"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

16 de noviembre de 2024

Insiste, sin desanimarte

 




Evangelio (Lc 18,1-8)


Les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer, diciendo:


—Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: «Hazme justicia ante mi adversario». Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: «Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme».


Concluyó el Señor:


—Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Os aseguro que les hará justicia sin tardanza. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?



PARA TU RATO DE ORACION 



AUNQUE MUCHAS VECES parezca difícil compaginar la idea de un Dios absolutamente perfecto, que conoce todo, con su disposición a dejarse conmover por nosotros, Jesús es claro en el Evangelio de hoy. Sí: Dios cuenta con nuestras oraciones. Cristo mismo relata «una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer, diciendo: Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: “Hazme justicia ante mi adversario”. Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: “Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme”. Concluyó el Señor: Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar?» (Lc 18,1-7).


La parábola nos presenta, con vivos colores, a un juez desalmado y a una viuda perseverante. La conclusión se saca por contraste: si hasta un personaje como ese juez, aunque sea a regañadientes, cede ante la porfiada insistencia de la viuda, ¿cómo no será eficaz nuestra oración perseverante, si quien nos escucha es nuestro Padre Dios, que nos ama infinitamente y desea más que nosotros mismos nuestro bien?


Cuando se descubre el amor de Dios, «se comprende que toda necesidad puede convertirse en objeto de petición. Cristo, que ha asumido todo para rescatar todo, es glorificado por las peticiones que ofrecemos al Padre en su Nombre (cfr. Jn 14,13). Con esta seguridad, Santiago (cfr. St 1,5-8) y Pablo nos exhortan a orar en toda ocasión (cfr. Ef 5,20; Flp 4,6-7; Col 3,16-17; 1 Ts 5,17-18)»[1]. Con la oración reconocemos el poder, la bondad y la misericordia de Dios. Y el primer fruto de la oración es que nos une más al Señor, que nos ayuda a aceptar su voluntad hasta identificarnos con ella, aunque no siempre la comprendamos del todo.


LA VIDA DE san Josemaría, como la de otros muchos santos, es un ejemplo de perseverancia en la oración. «Yo soy muy tozudo, soy aragonés –decía en una ocasión con buen humor, recordando un rasgo que se suele atribuir a los de su tierra–: y eso, llevado a lo sobrenatural, no tiene importancia; al contrario, es bueno, porque hay que insistir en la vida interior»[2]. Y con gran frecuencia, ante las necesidades y urgencias que aparecían continuamente en la vida de la Iglesia y de la Obra, animaba a sus hijas e hijos a rezar con fe y sin desanimarse: «¡No hay más remedio que perseverar! ¡Pedid, pedid, pedid! ¿No veis lo que hago yo? Trato de practicar este espíritu. Y cuando quiero una cosa, hago rezar a todos mis hijos, y les digo que ofrezcan la Comunión, y el Rosario, y tantas mortificaciones y tantas jaculatorias, ¡miles! Y Dios nuestro Señor, si perseveramos con perseverancia personal, nos dará todos los medios necesarios para ser más eficaces y extender su Reino en el mundo»[3].


«La súplica es expresión del corazón que confía en Dios, que sabe que solo no puede. En la vida del pueblo fiel de Dios encontramos mucha súplica llena de ternura creyente y de profunda confianza. No quitemos valor a la oración de petición, que tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza. La súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al prójimo. Algunos, por prejuicios espiritualistas, creen que la oración debería ser una pura contemplación de Dios, sin distracciones, como si los nombres y los rostros de los hermanos fueran una perturbación a evitar. Al contrario, la realidad es que la oración será más agradable a Dios y más santificadora si en ella, por la intercesión, intentamos vivir el doble mandamiento que nos dejó Jesús. La intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de los demás, sus angustias y sus sueños. De quien se entrega generosamente a interceder puede decirse con las palabras bíblicas: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo» (2 M 15,14)»[4].


«CUANDO VENGA el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). El colofón que Jesús da al relato de la parábola sobre la necesidad de orar siempre, pone de manifiesto el estrecho vínculo que existe entre fe y oración. «Creamos, pues, para poder orar –decía san Agustín– y oremos para que la fe, que es el principio de la oración, no nos falte. La fe difunde la oración, y la oración, al difundirse obtiene, a su vez, la firmeza de la fe»[5].


Tanto en nuestra vida personal como en el caminar de la Iglesia por la historia humana, podemos tener la seguridad de que «la lámpara de la fe estará siempre encendida sobre la tierra mientras esté el aceite de la oración»[6]. Los aparentes éxitos o fracasos individuales o colectivos tienen una importancia muy relativa porque la esencia del Evangelio es otra: «El Evangelio no es la promesa de éxitos fáciles. No promete a nadie una vida cómoda. Es exigente. Y al mismo tiempo es una Gran Promesa: la promesa de la vida eterna para el hombre, sometido a la ley de la muerte; la promesa de la victoria, por medio de la fe, a ese hombre atemorizado por tantas derrotas»[7].


Hemos de rezar siempre, dirigirnos al Señor «como se habla con un hermano, con un amigo, con un padre: lleno de confianza. Dile: ¡Señor, que eres toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia, sé que Tú me escuchas! Por eso me enamoro de Ti, con la tosquedad de mis maneras, de mis pobres manos ajadas por el polvo del camino»[8]. María es maestra de oración porque tenía siempre en mente a su hijo. «Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. Y cómo logra»[9].