Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Nos hemos conmovido una vez más, durante la Semana Santa, ante el amor de Dios por los hombres. Tanto amó Dios al mundo —escribe san Juan— que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él[1].
¡Cuántas gracias hemos de dar a la Trinidad Santa por este derroche de bondad y misericordia! Más aún si consideramos que Cristo, cuando todavía nosotros éramos débiles, murió por los impíos en el tiempo establecido[2]. La pasión y muerte del Señor constituye el culmen del compromiso que Dios, libremente, quiso contraer con la humanidad. «Su primer compromiso fue el de crear el mundo, y a pesar de nuestros atentados para destruirlo —y son muchos—, Él se compromete a mantenerlo vivo. Pero su compromiso más grande ha sido donarnos a Jesús. ¡Este es el gran compromiso de Dios! Sí, Jesús es justamente el compromiso extremo que Dios ha asumido para con nosotros»[3].
En virtud de esa promesa, reiteradamente renovada a lo largo de la historia de la salvación, el Hijo de Dios encarnado no se limitó a alcanzarnos el perdón de los pecados viviendo y trabajando entre nosotros, aunque la más pequeña acción suya tenía valor sobreabundante para redimirnos; ni tampoco se contentó con interceder por nosotros, aunque bien sabía que Dios Padre escuchaba siempre su oración. Decidió llegar hasta el extremo, porque nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos[4].
Son conmovedoras las palabras de Jesucristo Redentor durante su agonía en la cruz. La primera fue ésta: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen[5]. No piensa en las humillaciones y dolores por los que atravesaba, ni en la crueldad de los que le crucificaban, sino en la ofensa a Dios. Vino a alcanzarnos el perdón de nuestros pecados y su primera frase es una petición de misericordia. La segunda, dirigida al buen ladrón, prosigue en la misma línea. Ante el sincero arrepentimiento de aquel hombre, le promete la remisión de sus pecados y la vida eterna: en verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso[6]. Se explica la piedad honda con la que nuestro Padre besaba el crucifijo que, para quienes lo veían, suponía un momento de conversión y una invitación a hablar de Cristo y de su ejemplo.
San Josemaría asimiló con profundidad estas enseñanzas del Señor, y las predicó con su ejemplo y con su palabra. Perdonar. ¡Perdonar con toda el alma y sin resquicio de rencor! Actitud siempre grande y fecunda.
—Ese fue el gesto de Cristo al ser enclavado en la cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen", y de ahí vino tu salvación y la mía[7]. ¡Qué buen ejemplo para nosotros! Pidamos a Dios que sepamos ser indulgentes y disculpar enseguida a quienes nos hayan ofendido, sin resentimientos.
Perdonar las ofensas representa, en cierto modo, lo más divino que pueden realizar los hombres. No se queda sólo en una obra de misericordia, sino que también es condición y plegaria para que Dios remita nuestros pecados, como el Maestro nos enseñó en la oración del padrenuestro: perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden[8].
Una de las grandes deficiencias de la sociedad actual se expresa en la dificultad de perdonar. Personas singulares y naciones enteras vuelven una vez y otra sobre los agravios recibidos, chapotean en esos recuerdos como en un charco lleno de inmundicia, y no quieren esforzarse por olvidarlos y perdonar. Otra —y muy clara— es la enseñanza de Nuestro Señor, que compendia la historia de la clemencia divina con la humanidad en estas palabras: bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia[9].
Tenemos muy grabadas muchas escenas del Evangelio, en las que se manifiesta esta actitud de Jesús: su perdón a la mujer pecadora en casa de Simón el fariseo, la parábola del hijo pródigo o de la oveja perdida, su clemencia con la mujer adúltera... Es la senda que los cristianos hemos de recorrer, para asemejarnos al Maestro. Ese camino se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor[10].
Sin embargo, como repetía san Josemaría, para amar de este modo resulta imprescindible que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda[11].
Las escenas de la pasión y muerte del Señor, que hemos revivido recientemente, nos plantean unas preguntas comprometedoras, a las que hemos de responder sinceramente. ¿Sabemos perdonar desde el primer momento las ofensas recibidas, que muchas veces no son tales, sino fruto de nuestra imaginación o exageraciones de nuestra susceptibilidad? ¿Nos esforzamos por cancelarlas del corazón, sin volver una y otra vez sobre esos temas? ¿Pedimos ayuda al Señor y a la Santísima Virgen, cuando notamos que nos resulta difícil perdonar?
Así ha de ser nuestra actitud constante, porque no basta disculpar una vez, ni dos, ni tres... Recordemos la respuesta del Señor a la pregunta de Pedro:¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le respondió: no te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete[12]; es decir, siempre. A continuación, para que se nos quedara bien grabada esta lección, relató la parábola del siervo cruel que fue neciamente intransigente ante una deuda ridícula de un compañero suyo, cuando su amo le había condonado una cantidad enorme[13]. Esforcémonos, en este Año de la misericordia y siempre, por asimilar a fondo estas exigencias del verdadero discípulo de Cristo.
No basta evitar de nuestra parte las ofensas externas, sino que es preciso esforzarse por ahogar los pensamientos y los juicios contrarios a la caridad. Nuestro caminar terreno se traduce en una peregrinación hacia la gloria del Cielo; y, para alcanzar esa meta, Jesucristo nos muestra las etapas. Una la expone el Papa en la bula Misericordiæ vultus, comentando unas palabras del Señor: no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados[14].
Escribe el Santo Padre: «Ante todo, no juzgar y no condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie puede convertirse en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con sus juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior. ¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos y envidia! Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a exponerlo al descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del chisme. No juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por nuestra presunción de saberlo todo. Sin embargo, esto no es todavía suficiente para manifestar la misericordia. Jesús pide también perdonar y dar. Ser instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo recibido de Dios. Ser generosos con todos sabiendo que también Dios dispensa sobre nosotros su benevolencia con magnanimidad»[15].
Aparece aquí otra dimensión del perdón cristiano: solicitarlo a los demás en cuanto nos percatamos de haberles ofendido. No es una humillación, sino al contrario: es manifestación de grandeza de espíritu, de corazón amplio, de alma generosa. También en esto san Josemaría nos dio ejemplo. ¡Con qué facilidad pedía disculpas, con humildad verdadera, si pensaba que alguien se había quedado herido por una reprensión suya, aunque hubiese sido hecha justamente! En una ocasión, reconocía que había implorado perdón al Señor muchas veces, por lo que pensaba que eran faltas de correspondencia. Pero, a la vez —añadía—, me atrevo a decir que os he entregado lo mejor de mi alma; lo que Dios Nuestro Señor me concedió, he procurado transmitíroslo a vosotros con la mayor fidelidad; y, cuando no he sabido hacerlo, he reconocido enseguida mis errores, he pedido perdón a Dios y a los que me rodeaban, e inmediatamente he vuelto a la lucha[16].
El día 20 da comienzo un año más de mi servicio a la Iglesia como Prelado del Opus Dei. Y el 23 administraré el presbiterado a un numeroso grupo de hermanos vuestros, diáconos de la Prelatura. Rezad mucho por ellos y por mí, y por todos los sacerdotes de la Iglesia. Vivamos siempre consummati in unum[17], bien unidos en la oración, en las intenciones, en las obras, para que el Señor continúe mirándonos con misericordia. Y sigamos teniendo muy presente en nuestra oración al Papa y todas sus intenciones.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier