"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

12 de mayo de 2015

UN HOMBRE DE PAZ

Hoy festividad del Beato Alvaro del Portillo sucesor de San Josemaría os dejamos este texto que el autor lo define como "hombre de paz", pues amaba a los demás y en estos demás también estaban sus enemigos.

Hablar del perdón supone referirse al mal como presencia turbadora en el mundo y, al bien, como superación del mal. Pero «a la gente de hoy le hablas del bien y del mal y te expones a que se sonrían», dice McCarthy en su novela No es país para viejos[1]. La ofensa pone a cada persona ante el bien y el mal. Y su actitud de perdón o resentimiento dirá mucho sobre ella. Ningún ofendido sonríe ante el bien y el mal.
No conocemos todavía en toda su profundidad la vida de Álvaro del Portillo, pero sí lo suficiente como para abrir algunas líneas de trabajo. Una de ellas resulta de centrarse en su caridad con el prójimo y, específicamente, en el amor a los enemigos. Sobresale entonces su caridad heroica y la asimilación, en fidelidad a san Josemaría, de la lógica del perdón.
Los que conocieron a don Álvaro le definen como un hombre de paz[2]. Don Álvaro era un hombre de paz, y la irradiaba a su alrededor, porque amó heroicamente a los demás incluyendo a los enemigos; porque, dicho negativamente, no tuvo en cuenta el mal y no respondió a las ofensas con resentimiento. La paz que él vivía contaba con una gramática propia, alejada de la falsa paz que a menudo encontramos.
Muchos coinciden también en señalar, como uno de los rasgos de su personalidad, la integración, en la paz, de la fortaleza y la valentía para acometer lo difícil[3]. San Josemaría quería que los hijos de Dios fueran «sembradores de paz y de alegría»[4], sí, pero no pusilánimes. Don Álvaro dibujó personalmente en su vida el retrato que san Josemaría proponía para todos los cristianos, que es la coherencia de todas virtudes en unidad de vida.
Hemos de valorar en toda su medida el hecho de que don Álvaro perdonara como san Josemaría, evitando el riesgo de confundir la fidelidad con la reproducción mimética, con la mera imitación despersonalizada. Lo admirable es precisamente que vivió la caridad inspirado en san Josemaría, encarnando una propuesta nueva de santidad abierta en la Iglesia.
La autenticidad de Mons. Del Portillo al vivir la caridad descansa en que era él quien la vivía. Como testimoniaba el Cardenal Deskur, «todo lo que Álvaro había aprendido del beato Josemaría era profundamente suyo, parte de sí mismo, era su vida. Él fue el mejor ejemplo de la virtud de la fidelidad»[5]. Se podría decir que a más fidelidad, más autenticidad.
Por eso, más que indagar en qué se distinguió de san Josemaría, intentaremos comprender dos aspectos muy relevantes. El primero, su fidelidad al carisma de san Josemaría en el modo particular de vivir la caridad con quienes le ofendían, manifestada en el perdón. El segundo, sus circunstancias vitales, que no fueron idénticas a las de san Josemaría.
Igual que no se entendería la vida de san Josemaría sin aludir a cómo vivió el amor a los enemigos, tampoco la figura de don Álvaro se comprendería plenamente sin conocer y valorar la heroicidad en ese mismo punto. Ante las ofensas, se tensa la estructura de la vida cristiana y las fuerzas físicas y psíquicas. Suele ser fácil querer al que te quiere, pero es difícil y puede parecer un sinsentido amar al que te ofende y afrontar serenamente los daños causados.
Conviene aclarar que el amor a los enemigos no se reduce a reprimir la reacción natural de la venganza, lo que en algunas situaciones puede ser mucho. «El perdón, en su forma más alta y verdadera, es un acto de amor gratuito»[6], que pide querer un bien para el ofensor: «amar al enemigo»[7]. Los estudiosos de psicología han sostenido durante largo tiempo que el perdón consistía fundamentalmente en una acción negativa. Desde hace ya algunos años los autores añaden también la necesidad de la benevolencia, de una conducta positiva del ofendido, para que comparezca el auténtico perdón[8], convergiendo así la dimensión psicológica con el mensaje evangélico de amar a los enemigos.
El perdón como memoria transformadora
A veces se encuentra resistencia para hacer memoria de las ofensas por el temor a que el recuerdo reabra lo que parecía por fin dejado atrás. Tal temor puede estar justificado en una época como la nuestra de olvidos dolosos y recuerdos vengativos. Sin embargo, ni el perdón debe identificarse con el olvido, ni el recuerdo con la venganza.
En el contexto en el que queremos movernos, se hace memoria de la ofensa para medir la acción de Dios en el ofendido, su estatura moral y su capacidad para transformar el conflicto, del mismo modo que para hablar de un mártir hay que referirse al hecho histórico del martirio, no para subrayar el mal cometido ni recargar de culpa a sus autores, sino para apreciar el potencial de superación del mal que tuvo el perdón que se concedió. Desde el punto de vista del perdón interesan ante todo las personas: el ofendido, el ofensor y la relación inherente entre ellos.
Este es el marco y el fin del recuerdo. El perdón desvía la atención de la ofensa y la redirige a la decisión transformadora tomada por el ofendido, a la fuente última de esa acción y también al ofensor, descubriendo soluciones inéditas de reconciliación.
Por estos motivos centraremos nuestro estudio en las respuestas ante las ofensas, que mencionaremos escuetamente, sin detallarlas. Estableceremos primero una breve cronología de la vida de don Álvaro. Abordaremos luego la connaturalidad del perdón, el modo práctico de perdonar enseñado por san Josemaría, la integración en el gobierno de la caridad con el prójimo y, finalmente, ofreceremos una conclusión. El propósito es plantear un tema y unas reflexiones que no pueden ser más que provisionales.
Relatos de amor y perdón
Remontándonos a la infancia, un paralelismo recorre la vida de san Josemaría y de don Álvaro. Las dos familias se arruinaron. En el caso de don Álvaro, fue la revolución mexicana de principios del siglo XX la que se llevó por delante las propiedades y negocios de la familia de su madre, y supuso la salida del país y el traslado a España. En los dos sucesos encontramos familias cristianas que perdonan y que, en coherencia con el perdón otorgado, no transmiten el rencor a sus hijos. Álvaro aprendió de sus padres a perdonar y a no guardar resentimiento hacia esa nación a la que amó durante toda su vida[9].
En 1934, cuando tenía 19 años y todavía no conocía a san Josemaría, fue brutalmente golpeado en la cabeza con una llave inglesa, en el ambiente violento de la España de esa época, después de impartir una catequesis en una parroquia de Vallecas[10], en Madrid. Pudo escapar en el Metro, que justo cerraba sus puertas cuando Álvaro logró entrar y sus agresores quedaron fuera. Como él mismo decía, «por eso, quizá, no me mataron»[11]. La noticia de la agresión fue recogida por los principales periódicos de Madrid. Su hermana Pilar señala que Álvaro llevó la larga convalecencia con «santa resignación»[12].
Dos años después, en 1936, empezó la Guerra Civil Española donde, junto con tantas otras personas, pasó años de sufrimiento. Debido a sus convicciones cristianas, fue prófugo y desertor; durante meses anduvo fugitivo, huyendo de un alojamiento a otro, en casas particulares o buscando refugio en instituciones consulares de Finlandia, México y Honduras. Estuvo preso en la cárcel de San Antón, de la que sacaban diariamente a personas para ser ejecutadas y donde sufrió torturas y vejaciones. No pudo salir de la Legación de Honduras, en la que permaneció refugiado durante quince meses, para ver por última vez a su padre agonizante, pues ponía en peligro su propia vida[13]. «La dureza de la guerra civil aceleró el proceso de madurez espiritual del Siervo de Dios, que aprendió a perdonar de corazón, y recordaba a los demás el deber de perdonar “todo a todos”»[14]. Muy raras veces se refirió durante su vida a los sufrimientos de aquella época. En una ocasión, en una reunión con sacerdotes en Filipinas en 1987, aprovechó para recordar el deber de perdonar: «Era un odio a la religión increíble. Pues hay que saber perdonar»[15].
