— Infancia espiritual y sencillez.
— Manifestaciones de piedad y de naturalidad cristiana.
— Para ser sencillos.
I. En diversas ocasiones relata el Evangelio cómo los niños se acercaban a Jesús, quien los acogía, los bendecía y los mostraba como ejemplo a sus discípulos. Hoy nos enseña una vez más la necesidad de hacernos como uno de aquellos pequeños para entrar en su Reino: En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y abrazándolos, los bendecía, imponiéndoles las manos1.
En esos niños que Jesús abraza y bendice están representados no solo todos los niños del mundo, sino también todos los hombres, a quienes el Señor indica cómo deben «recibir» el Reino de Dios.
Jesús ilustra de una manera gráfica la doctrina esencial de la filiación divina: Dios es nuestro Padre y nosotros sus hijos; nuestro comportamiento se resume en saber hacer realidad la relación que tiene un buen hijo con un buen padre. Ese espíritu de filiación divina lleva consigo el sentido de dependencia del Padre del Cielo y el abandono confiado en su providencia amorosa, igual que un niño confía en su padre; la humildad de reconocer que por nosotros nada podemos; la sencillez y la sinceridad, que nos mueve a mostrarnos tal como somos2.
Volverse interiormente como niños, siendo personas mayores, puede ser tarea costosa: requiere reciedumbre y fortaleza en la voluntad, y un gran abandono en Dios. «La infancia espiritual no es memez espiritual, ni “blandenguería”: es camino cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir llevada de la mano de Dios»3. El cristiano decidido a vivir la infancia espiritual practica con más facilidad la caridad, porque «el niño es una criatura que no guarda rencor, ni conoce el fraude, ni se atreve a engañar. El cristiano, como el niño pequeño, no se aíra si es insultado (...), no se venga si es maltratado. Más aún: el Señor le exige que ore por sus enemigos, que deje la túnica y el manto a los que se lo llevan, que presente la otra mejilla a quien le abofetea (cfr. Mt 5, 40)»4. El niño olvida con facilidad y no almacena los agravios. El niño no tiene penas.
La infancia espiritual conserva siempre un amor joven, porque la sencillez impide retener en el corazón las experiencias negativas. «¡Has rejuvenecido! Efectivamente, adviertes que el trato con Dios te ha devuelto en poco tiempo a la época sencilla y feliz de la juventud, incluso a la seguridad y gozo –sin niñadas– de la infancia espiritual... Miras a tu alrededor, y compruebas que a los demás les sucede otro tanto: transcurren los años desde su encuentro con el Señor y, con la madurez, se robustecen una juventud y una alegría indelebles; no están jóvenes: ¡son jóvenes y alegres!
»Esta realidad de la vida interior atrae, confirma y subyuga a las almas. Agradéceselo diariamente “ad Deum qui laetificat iuventutem” —al Dios que llena de alegría tu juventu»5. Verdaderamente, el Señor alegra nuestra juventud perenne en los comienzos y en los años de la madurez o de la edad avanzada. Dios es siempre la mayor alegría de la vida, si vivimos delante de Él como hijos, como hijos pequeños siempre necesitados.
II. La filiación divina engendra devociones sencillas, pequeñas obras de obsequio a Dios Nuestro Padre, porque un alma llena de amor no puede permanecer inactiva6. Es el cristiano, que ha necesitado de toda la fortaleza para hacerse niño, quien puede dar su verdadero sentido a las devociones pequeñas. Cada uno ha de tener «piedad de niños y doctrina de teólogos», solía decir San Josemaría Escrivá. La formación doctrinal sólida ayuda a dar sentido a la mirada que dirigimos hacia una imagen de Nuestra Señora y a convertir esa mirada en un acto de amor, o a besar un crucifijo, y a no permanecer indiferente ante una escena del Vía Crucis. Es la piedad recia y honda, amor verdadero, que necesita expresarse de alguna forma. Dios nos mira entonces complacido, como el padre mira al hijo pequeño, a quien quiere más que a todos los negocios del mundo.
La fe sencilla y profunda lleva a manifestaciones concretas de piedad, colectivas o personales, que tienen una razón de ser humana y divina. A veces, son costumbres piadosas del pueblo cristiano que nos han transmitido nuestros mayores en la intimidad del hogar y en el seno de la Iglesia. Junto al deseo de mejorar más y más la personal formación doctrinal –la más profunda que podamos adquirir en nuestras circunstancias personales–, hemos de vivir con amor esos detalles sencillos de piedad que nos hemos inventado nosotros o que han servido, durante muchas generaciones, para amar a Dios a tantas gentes diversas, que agradaron a Dios porque se hicieron como niños. Así, desde los orígenes de la Iglesia ha sido costumbre adornar con flores los altares y las imágenes santas, besar el crucifijo o el rosario, tomar agua bendita y santiguarse...
