabras divinas pasan a ser parte de nuestro ser. Jesús mismo es, también en esto, un modelo: en su vida pública le vemos con frecuencia que se aparta para orar, se detiene para hablar y escuchar a su Padre.
JESÚS NOS ANUNCIA el final de la historia porque desea que sus discípulos estemos atentos, en vigilia, que no nos distraigamos de lo importante y verdadero. Cuando sabemos que algo va a suceder en el futuro, pero no conocemos con exactitud el momento concreto, el corazón procura no despistarse. Por este motivo, Jesús a la vez que profetiza el final, no satisface la posible curiosidad sobre el momento exacto de ese último día: «Nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre» (Mc 13,32). Jesús quiere que vivamos esperando su llegada porque sabe que vivir así nos hace más felices. La espera encenderá los deseos de nuestro corazón, lo dilatará y lo hará capaz de un amor más atento.
«Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios. La fe en Cristo nunca ha mirado solo hacia atrás ni solo hacia arriba, sino siempre adelante, hacia la hora de la justicia que el Señor había preanunciado repetidamente. Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que tiene el presente para el cristianismo»[6]. Que María, Reina del cielo, nos ayude a acoger a Jesús como el centro de nuestras vidas, con nuestros pies en el presente y nuestra mirada en el futuro. Le pedimos al Señor con las palabras de la Colecta de la Misa de hoy: «Concédenos, Señor, Dios nuestro, alegrarnos siempre en tu servicio, porque en dedicarnos a ti, (...) consiste la felicidad completa y verdadera»[7].