Después de la guerra civil le vemos siempre al lado de san Josemaría. Los años cuarenta del siglo pasado fueron los más intensos de las calumnias[16] contra la persona de san Josemaría y contra el Opus Dei. Las calumnias continuaron prácticamente durante toda la vida del Fundador, al mismo tiempo que se producía la expansión apostólica de la Obra por todo el mundo. Don Álvaro sufría junto a san Josemaría como su colaborador más cercano y desde 1944 también como su confesor. Nunca sabremos hasta qué punto Álvaro del Portillo sostuvo al Fundador en esta singular travesía del desierto. «Por aquel entonces, la situación tomó en poco tiempo dimensiones tan grandes que san Josemaría preguntaba a menudo a Álvaro: ¿Desde dónde nos insultarán mañana?»[17]. Como afirmaba san Josemaría, don Álvaro había puesto muchas veces su espalda para recibir los golpes dirigidos al Fundador[18]. Permaneció siempre a su lado y nunca le dejó solo. Como apunta Medina, esta época «puso una vez más de relieve algunos rasgos de Álvaro, como su amor a la verdad, la lealtad hacia el Fundador, el valor y fortaleza ante las adversidades, la serenidad y la paz interior, la prudencia y la capacidad de perdonar»[19].
Don Álvaro fue testigo por tanto de las ofensas infligidas desde 1935 a 1975 y de las reacciones del Fundador ante ellas: cómo había perdonado en la práctica y cuál era su mirada hacia el ofensor. También de su creciente unión con Dios a través de la purificación pasiva. Presenció un estilo de perdón sobrenatural, completo, discreto y no victimista. Los casos fueron tantos y el modelo de comportamiento tan nítido que don Álvaro sabría perfectamente años después lo que tenía que hacer. Además, en el núcleo del espíritu del Opus Dei que debía transmitir a las generaciones siguientes, se encuentra asimismo la capacidad de convivir con todos, comprender, disculpar y perdonar[20].
En 1975, don Álvaro fue elegido primer sucesor de san Josemaría a la cabeza del Opus Dei. Desde entonces, la fidelidad al espíritu y su conservación y defensa se convirtieron en una misión de por vida. Es ahí donde hay que acudir para comprender e interpretar sus decisiones.
La década de 1980 fue intensa y las contradicciones se fueron encadenando una tras otra casi hasta la fecha de su fallecimiento. Como prelado afrontó hechos ofensivos relacionados con la configuración jurídica del Opus Dei antes y después de 1982; también, sobre todo entre los años 1979-83, el grupo terrorista ETA inició una serie de atentados dirigidos contra actividades del Opus Dei en España[21]. En los primeros años ochenta surgieron episodios calumniosos de larga duración que dificultaron el trabajo apostólico en algunos países, como Alemania (1983), Austria (1983) y Suiza (1984), Italia (1986); en España y Holanda, también durante los años ochenta. Finalmente, la campaña con repercusiones mediáticas internacionales contra la beatificación del Fundador antes de 1992[22].
Lanzando la vista atrás, decía en 1994 el Cardenal Cheli: «En estos casi cuarenta años he visto a Mons. Del Portillo arrostrar pruebas que hubieran derrumbado a cualquier otro: a menudo el Señor permitió que el Opus Dei fuese objeto de calumnias, de injustas sospechas y a veces, de maniobras malvadas. Había aprendido del Beato Josemaría a perdonar, a cubrir la injusticia con la caridad. Abrazaba la Cruz, perdonaba, callaba, y continuaba sirviendo, trabajando. Para mí esto es heroísmo»[23].
Una y otra vez sobresale, en los testimonios sobre don Álvaro o en sus propias palabras, la singular simbiosis de caridad y fortaleza, que llegó a configurarse como una marca de su personalidad.