En algunos lugares, al no apreciarlas como manifestaciones de amor, algunos rechazan estas piadosas y sencillas costumbres del pueblo cristiano, que consideran equivocadamente propias de un «cristiano infantil». Han olvidado estas palabras del Señor:quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él; no quieren tener presente que delante de Dios siempre somos como hijos pequeños y necesitados, y que en la vida humana el amor se expresa frecuentemente en detalles de escaso relieve. Estas muestras de afecto, observadas desde fuera, sin amor y sin comprensión, con crítica objetividad, carecerían de sentido. Sin embargo, ¡cuántas veces se habrá conmovido el Señor por la oración de los niños y de los que por amor se hacen como ellos!
Los Hechos de los Apóstoles han dejado constancia de cómo los primeros cristianos alumbraban con abundantes luces las salas donde celebraban la Sagrada Eucaristía7, y gustaban de encender sobre los sepulcros de los mártires lamparillas de aceite hasta que se consumían. San Jerónimo elogia de este modo a un buen sacerdote: «Adornaba las basílicas y capillas de los mártires con variedad de flores, ramaje de árboles y pámpanos de viñas, de suerte que todo lo que agradaba en la iglesia, ya fuera por su orden o por su gracia, era testimonio del trabajo y fervor del presbítero»8. Son pequeñas manifestaciones externas de piedad, apropiadas a la naturaleza humana, que necesita de las cosas sensibles para dirigirse a Dios y expresarle adecuadamente sus necesidades y deseos.
Otras veces la sencillez tendrá manifestaciones de audacia: cuando estamos recogidos en la oración, o cuando caminamos por la calle, podemos decirle al Señor cosas que no nos atreveríamos a decir –por pudor– delante de otras personas, porque pertenecen a la intimidad de nuestro trato. Sin embargo, es necesario que sepamos –y nos atrevamos– decirle a Él que le queremos, pero que nos haga más locos de Amor por Él...; que, si lo desea, estamos dispuestos a clavarnos más en la Cruz...; que le ofrecemos nuestra vida una vez más... Y esa audacia de la vida de infancia debe desembocar en propósitos concretos.
III. La sencillez es una de las principales manifestaciones de la infancia espiritual. Es el resultado de haber quedado inermes ante Dios, como el niño ante su padre, de quien depende y en quien confía. Delante de Dios no cabe el aparentar o el disimular los defectos o los errores que hayamos cometido, y también hemos de ser sencillos al abrir nuestra alma en la dirección espiritual personal, manifestando lo bueno, lo malo y lo dudoso que haya en nuestra vida.
Somos sencillos cuando mantenemos una recta intención en el amor al Señor. Esto nos lleva a buscar siempre y en todo el bien de Dios y de las almas, con voluntad fuerte y decidida. Si se busca a Dios, el alma no se enreda ni se complica inútilmente por dentro; no busca lo extraordinario; hace lo que debe, y procura hacerlo bien, de cara a Él. Habla con claridad: no se expresa con medias verdades, ni anda continuamente con restricciones mentales. No es ingenuo, pero tampoco suspicaz; es prudente, pero no receloso. En definitiva, vive la enseñanza del Maestro: Sed prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas9.
«Por este camino llegarás, amigo mío, a una gran intimidad con el Señor: aprenderás a llamar a Jesús por su nombre y a amar mucho el recogimiento. La disipación, la frivolidad, la superficialidad y la tibieza desaparecerán de tu vida. Serás amigo de Dios: y en tu recogimiento, en tu intimidad, gozarás al considerar aquellas frases de la Escritura:Loquebatur Deus ad Moysem facie ad faciem, sicut solet loqui homo ad amicum suum. Dios hablaba a Moisés cara a cara, como suele hablar un hombre con su amigo»10. Oración que se expresa a lo largo del día en actos de amor y de desagravio, en acciones de gracias, en jaculatorias a la Virgen, a San José, al Ángel Custodio...
Nuestra Señora nos enseña a tratar al Hijo de Dios, su Hijo, dejando a un lado las fórmulas rebuscadas. Nos resulta fácil imaginarla preparando la comida, barriendo la casa, cuidando de la ropa... Y en medio de estas tareas se dirigirá a Jesús con confianza, con delicado respeto, ¡pues bien sabía Ella que era el Hijo del Altísimo!, y con inmenso amor. Le exponía sus necesidades o las de otros (¡No tienen vino!, le dirá en la boda de aquellos amigos o parientes de Caná), le cuidaba, le prestaba los pequeños servicios que se dan en la convivencia diaria, le miraba, pensaba en Él..., y todo eso era perfecta oración.
Nosotros necesitamos manifestar a Dios nuestro amor. Lo expresaremos en muchos momentos a través de la Santa Misa, de las oraciones que la Iglesia nos propone en la liturgia..., o a través de una visita de pocos minutos mientras transcurre el ajetreo diario, o colocando unas flores a los pies de una imagen de María, Madre de Dios y Madre nuestra. Pidámosle hoy que nos dé un corazón sencillo y lleno de amor para tratar a su Hijo, que aprendamos de los niños, que con tanta confianza se dirigen a sus padres y a las personas que quieren.