La propuesta de Jesús invitando a este joven a seguirle dejando todos sus bienes aunque suavizada con la promesa de “un tesoro en el cielo”, no en un Banco, le alejó de Él pesaroso. Con seguridad se trataba de un joven bueno, pero de una bondad común, una de esas personas que consideran que Dios no es lo suficientemente importante o grande como para hacerle feliz jugándose la vida por Él.
Cuando se alejó, con esa tristeza que tantas veces hemos comprobado en nuestro deseo de influir cristianamente en quienes nos rodean, Jesús se entretuvo en una serie de consideraciones a propósito de él con sus discípulos: “Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el Reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios”.
“Cristo ha denunciado como fatal y general ilusión -decía PABLO VI- la tendencia humana a buscar en el orden temporal la felicidad, la perfección, la santidad, y ha enseñado a buscarla en cambio más allá de ese orden, canonizando como situaciones preferentes aquellos estados desgraciados de la vida presente que de por sí crean deseos, aspiraciones, búsqueda de otro orden que sea de verdaderamente orden y que no podrá realizarse en el marco de la vida presente... Es decir, no celebra la pobreza por lo que ésta es materialmente, sino por el bien moral y religioso que de ella puede derivarse”.
La pobreza cristiana es saberse mantener a la suficiente distancia de los bienes de este mundo como para verlos en su verdadera dimensión sin sobrevalorarlos ni subestimarlos. Esto es, considerándolos como medios que nos hablan y llevan a Dios y no como fines. Con todo, como el hechizo de las riquezas es muy fuerte, quiso que nos pusiéramos en guardia para practicar un sano desprendimiento de las mismas tanto afectivo como efectivo.
¿Queremos comprobar si existe ese desprendimiento de los bienes puramente terrenos? Preguntémonos si los estamos usando para la implantación del Reino de Dios siendo generosos con nuestro dinero, nuestro tiempo, nuestra salud, no haciendo gastos que no sean imprescindibles o concediéndonos caprichos. Si estos despojos cuestan tanto que su entrega nos entristece o la rehusamos, tenemos ahí un indicador infalible. Un cristiano afectiva y efectivamente pobre es alguien que está proclamando con hechos que cree en la otra vida, que prefiere la dignidad de la primogenitura a un plato de lentejas.
Quien logra ese despego, se ha construido un dique contra la marea arrolladora de una sociedad de consumo inventora de necesidades. Un lugar donde la necesidad de Dios restituye la respiración al alma. Un puesto donde se sabe dueño de sus bienes y no esclavo, hasta el punto de saber privarse de ellos cuando el caso lo requiera.
El encuentro
personal con Cristo se suele dar en la oración. Una escritora moderna lo
explica así: "El camino interior que conduce a la libertad es el camino de
quien tiene el coraje de alzar la vista hacia el cielo y reconocer la propia
debilidad y la propia fragilidad; de quien, aun en la debilidad y en la
fragilidad, siente su nombre pronunciado fuerte y a ese nombre responde ¿quién
llama? ¿Quién conoce mi destino? En ese momento se descubre que junto al yo
también existe un Tú. Eso es la oración. En ese punto nace la unicidad del
camino. Un camino siempre igual y, no obstante, siempre distinto que nos
conduce a existir en la libertad, en la verdad y en la conciencia de ser hijos
de un Padre amoroso" (S. Tamaro).
Ciertamente
Cristo respeta nuestra libertad, "pero en todas las circunstancias gozosas
o amargas de la vida, no cesa de pedirnos que creamos en Él, en su Palabra, en
la realidad de la Iglesia, en la vida eterna. Así pues, no penséis nunca que
sois desconocidos a sus ojos, como simples números de una masa anónima. Cada
uno de vosotros es precioso para Cristo, Él os conoce personalmente y os ama
tiernamente, incluso cuando uno no se da cuenta de ello" (Juan Pablo II,
Homilía, Jornada Mundial de la Juventud, 15.VIII.2000).
En un pasaje
de los Evangelios, que comentó Juan Pablo II el Domingo de Ramos de 1985 en su
mensaje a los jóvenes, se recoge la historia de un joven rico que toma la
iniciativa de ir a Jesús para pedirle consejos de santidad (Mt 19, 16-22; Mc
10, 17-22; Lc 18, 18-27). San Marcos relata que Jesús se le quedó mirando y le
tomó cariño. También a nosotros nos gustaría saber de qué manera nos mira
Jesús: de la misma manera, sin duda alguna, pero con una exigencia particular
que cada uno debe descubrir. Ese encuentro del joven rico con Jesucristo nos
puede servir de ejemplo y de enseñanza.
Se me ocurre
que podríamos distinguir en la escena –puedes releerla por tu cuenta en el
Evangelio– como tres partes:
Con Dios enfrente
En la primera
parte, San Mateo relata que el joven pregunta a Jesús: "¿qué tengo que
hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" En otras traducciones:
"¿qué cosas buenas debo hacer para alcanzar la vida eterna?" Jesús le
aclara que lo bueno no es algo sino Alguien: "¿Por qué me preguntas acerca
de lo bueno? Uno sólo es el bueno"; o, según San Marcos: "¿Por qué me
llamas bueno? Nadie es bueno sino uno, Dios".
Jesús le
remite a Dios, a Alguien que ha hablado y se ha revelado. Es decir, lo
verdaderamente importante no son las cosas que hacemos –lo que uno piensa, su
opinión sobre lo que es bueno– sino lo que Dios entiende que es bueno; y es
evidente que lo mejor es amar a Dios con locura, sin limitarse a cubrir una
hoja inmaculada de servicios. No se trata tanto de hacer cosas como de amar a
Alguien.