La connaturalidad del perdón o el «perdón fácil»
El filósofo Paul Ricoeur titula un capítulo de su libro La historia, la memoria, el olvido, como «El perdón difícil»[24]. El texto es una reflexión sobre el perdón y se refiere a él diciendo que «no es fácil, pero no es imposible»[25]. Ricoeur recoge lo que es patente a todos: perdonar es difícil. Tanto que percibimos una complicidad espontánea entre muchos cristianos: el perdón es admirable pero no se podría exigir en algunas circunstancias. La caridad se ha puesto cómoda y adapta a la baja el ethos evangélico del amor a los enemigos, cercenando el desarrollo de la caridad hasta sus últimas consecuencias interpersonales y sociales. Ante la presencia del mal, más si nos afecta personalmente, tendemos a dejarnos superar por él.
Perdonar es difícil porque, como señala también Ricoeur «la experiencia de la falta se da esencialmente en el sentimiento»[26]. La ofensa golpea primero en la esfera emocional y ésta hace de caja de resonancia en el espíritu que puede sentirse incapaz de tomar la decisión de perdonar.
Por su parte, Álvaro del Portillo escribía en 1982, a propósito de una campaña calumniosa desatada en la época de la configuración jurídica del Opus Dei: «hemos aprendido a querer a quienes […] no entendían o no querían entender nuestro camino. Hemos aprendido a tener paciencia y el perdón fácil»[27].
Era un modo paradójico de expresar que había aprendido a hacer fácil lo que es difícil. Hay un aprendizaje del «perdón fácil». Vienen aquí a la memoria las conocidas palabras de san Josemaría: «No he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer»[28]. También decía en 1974 que «un hombre que sabe perdonar tiene en su carácter algo divino, porque sólo Dios nos ha enseñado a perdonar así»[29]. Aprender a amar y saber perdonar como signos de Dios en las personas.
Del aprendizaje del perdón se desprenden dos consideraciones: la primera, que el motor del perdón es el amor y la segunda, que hay que aprender a articularlo. Aunque se puede otorgar instantáneamente, el perdón no es un acto invertebrado. El aprendizaje indica que una cosa es perdonar y otra distinta es que la decisión tomada abarque la totalidad de la persona (inteligencia, voluntad y esfera afectiva) y mantener la decisión a lo largo del tiempo. El Evangelio recoge este significado diciendo que hay que perdonar «de corazón»[30] y la sabiduría cristiana ha descrito a la totalidad como “perdonar de todo corazón”.
Por lo que se refiere al amor, cuanto más se ama, más fácil resulta perdonar. En este sentido, la dificultad de perdonar no depende solo de la gravedad de la ofensa, sino en gran medida de la capacidad de amar del ofendido. Ser capaz de perdonar es un don de Dios («el Señor me ha enseñado a querer») y un fruto de la correspondencia de la persona.
Para desentrañar la estructura íntima del proceso que conduce al perdón, la teóloga alemana Jutta Burggraf se refiere a los «actos eminentemente libres»[31], que serían aquellos que se deciden y realizan en situaciones de especial resistencia. Señala la misma autora que «aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico. Se puede perdonar llorando. Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura, y puede ser que desaparezca con el tiempo»[32].
El acto fluirá con más facilidad si hay amor y su repetición otorga la connaturalidad. La facilidad de perdonar desvela también la transformación de la persona por la caridad y que ésta conforma lo más profundo de nuestro centro de toma de decisiones[33]. Como decía Francisco Ponz, al relatar un episodio de la vida de don Álvaro durante la Guerra Civil, «vivían las virtudes cristianas con sencillez, sin alardes humanos, como algo que la gracia divina había convertido en connatural»[34].
Es el amor el que puede hacer recorrer el proceso del perdón en un instante, con pleno conocimiento y advertencia de su alcance. La connaturalidad no impide ser consciente de la ofensa, del daño y de sus consecuencias, a veces irreparables. Perdonar tampoco es renunciar a la justicia ni a la verdad. Perdonar sí es un acto de confianza en Dios y de asunción del riesgo de falta de correspondencia por parte del ofendido.
El perdón otorgado desde la caridad tiene que ver con el «perdónales porque no saben lo que hacen»[35], que se podría leer como “yo sí sé lo que hago al perdonar, tú no sabes lo que estás haciendo cuando ofendes”. Como escribió don Álvaro en una carta con motivo de un atentado terrorista en el santuario de Torreciudad en 1979: «¡Señor, perdónalos, que no saben lo que hacen! Parece que sí lo saben, porque han actuado con diabólica perfidia: poniendo la bomba de modo que quedaran destruidos los confesonarios. Les molestan las “huellas de Jesús”, como diría nuestro Padre. […] Parece que saben, pero no saben, porque el odio les impide conocer la barbarie en la que han caído: y les perdonamos de todo corazón […]»[36]. Es hora de desterrar el tópico de que quien perdona como un cristiano no sabe lo que hace. Es hora de separar semánticamente el perdón de la debilidad.
Que la fuente del perdón es el amor, lo muestra en la actualidad el testimonio de personas que, muchas veces desde una fe sencilla, perdonan con la referencia tan fácil de expresar como radical de contenido del «amor a los enemigos»[37]:somos cristianos, debemos perdonar[38]. También a este aspecto se podría aplicar lo que recuerda el Papa Francisco en la Evangelii Gaudium: «la presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que les permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión»[39].
En 1982, cuando Álvaro del Portillo alude al «perdón fácil», había transcurrido un arco de casi 50 años desde aquel día de febrero de 1934, cuando intentaron acabar con él en Vallecas. Siempre se esforzó por perdonar. Para él, perdonar llegó a ser tan connatural y propio, que la paz y la serenidad ante las contradicciones se trasparentaban en su corporeidad y en su sonrisa.
El perdón vertebrado: La hoja de ruta de san Josemaría
El Fundador del Opus Dei recordó muchas veces que hay que «aprender a hacer el bien»[40]. Álvaro del Portillo trató de ajustarse siempre al perdón transmitido de primera mano por san Josemaría, hasta interiorizarlo. Tanto los escritos de don Álvaro, como los testimonios de terceros en distintas épocas, muestran su voluntad invariable de perdonar siguiendo la hoja de ruta trazada por san Josemaría y formulada con algunas variantes: “rezar, perdonar y trabajar”. Otras veces: “rezar, perdonar, trabajar, sonreír”. También: “callar”. Como consecuencia de tales actitudes, la unión con Dios, la serenidad y la paz[41].
El perdón otorgado por san Josemaría armoniza los planos teológico y psicológico. Las pautas nacían ante todo de la caridad con Dios. Luego, de su experiencia de perdón y del conocimiento de la psicología humana. Particularmente, de cómo actúa la ofensa en el ofendido y de las medidas que hay que adoptar, no solo para minimizar sus efectos, sino para revertir la ofensa en una oportunidad de amar la Cruz. San Josemaría ofrece un camino para materializar la acción de la caridad con el prójimo que me ha ofendido aquí y ahora.
Lo primero que hacía don Álvaro era pensar en cómo habría actuado el Fundador. Por ejemplo, respondía así a una carta de apoyo que le había dirigido el Cardenal Ratzinger en 1986, con motivo de las contradicciones padecidas en Italia: «[…] Nos basta seguir el ejemplo de nuestro queridísimo Fundador ante las calumnias: aunque le dolían por la ofensa a Dios que comportaban y por el daño que producían a las almas, perdonaba de todo corazón, rezaba por los calumniadores, sonreía y continuaba trabajando infatigablemente para cumplir la voluntad de Dios. También nosotros nos esforzamos en actuar de este modo […]»[42].
O en una carta al vicario del Opus Dei en España en 1980, a los pocos días de conocer la noticia de un atentado con bomba contra la Universidad de Navarra: «La primera reacción, que me ha venido espontáneamente al corazón y a la cabeza […] ha sido pensar en cómo hubiera reaccionado nuestro queridísimo Padre ante ese ataque […]. No tardé ni un segundo en recordar lo que vivió siempre en grado heroico: amar a todos, también a los que se dicen enemigos de la Obra de Dios; perdonar, y perdonar de todo corazón, acordándonos de la paciencia que Dios Nuestro Señor tiene con nosotros, con cada uno de nosotros; e, inmediatamente, rezar por los que cometen estas violencias, para que el Señor ilumine sus almas, y rectifiquen sus descaminos»[43].
No pasa inadvertido que don Álvaro subraya la nota de perdonar desde el primer momento, como le había aconsejado san Josemaría: «El Padre enseñaba a perdonar a todos y desde el primer momento»[44]. No sólo hay que dar unos pasos, sino hacerlo rápidamente: «inmediatamente –antes que nada- procuré desagraviar al Señor por este gesto loco […]y, después de estos primeros pensamientos, o simultáneamente, se me vinieron a la cabeza y al corazón otros, muy fuertes: ¡Señor, perdónalos […]!»[45]
La prontitud en alcanzar la «toma de postura»[46] del perdón evita que la gama de emociones negativas ganen terreno, nublen el autodominio y puedan imposibilitar el perdón. La decisión de perdonar desde el primer momento y mantenida luego, actúa como un muro de contención cerrando el paso al aluvión emocional. Perdonar desde el primer instante es difícil porque es inmediatamente después de la ofensa cuando la sensibilidad acusa con más intensidad sus efectos.
Incluso perdonando así sucede que, como el mar en la resaca, los sentimientos negativos regresan una y otra vez. La ofensa alberga un alto potencial de retorno: por ejemplo, si vemos u oímos hablar de la persona que nos ofendió o si otro estímulo evoca la ofensa.
Por eso hay que fijarse en otro aspecto al que Álvaro del Portillo se refiere repetidamente, que es el de «perdonar de todo corazón»,«perdonar, y perdonar de todo corazón». El perdón discurre normalmente a dos velocidades. La primera sería la decisión de perdonar y la segunda, la reafirmación en la decisión tomada, mientras se padece el dolor en el discurrir del tiempo. La segunda corre más lenta, porque no siempre controlamos la sensibilidad que, no sin resistencia, ha de plegarse a la «toma de postura» inicial. Lo que en realidad descubren las pautas del perdón es la carrera de obstáculos que encontrará quien quiera perdonar verdaderamente.
El perdón fundado en la caridad, aunque no evite el sufrimiento, vuela más alto que estas consideraciones, asumiéndolas. El fin de quien perdona es la identificación con la voluntad divina, que ayuda a «perdonar, y perdonar de todo corazón». La presencia del perdón como unión con Dios envuelve el tono sobrenatural de los escritos de Mons. Del Portillo. En una carta en la que respondía a la viuda, que ya había perdonado, de una persona recién asesinada por un grupo terrorista, después de señalar que «me ha dado un gran consuelo vuestra carta, llena de sentido sobrenatural», les decía: «pido además al Señor –por la intercesión de nuestro Padre- que os conserve la paz y la serenidad, que os ayude a amar su Voluntad santísima, sin conformaros con aceptarla, y que os llene de sus gracias porque, como buenos hijos suyos, habéis de perdonar»[47].
Gobierno y perdón
Por lo que se refiere a los años en que Álvaro del Portillo fue prelado del Opus Dei, nos detendremos en algunos momentos de su gobierno que reflejan las distintas maneras de expresarse la caridad en diálogo con la prudencia, la fortaleza, la justicia, la verdad o el ejercicio de la paternidad.
La radicalidad del mandato de amar a los enemigos podría conducir al equívoco de que el perdón supone renunciar a la justicia y a la verdad. No hay duda de que algunas veces el perdón implica renunciar a ellas. Sin embargo, otras no, y es entonces donde a menudo se calibra si el perdón otorgado es verdadero, sobre todo si de la actuación personal se derivan efectos hacia otras personas o instituciones. La compenetración en don Álvaro de la caridad y la fortaleza se revela también en la acción dirigida a pedir justicia o a aclarar la verdad.
No es lo mismo buscar la verdad y la justicia desde el rencor que desde la caridad. El rencor abre la posibilidad de que la justicia degenere en venganza y del surgimiento de nuevas ofensas. La justicia alentada desde el perdón alcanza mejor su propio fin. Por su parte, la indagación de la verdad podría convertirse en la acumulación de motivos que validen el propio resentimiento, en vez de en la rememoración ya transformada por el amor a la que ahora, al conocer toda la verdad, se añaden nuevas revelaciones. Es difícil permanecer en la caridad y la serenidad durante la consecución de justicia y verdad, porque se revive el pasado ofensivo y sus efectos.
