— Los corazones endurecidos por la falta de contrición se incapacitan para acoger la palabra divina.
— Necesidad de oración y de sacrificio para que la gracia dé fruto en el alma.
— Paciencia y constancia: recomenzar con humildad.
I. Se reunió junto al Señor una gran muchedumbre, que acudía a Él de todas las ciudades1. Y Jesús aprovechó la ocasión, como tantas veces, para enseñarles el misterio de la acción de la gracia en las almas mediante la parábola del sembrador. Todos los que le escuchaban conocían bien las condiciones en que se hacían las labores del campo en aquellas tierras de Palestina. Salió el sembrador a sembrar su semilla... Es Cristo mismo que continuamente, hoy también, extiende su reinado de paz y de amor en las almas, contando con la libertad y la personal correspondencia de cada uno. Dios se encuentra en las almas con situaciones tan diversas como distintos son los terrenos que reciben idéntica semilla. Al llevar a cabo la siembra, parte cayó junto al camino, y fue pisoteada y se la comieron las aves del cielo: se perdió completamente, sin dar fruto. Más tarde, cuando Jesús explique a sus discípulos la parábola, les dirá que el diablo se lleva la palabra de su corazón. Estas almas, endurecidas por la falta de arrepentimiento de sus pecados, se incapacitan para recibir a Dios que las visita. A este mal terreno se asemeja el corazón «que está pisoteado por el frecuente paso de los malos pensamientos, y seco de tal modo que no puede recibir la semilla ni esta germinar»2. El demonio encuentra en estas almas el terreno apropiado para lograr que la semilla de Dios quede infecunda.
Por el contrario, el alma que, a pesar de sus flaquezas, se arrepiente una y otra vez, y procura evitar las ocasiones de pecar y recomienza cuantas veces sea necesario, atraerá la misericordia divina. La humildad que supone reconocer los pecados, quizá solo veniales, y los propios defectos prepara el alma para que Dios siembre en ella y fructifique. Por eso, hoy, al meditar esta parábola de Jesús, puede ser un buen momento para que nos preguntemos si cada día pedimos perdón por todas aquellas cosas que no agradan al Señor, aun en lo pequeño, y si acudimos con verdadera sed de limpieza a la Confesión frecuente.
Ahora es buen momento para pedirle a Jesús que nos ayude a echar lejos de nosotros todo aquello, por pequeño que sea, que nos separa de Él, a no pactar con defectos y actitudes que entorpecen la amistad que Él nos ofrece diariamente. «Has llegado a una gran intimidad con este nuestro Dios, que tan cerca está de ti, tan dentro de tu alma..., pero, ¿procuras que aumente, que se haga más honda? ¿Evitas que se metan por medio pequeñeces que puedan enturbiar esa amistad?
»—¡Sé valiente! No te niegues a cortar todo lo que, aunque sea levemente, cause dolor a Quien tanto te ama»3.
II. Parte de la semilla cayó sobre pedregal, y una vez nacida se secó por falta de humedad. Estos son los que reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíces; creen durante algún tiempo pero a la hora de la tentación se vuelven atrás. A la hora de la prueba sucumben porque han basado su seguimiento a Cristo en el sentimiento y no en una vida de oración, capaz de resistir los momentos difíciles, las pruebas de la vida y las épocas de aridez. «A muchos les agrada lo que escuchan y se proponen obrar bien; pero en cuanto comienzan a ser incomodados por las adversidades abandonan las buenas obras que habían comenzado»4. ¡Cuántos buenos propósitos han naufragado cuando el camino de la vida interior ha dejado de ser llano y placentero! Estas almas buscaban más su contento y la satisfacción propia que a Dios mismo. «Unos por unas razones y otros por otras –se quejaba San Agustín–, el hecho es que apenas se busca a Jesús por Jesús»5. Buscar a Jesús, por Él mismo, con aridez cuando llegue; querer subir a la cumbre no solo cuando el camino es llano y sombreado, sino cuando se convierte en un sendero apenas visible en medio de la rocas, sin más amparo que el deseo firme de subir hasta la cima donde está Cristo: buscar «a Jesús por Jesús». Solo lo conseguiremos con la fidelidad a la oración diaria, cuando resulta fácil y cuando cuesta.