Lo que importa
no es nuestra visión de las cosas, sino la de Dios; no es nuestro juicio, sino
el de Dios; no es lo que nosotros pensamos, sino lo que piensa Dios. Me parece
de gran trascendencia tener muy en cuenta esto cuando uno se plantea su posible
llamada: se trata de mirar a Dios, de meterse en Dios y desde Dios pensar en
todas las almas. Con Dios somos capaces de todo, sin Él nada podemos hacer.
No existe un tiempo de pruebas
Hay que atreverse a una relación personal
con Cristo. Lo que se pretende ver no es "algo" sino a Jesús. Las
cosas se conocen examinándolas; a las personas sólo se las conoce arriesgándose
a amarlas y, sobre todo, dejándose amar.
No existe un
tiempo para amar sin amar, para amar "a prueba": de lo contrario sólo
se podría dar la vida después de haberla vivido. No hay escuela de prácticas
para el amor, ni seguro en el amor; se ama amando de verdad, desde el primer
instante, o de lo contrario, nunca se amará. En el amor no hay simuladores como
en el caso del aprendizaje de los pilotos de vuelo; como tampoco existe un
curso de oración sin esfuerzo. Jesús, en esta primera parte de la escena, va
abrir los ojos al joven –que simplemente ha acudido a un maestro; aún no sabía
Quién era el que tenía delante–, animándole al encuentro personal con Dios.
En la segunda
parte Jesús le dice: "Si quieres entrar en la Vida, guarda los
mandamientos" y el joven le pregunta: "¿Cuáles?". Quizá piensa
que la inquietud que le ha llevado hasta Jesús se debe a que, a pesar de que
intenta cumplir todo lo necesario, se está olvidando de alguna cosa. Hace esa
pregunta como quien pasa revista a una lista de obligaciones... Pero cuando el
Señor le enumera los mandamientos que ya conoce, se da cuenta de que no hay
fallos: "cumple todo" y, sin embargo, sigue inquieto. Así que
pregunta de nuevo: "¿Qué me falta aún?". En el fondo, su enfoque es
equivocado: todo el tiempo parece estar buscando la fórmula que le permita vivir
su vida tranquila, con la seguridad de que está "en regla" con Dios.
Pero tiene buena intención: ha llegado hasta allí obedeciendo a una inquietud
sincera, aunque mal enfocada.
La respuesta del abandono
En la tercera
parte, el Señor le pide que quite de su vida lo que le impide vivir enteramente
en manos de Dios. Quiere que entienda que el sentido de todos esos mandamientos
que ya cumple es hacer posible el primero: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas; y el segundo, que es
semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Por eso le responde:
"Sólo una cosa té falta", "si quieres ser perfecto, anda, vende
cuanto tienes y reparte el dinero a los pobres; así tendrás un tesoro en el
Cielo. Luego, ven y sígueme".
Como el joven
rico, estamos llenos de buenas intenciones, pero queriendo hacerlo todo a
nuestro antojo. La pretensión de sorprender a Dios con nuestra santidad
configurada a nuestro gusto equivale a reducir a Dios a un botiquín portátil,
necesario sólo para casos imprevistos... Lo que le falta al joven rico no es
conquistar la perfección que él proyecta –una irreprochabilidad que le permita
quedarse "en paz"–, sino abandonarse en Dios, secundar el proyecto de
Dios. Nos pide el Señor que seamos perfectos, ciertamente, pero como nuestro
Padre Celestial es perfecto. La santidad pertenece sólo a Dios. La fe no es
sólo constatar que Dios existe –eso también lo saben los diablos y no les
aprovecha en nada, como dice el Apóstol Santiago, sólo les hace temblar–, sino
que ha de llevarnos a buscar la comunión personal con Dios: a vivir, ya en la
tierra, por Él, con Él y en Él.
No hay
vocación sin conversión que lleve a vivir con fe plena, y esa fe debe estar
movida por el amor. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a comprender
las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección:
el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el
paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad
madura ("si quieres") y el don divino de la gracia ("ven y
sígueme").
La tristeza o la alegría
Pero el joven
se fue triste. Las palabras que deberían darle una gran alegría, porque eran la
respuesta a su intranquilidad, le dejaron en el alma una gran tristeza. No por
el simple hecho de tener muchos bienes, sino por poner en ellos el corazón. San
Agustín explicaba que cuando se quiere llenar de miel un recipiente que
contiene vinagre, hay que vaciarlo y limpiarlo bien, de lo contrario hasta la
miel acaba sabiendo a vinagre. La tristeza del joven rico no procede de las
palabras de Cristo, no es causada por la exigencia, sino por el recipiente
donde la acoge: un corazón avinagrado.
Las exigencias
de Dios, las llamadas del Amor nunca son agrias, nunca entristecen, por eso,
cuando notamos un deje de tristeza en el corazón puede ser debido a que el
Señor nos esté pidiendo algo y no queremos dárselo.
Por eso
conviene recordar lo que explica Jesús a sus discípulos una vez que el joven
rico ha vuelto la espalda y se ha marchado con su tristeza, con su triste
riqueza: "Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o
padre, o hijos o tierras, por Mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este
tiempo, cien veces más –casas y hermanos y hermanas, y madres e hijos, y
tierras, con persecuciones–, y en la edad futura la vida eterna".
Jesús vive y
llama. No dejemos pasar las oportunidades que nos brinda. Como solía repetir
San Josemaría Escrivá, Dios nunca se deja ganar en generosidad.