Por otra parte, las medidas que hay que adoptar ante una ofensa no son siempre idénticas. Es propio de la caridad equilibrar la intensidad de la participación de las demás virtudes, conformando la actuación final según las circunstancias. Como señalan Burkhart y López, «la caridad con esas personas [los ofensores] puede exigir a veces poner los medios para impedir que hagan el mal, pero otras puede llevar a no impedírselo»[48].
Así, en el caso de los ataques personales, san Josemaría no respondía, pero sí lo hacía cuando se trataba de la Obra o de hijas o hijos suyos, y don Álvaro procuraba actuar de la misma manera[49].
Con relación a la Obra, se conservan una buena cantidad de testimonios que refieren entrevistas de don Álvaro cuyo objetivo era explicar la Obra, deshacer malentendidos o mostrar la verdad ante falsedades. El origen de los encuentros era muchas veces una calumnia que llegaba a sus oídos o a los de san Josemaría. En ocasiones se lograba desactivar el malentendido o la calumnia y en otras no, pero se cumplía con un deber de justicia. No fue poco el tiempo y el esfuerzo invertidos por don Álvaro en esta labor a lo largo de su vida. Su caridad y sencillez, junto con la coherencia al defender la verdad[50], transformaron muchas relaciones en amistades para toda la vida[51].
En la misma línea de amor a la verdad y fortaleza se encuentra la interpelación en el Parlamento italiano de tres diputados que pretendían aplicar al Opus Dei la legislación de las sectas. «Aun cuando el eco de la polémica se extinguió, el Siervo de Dios insistió ante las autoridades civiles italianas para que fuese públicamente proclamada la verdad»[52]. Y así fue. Cuando estaba en juego la verdad sobre la Obra, arrostraba cualquier obstáculo y llegaba hasta donde fuera necesario para que la verdad fuera proclamada[53].
En cambio, en otras circunstancias, después de una campaña denigratoria de la cadena de televisión alemana WDR en 1983, donde en una serie de programas se «calificó al Opus Dei de secta religiosa y de sociedad secreta de mucha peligrosidad social […], el Opus Dei demandó ante los tribunales civiles a los autores de aquellas gravísimas calumnias. […] Los Tribunales dieron la razón al Opus Dei declarando que las acciones de WDR constituían una lesión de los derechos fundamentales de la persona»[54].
Contemporáneamente a los episodios citados, don Álvaro ayudaba a sus hijos a mantener un alto sentido sobrenatural y a perdonar. Lo pedía en las cartas que les enviaba o en los encuentros que mantenía con ellos. Exigía caridad heroica y se metía en la piel de quienes sufrían y de sus necesidades.
Don Álvaro, como un padre bueno, acompañaba y transmitía paz y serenidad a sus hijos. Como indicación de conducta práctica, vivió y enseñó lo aprendido de san Josemaría: no hablar entre los fieles de la Obra de las ofensas, para evitar siquiera la ocasión de faltar a la caridad contra los ofensores y no malgastar energías que debían orientarse a la evangelización[55].
Impulsaba a continuar con el trabajo apostólico sin abatirse por las contrariedades. Por ejemplo, escribía a sus hijos de Alemania tras la publicación de un libro calumnioso: «Sembrad incansablemente la paz y el amor de Cristo en tantos corazones que están esperando una voz que los remueva. Sed indómitos. No os dejéis intimidar por esas voces farisaicas»[56]. Procuraba también acompañarles físicamente. «Mons. Del Portillo acompañó de cerca a sus hijos alemanes en esos momentos, viajando con frecuencia y alentándoles a tener confianza en Dios y a no dejarse atemorizar […]»[57]. «Durante aquellos años de contradicciones hizo quince viajes a Austria» y «entre 1987 y 1993 viajó a Suiza cuarenta y siete veces»[58].