Otra parte de la semilla cayó en medio de las espinas, y habiendo crecido con ella las espinas la sofocaron. Estos son los que, habiendo oído y arraigado en el alma la palabra de Dios, no llegaron a dar fruto a causa de las preocupaciones, riquezas y placeres de la vida. Es imposible seguir a Cristo sin una vida mortificada, pues poco a poco se pierde el atractivo por las cosas de Dios y, paralelamente, se inicia el camino fácil de las compensaciones, del apegamiento desordenado al dinero, a la comodidad..., y se acaba deslumbrado por el aparente valor de las cosas terrenas. «No te asombres de que a los placeres llamara espinas (...) –comenta San Basilio–. Así como las espinas, por cualquier parte que se las coja, ensangrientan las manos, así también los placeres dañan a los pies, a las manos, a la cabeza, a los ojos... Cuando se pone el corazón en las cosas temporales sobreviene la vejez prematura, se embotan los sentidos, se entenebrece la razón...»6.
La oración y la mortificación preparan al alma para recibir la buena semilla y dar fruto. Sin ellas, la vida queda infecunda. «El sistema, el método, el procedimiento, la única manera de que tengamos vida –abundante y fecunda en frutos sobrenaturales– es seguir el consejo del Espíritu Santo, que nos llega a través de los Hechos de los Apóstoles: “omnes erant perseverantes unanimiter in oratione” -todos perseveraban unánimemente en la oración.
»—Sin oración, ¡nada!»7. No existe un camino hacia Dios que no pase por la oración y el sacrificio.
III. «Después de referirse a las circunstancias que hacen ineficaz la semilla, habla por fin la parábola de la tierra buena. No da lugar así al desaliento, antes al contrario, abre camino a la esperanza, y muestra que todos pueden convertirse en buena tierra»8. La semilla que cayó en tierra buena son los que oyen la palabra con un corazón bueno y generoso, la conservan y dan fruto mediante la paciencia.
Todos, independientemente de la situación anterior, podemos dar buenos frutos para Dios, pues Él siembra constantemente la semilla de su gracia. La eficacia depende de nuestras disposiciones. «Lo único que importa es no ser camino, ni pedregal, ni cardos, sino tierra buena No sea el corazón camino donde el enemigo se lleve, como los pájaros, la semilla pisada por los transeúntes; no peñascal donde la poca tierra haga germinar enseguida lo que ha de agostar el sol; ni abrojal de pasiones humanas y cuidados de la vida disoluta»9. Tres son las características que señala el Señor en la tierra buena: oír con un corazón contrito, humilde, los requerimientos divinos; esforzarse para que –con la oración y la mortificación– esas exigencias calen en el alma y no se atenúen con el paso del tiempo; y, por último, comenzar y recomenzar, sin desanimarse si los frutos tardan en llegar, si nos damos cuenta de que los defectos no acaban de desaparecer a pesar de los años y del empeño en la lucha por desarraigarlos.
Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo –se lee hoy en la Liturgia de las Horas–; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne10. Si queremos y somos dóciles, el Señor está dispuesto a cambiar en nosotros todo lo que sea necesario para transformarnos en tierra buena y fértil. Hasta lo más profundo de nuestro ser, el corazón, puede verse renovado si nos dejamos arrastrar por la gracia de Dios, siempre tan abundante. Lo importante es ir una y otra vez a Él, con humildad, en demanda de ayuda, sin querer separarnos jamás de su lado, aunque nos parezca que no avanzamos, que pasa el tiempo y no cosechamos los frutos deseados. «Dios es agricultor –enseña San Agustín–, y si se aparta del hombre, este se convierte en un desierto. El hombre es también agricultor, y si se aparta de Dios, se convierte también en un desierto»11. No nos separemos de Él; acudamos a su Corazón misericordioso muchas veces a lo largo del día.