Queridísimos:
¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Recibo
vuestras cartas, en las que me contáis tantas "cosas estupendas";
también me habláis de las romerías, a las que me uno cada día; y, al leer los
detalles concretos, os acompaño a visitar a la Madre de Dios y Madre nuestra.
Con
inmensa alegría y gratitud a Dios y a la Santísima Virgen, se ha celebrado en
los cinco continentes, por vez primera, la conmemoración litúrgica del beato
Álvaro del Portillo. Y dentro de pocas semanas nos reuniremos con muchísimas
personas en el mundo entero por la fiesta de san Josemaría. Han transcurrido
cuarenta años desde aquel 26 de junio de 1975, cuando nuestro Fundador fue
llamado por Dios a gozar de su gloria. ¡Cuántos bienes nos ha alcanzado, desde
entonces! Además, se han cumplido sus palabras: desde el cielo os ayudaré más.
Entre
los bienes conseguidos deseo detenerme en una realidad surgida desde el
principio en el Opus Dei y que, ahora, cae sobre el alma de cada una y de cada
uno: transmitir el ambiente de hogar de esta pequeña familia, muy
numerosa en el seno de la Iglesia. Rezar más en el año mariano por la
institución familiar, nos invita a considerar algunos de sus rasgos propios,
que brillan como reflejo del ambiente de la Santa Casa de Jesús, María y José,
pues a esa familia pertenecemos,
como afirmaba nuestro amadísimo Padre, al pensar en los Centros de la Obra y en
todos los hogares cristianos.
El
Señor nos ha escogido para que llevemos el amor de Dios, el gozo de servir, y
para que pongamos especial empeño en encontrarle entre las paredes del hogar de
cada uno o del sitio de trabajo; allí deberían salir de nuestros corazones
muchas acciones de gracias, jornada a jornada. La necesidad de cuidar los
detalles materiales, ambientales, de la casa, por amor a Dios y a los demás,
componen un auténtico diálogo contemplativo. Al afinar en esos pormenores
edificamos la Iglesia, el Opus Dei y el propio hogar.
El
caminar terreno de san Josemaría está lleno de su amoroso enseñar que hemos de
difundir constantemente el aire santo de la casa de Nazaret. Situémonos en los
diversos momentos de la respuesta de nuestro Padre. Dios quiso que aprendiera
esas primeras lecciones de vida cristiana, de preocupación por servir con
alegría a los demás, en la convivencia con sus padres y hermanos. Fueron los
Abuelos [n.b. padres de san Josemaría, Dolores Albás y José Escrivá] los primeros
que le enseñaron el modo cristiano de comportarse, base muy importante para que
se desarrolle armónicamente y sin estridencias la personalidad humana y
cristiana de los niños, adolescentes y jóvenes.
Al inspirarle
Dios el Opus Dei, nuestro Padre atendía todo. Luego, en la primera Residencia
de Ferraz, con la ayuda de unos pocos hijos suyos en aquellos primeros lustros,
trabajó para crear un gozoso clima de hogar en medio de la más absoluta
carencia de medios; y soñaba en la universalidad de la Obra, con el mismo tono
familiar que hemos de asentar en todos los sitios.
Más
tarde, durante la construcción de la sede central del Opus Dei, con el empuje
de don Álvaro, afirmaba que esos muros parecen
de piedra y son de amor; porque tan abundante fue la oración, el
sacrificio, el trabajo, el interés para acabar bien los edificios, pensando
también en las personas que habrían de venir en los años futuros. Su ejemplo y
su palabra en este tema fueron la mejor escuela para todos, y de modo especial
para las mujeres de la Obra que se ocuparían con el tiempo de la Administración
de los Centros.
Nuestro
Padre aludía a la gran importancia social de las tareas domésticas, como factor
de notable trascendencia para la labor apostólica del Opus Dei. Se nos irían abajo todos los apostolados, si
las hijas mías no llevaran la Administración de esa manera científica, con ese
sentido sobrenatural, con esa alegría, con ese empeño de artistas, que saben
que sirven a Dios, y que Dios las mira encantado, enamorado de ellas[1].
También va nuestra gratitud a la Abuela y a Tía Carmen [n.b. hermana de san Josemaría], pues su colaboración fue decisiva a
la hora de ayudar a las primeras mujeres del Opus Dei. De allí, como de una
chispa que lo enciende todo, este modo de hacer se contagió a millares y
millares de hogares en los cinco continentes.
Me
atrevo a afirmar que, en una buena parte, la triste crisis que padece ahora la
sociedad hunde sus raíces en el descuido del hogar. Si el padre, la madre, los
hijos, se ocuparan con mayor atención de la casa, responsabilizándose con
alegría de los diversos quehaceres, se incrementaría la calidad humana; se
propagaría la caridad sincera que Cristo ha venido a traernos, y se evitarían
muchas causas de conflictos.
En
esta colaboración, nadie ha de considerarse dispensado: a todos incumbe este
empeño. Los padres de familia, aunque tengan muchas ocupaciones profesionales,
se han de responsabilizar también de este aspecto, que tanto sostiene a los
suyos. Que no olviden
—escribió san Josemaría— que el
secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en
encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso
con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia
entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con
deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos
proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más
sencilla, la formación más eficaz[2].
Los
hijos y las hijas, cuando van creciendo en edad, también han de tomarse en
serio su servicio a la casa. De este modo, aprenden a ocuparse de su familia, maduran
al compartir sus sacrificios, crecen en el aprecio de sus dones[3]. Por
otra parte, la fraternidad en familia resplandece de forma especial cuando vemos la
consideración, la paciencia, el afecto con el que se rodea al hermanito o a la
hermanita más débil, enfermo o que tiene alguna discapacidad. Los hermanos y
las hermanas que hacen esto son muchísimos en todo el mundo, y quizá no
apreciamos lo bastante su generosidad[4].
No
puedo omitir que doy gracias a Dios por el esmero que mis hijas y mis hijos
ponen en el cuidado de los enfermos. De cada uno depende saber transformar en
oración los detalles materiales, que ya no son sólo materiales. Estar con
Jesús, ver a Jesús en las personas, en los que sufren, ha de convertirse en
"lo natural", con continuidad, con un fuerte enlace —como decía
nuestro Padre— entre lo sobrenatural y lo natural, en unidad de vida.
No
cejemos en el deseo diario de ver en cada Centro, en cada hogar, una
prolongación de la casa de Nazaret, apoyo y sustento de miles y de millones de
almas; incluso cuando estemos cansados. Quizá puede asaltarnos equivocadamente
la idea: siempre lo mismo, Señor... Y no se trata de lo mismo. Es lo de
siempre, pero con más amor.
Confiemos
al Señor: Jesús, sin ti no podemos ni queremos gastar nuestros días; nada más
lejos de nosotros que desentonar de tus treinta años en Nazaret; tampoco de los
trabajos de nuestro Padre llevando la Administración de la primera Residencia;
nos ha de urgir el afán de atribuir categoría sobrenatural y humana a esa
dedicación, a cada una de las tareas que la componen.
El
bien que podemos transmitir a las personas, hasta con lo que aparentemente
parece indiferente, es muy grande. Primero, porque hora tras hora el Señor se
halla muy cercano: va con nosotros y nosotros hemos de ir con Él. Y además no
olvidemos que la perfección con que desarrollemos las incumbencias de esos
servicios cotidianos, influye en la Iglesia y en la Obra, ahora y en el futuro,
por la Comunión de los santos.
Trasladémonos
con gozo y con frecuencia a Nazaret, al lugar en el que residieron Jesús, María
y José. Entre esas paredes, en las amistades con la gente de aquella aldea, en
las conversaciones, un lazo fortísimo unía el cielo y la tierra; el mismo que
hemos de crear en donde habitemos o trabajemos. Todo ha de impulsarnos a un
diálogo intenso con el Señor, y a colaborar —con cada tarea— a que las demás
personas avancen con gozo y paz por las sendas de la existencia ordinaria.
No
son pocos los hombres y mujeres que al contemplar el trabajo de la
Administración, o la paz que reina habitualmente en los hogares de los fieles
de la Obra, piensan, y así lo dicen: aquí está Dios. Nada más real. Mantengamos
siempre despierta la conciencia de que Dios cuenta con nuestra responsabilidad
renovada, también en los momentos en que estamos un poco secos o hasta
agotados. Repitamos entonces: Señor, te ofrezco este cansancio, porque quiero
apoyarme más en ti y servir mejor a los demás.
Jesús,
María y José sabían aprovechar sus diversas ocupaciones, hasta las más
pequeñas, con un amor que aportaba sabor de hogar amable, alegre, a aquellas
pobres habitaciones en las que residían; pobres, pero ricas por la intensidad
de contenido sobrenatural y humano de los tres. Así hemos de proceder nosotros,
con sentido de responsabilidad, y las veinticuatro horas del día, bien
desgranadas en la presencia de Dios, acercarán la tierra al cielo y traerán el
cielo a la tierra.
No me
detengo en recordaros las otras fiestas del mes de junio: el Corpus Christi, el
Sagrado Corazón de Jesús, el Inmaculado Corazón de María... Id preparándolas
bien unidos a san Josemaría. Continuemos rezando por el Papa y sus
colaboradores; la próxima solemnidad de san Pedro y san Pablo nos ofrece un
buen momento para intensificar esta oración. Y caminad bien unidos a mis
intenciones; yo —con la ayuda de Dios— marcho a vuestra vera.
Con
gran júbilo aludo ahora a los días de la pasada ordenación sacerdotal: fueron
jornadas de intensa unidad, y todos los participantes manifestaban
unánimemente, con otras palabras: quam
bonum et quam iucúndum habitáre fratres in unum![5],
es decir, ¡qué estupendo es hacer familia!
Con
todo cariño, os bendice
vuestro
Padre
+
Javier
Roma,
1 de junio de 2015.