"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

15 de noviembre de 2024

UNA VISION QUE TE HARA CAMBIAR DE VIDA

 



Evangelio (Lc 17,26-37)


Y como ocurrió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del Hombre. Comían y bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que Noé entró en el arca, y vino el diluvio e hizo perecer a todos. Lo mismo sucedió en los días de Lot: comían y bebían, compraban y vendían, plantaban y edificaban; pero el día en que salió Lot de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre y los hizo perecer a todos. Del mismo modo sucederá el día en que se manifieste el Hijo del Hombre. Ese día, quien esté en el terrado y tenga sus cosas en la casa, que no baje por ellas; y lo mismo quien esté en el campo, que no vuelva atrás. Acordaos de la mujer de Lot. Quien pretenda guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará viva. Yo os digo que esa noche estarán dos en el mismo lecho: uno será tomado y el otro dejado. Estarán dos moliendo juntas: una será tomada y la otra dejada.


Y a esto le dijeron:


—¿Dónde, Señor?


Él les respondió:


—Dondequiera que esté el cuerpo, allí se reunirán los buitres.



PARA TU RATO DE ORACION 



ALGUNAS VECES escuchamos a Jesús utilizar un lenguaje profético, lleno de símbolos y comparaciones. Lo hace hoy, por ejemplo, al hablarnos de su última venida y animarnos a vivir en consecuencia. Nos recuerda, primero, dos episodios del Antiguo Testamento: el diluvio universal en tiempos de Noé y el castigo a Sodoma tras la huida apresurada de Lot. El mensaje que quiere transmitir Jesús es claro: Dios llegará de forma repentina. Y nos dice que, tristemente, encontrará a muchos desprevenidos, ocupados o distraídos en los asuntos terrenos, sin mirar también a los eternos.


Al hacernos pensar en el fin de los tiempos, que quizá percibimos como un evento lejano, Jesús nos invita a reflexionar sobre el presente: también nosotros, quizás, estamos ocupados en mil cosas cada día; tal vez nuestras jornadas se repiten con cierta monotonía, sin dejarnos espacio para mirar hacia el cielo. Por eso, nos viene muy bien este recordatorio que el Evangelio presenta sin medias tintas: acuérdate de que eres mortal, y de que la muerte es cierta pero también incierta, imprevisible; aprovecha los días para hacer el bien, recordando que después llegará la verdadera vida, la eternidad.


Mirar el cielo nos ayuda a sintonizar nuestra vida con el proyecto de Dios, con la verdad más profunda de nuestra condición humana. Saber que la vida no termina con la muerte nos llena de esperanza. El mismo Dios que se ha hecho cercano en la tierra, nos espera también ardientemente en el cielo, nos ha preparado una morada. Allí nos aguarda –utilizando palabras de san Josemaría– «todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia… Y sin empalago: te saciará sin saciar»[1].


«¡VISIÓN SOBRENATURAL! ¡Calma! ¡Paz! Mira así las cosas, las personas y los sucesos... con ojos de eternidad.Entonces, cualquier muro que te cierre el paso –aunque, humanamente hablando, sea imponente–, en cuanto alces los ojos de veras al cielo, ¡qué poca cosa es!»[2]. Tener visión sobrenatural significa poner en la ecuación de nuestra vida el factor de la vida eterna, el cielo que Dios ha preparado para nosotros cuando concluirán nuestros días en la tierra. Esta perspectiva de fe, amplia y profunda, redimensiona los problemas a los que nos enfrentamos en nuestra familia, en la Iglesia, en el mundo…


Considerar la realidad con visión sobrenatural –que significa verla más con los ojos de Dios, es decir, como realmente es– nos introduce en la sabiduría de Dios y por tanto nos ayuda a descubrir el sentido positivo de las renuncias que a veces hemos de hacer. «El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará» (Lc 17,33), dice el Señor en el Evangelio. En la vida cristiana, con frecuencia es necesario perder para ganar, morir para dar fruto, desprenderse de lo que impide seguir de cerca a Cristo para purificarse y que el alma pueda volar cada vez más alto. Mirando a Jesús nos damos cuenta de que vale la pena luchar con alegría y con esfuerzo, sabiéndonos poca cosa, pero conscientes también de que «todo es bueno para los que aman a Dios: en esta tierra se puede arreglar todo menos la muerte: y para nosotros la muerte es Vida»[3].


LA FE EN LA VIDA eterna nos revela el auténtico valor del tiempo presente. El Señor, en su amor, nos puso en la tierra, y al final volveremos a él. Nuestros años están contados: son un don de Dios en el cual también nos ha regalado la libertad para utilizarlos como nos parezca mejor. Por eso el tiempo es un valioso tesoro que Dios deja en nuestras manos. Podemos malgastarlo o, por el contrario, hacer un buen uso de él, y vivir «cada instante con vibración de eternidad»[4].


Podemos concentrar el uso del tiempo en nosotros mismos: salud, prestigio, trabajo, bienestar, estatus… O podemos buscar frutos de eternidad a través del servicio. El afán de servir lleva a poner nuestro tiempo a disposición del Señor, a no preocuparnos con ansia por el futuro, a sentirnos colaboradores de Dios para edificar su reino en los corazones. Por medio del servicio, nuestro tiempo supera sus límites y se transforma en el «para siempre» de la eternidad.


«Entiendo muy bien aquella exclamación que san Pablo escribe a los de Corinto –dice san Josemaría–: tempus breve est! ¡Qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! (...). Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar»[5]. En María, que tiene el tesoro más grande en el cielo, podemos mirar el mejor ejemplo de servicio a Jesús y a todas las personas que se cruzan en nuestro camino.