Sus llamadas a la paz, fundada en la confianza en Dios, son también abundantes. En un intento de transmitir serenidad a quien pensaba que podía necesitarla, escribía en 1980 a Florencio Sánchez-Bella, después de recibir la noticia del atentado terrorista contra la Universidad de Navarra antes citado: «Me he quedado con mucha paz, y esta noche ha sido cuando mejor he dormido desde que llegué a Londres. Por lo tanto, hijas e hijos, ¡mucha paz!»[59].
Testigo de perdón en un mundo conflictivo: la fraternidad creadora
Conmueve releer un testimonio sobre don Álvaro de los primeros años treinta: «Tengo grabada en la memoria la imagen de Álvaro, con uno de aquellos pobres niños entre los brazos, por las calles de Madrid, dirigiéndose al Asilo»[60]. Eran varios hermanos pequeños que Álvaro y un amigo encontraron abandonados en unas chabolas, pues sus padres habían sido detenidos por la policía. Como decía don Álvaro, «el contacto con la miseria humana produce un choque, que es lo que me preparó para cuando me presentaron a nuestro Padre»[61].
El perdón y la misericordia son parientes cercanos. Don Álvaro, como san Josemaría, y este es otro paralelismo entre ellos, tuvieron como escuela de misericordia la pobreza extrema de grandes zonas de Madrid. Dios preparaba a Álvaro para el futuro, dándole un corazón capaz de amar, de comprender y de perdonar. De los numerosos testimonios recogidos a lo largo de su vida, se desprende la respuesta de caridad heroica que dio en todo momento, no sin esfuerzo.
El Opus Dei ha recibido del Fundador y de Álvaro, en su fidelidad a san Josemaría al vivir la caridad con el prójimo que ofende, un legado trascendental. Es una herencia de la que siempre se puede tomar mayor conciencia, para conservarla y transmitirla tal y como se ha recibido y que garantiza también la unidad de la Prelatura.
Resumiendo sus actitudes, el camino después de la ofensa sería: dolerse por la ofensa a Dios, pensar en lo que Dios perdona a cada uno, perdonar desde el primer instante, perdonar de todo corazón, rezar por el ofensor, callar, trabajar, sonreír (no perder la alegría), serenidad y paz. Desde esas actitudes considerar la reclamación de justicia y verdad.
Este modo concreto de perdonar podría servir para toda mujer y hombre, especialmente para los cristianos de la Iglesia de hoy. «Cristo no redime solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los hombres»[62]. Los cristianos han de salir del soliloquio de la culpa para entrar en el diálogo del perdón. El cristiano no es un ingenuo que cree que por perdonar las ofensas, éstas van a desaparecer del mundo, ni siquiera de su pequeña galaxia de relaciones. Pero sí sabe que el perdón, como forma de amor, añade siempre un registro intangible e inesperado.
El desarrollo de la caridad va siempre más lejos de cualquier recurso humano ideado para resolver conflictos, como la negociación o los equilibrios de fuerza, medios que muchas veces habrá que promover. Si no hay perdón, la ruta y el destino ya están marcados. El «mandamiento nuevo» apunta, no sólo a la relación en sí, sino también a modos nuevos y prácticos de transformar los conflictos donde parecía que no cabía solución. Si permitimos que la caridad despliegue todo su potencial, entonces «el Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de una mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más impenetrables»[63]. Es la fraternidad creadora.
El Papa Francisco señala, entre las propuestas para la nueva evangelización «desarrollar un nuevo discurso de la credibilidad»[64]. Parte del«discurso» pasa por promover un nuevo circuito de valores entre las personas, de forma que el amor entre los cristianos continúe siendo un signo reconocible de su identidad.
El ejemplo de perdón de Álvaro del Portillo será muy útil para recuperar el perfil hoy deformado, de un acto inspirado por el amor, no determinado por un sentimiento ni asociado a la debilidad o al temor. En el perdón así otorgado, la caridad establece la medida de la verdad y la justicia. El perdón cubre también el trecho que la verdad y la justicia deberían recorrer cuando no son posibles. El perdón es entonces el nivelador final.
- Comunicación pronunciada por Jaime Cárdenas en el Congreso con motivo del Centenario de Álvaro del Portillo, en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (12-14 de marzo de 2014).