— Dios llama a todos.
— La respuesta a la personal vocación.
— Pobreza y desprendimiento en nuestra vida corriente.
I. Nos dice el Evangelio de la Misa1 que salía ya Jesús de una ciudad y se ponía en camino hacia otro lugar, cuando vino un joven corriendo y se detuvo ante el Señor. Los tres Evangelistas que nos relatan el suceso nos dicen que era de buena posición social. Se arrodilló a los pies de Cristo, y le hizo una pregunta fundamental para todo hombre: Maestro, le dice, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Jesús está de pie, rodeado de sus discípulos, que contemplan la escena; el joven, de rodillas. Es un diálogo abierto, en el que el Señor comienza dándole una respuesta general: Guarda los mandamientos. Y los enumera: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás... Él respondió: Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia... ¿Qué me falta aún?, recoge San Mateo2. Es la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez ante el desencanto íntimo de las cosas que siendo buenas no acaban de llenar el corazón, y ante la vida que va pasando sin apagar esa sed oculta que no se sacia. Y Cristo tiene una respuesta personal para cada uno, la única respuesta válida.
Jesús sabía que en el corazón de aquel joven se hallaba un fondo de generosidad, una capacidad grande de entrega. Por eso lo miró complacido, con amor de predilección, y le invitó a seguirle sin condición alguna, sin ataduras. Se quedó mirándolo fijamente, como solo Cristo sabe mirar, hasta lo más profundo del alma. «Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada paso. Se puede decir también que en esta “mirada amorosa” de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva (...). Al hombre le es necesaria esta “mirada amorosa”; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad (cfr. Ef 1, 4). Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo»3. Así nos ve el Señor ahora y siempre, con amor hondo, de predilección.
El Maestro, con una voz que tendría una entonación particular, le dijo: Una cosa te falta aún. Una sola. ¡Con qué expectación aguardaría aquel joven la respuesta del Maestro! Era, sin duda, lo más importante que iba a oír en toda su existencia. Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres... Luego ven y sígueme. Era una invitación a entregarse por entero al Señor. No esperaba esto aquel joven. Los planes de Dios no siempre coinciden con los nuestros, con aquellos que hemos forjado en la imaginación, en nuestros ensueños. Los proyectos divinos, de una forma u otra, siempre pasan por el desprendimiento de todo aquello que nos ata. Para seguir a Cristo necesitamos tener el alma libre. Las muchas riquezas de este joven fueron el gran obstáculo para aceptar el requerimiento de Jesús, lo más grande que ocurrió en su vida.
Dios llama a todos: a sanos y a enfermos, a personas con grandes cualidades y a las de capacidad modesta; a los que poseen riquezas y a los que sufren estrecheces; a los jóvenes, a los ancianos y a los de edad madura. Cada hombre, cada mujer debe saber descubrir el camino peculiar al que Dios le llama. Y a todos nos llama a la santidad, a la generosidad, al desprendimiento, a la entrega; a todos nos dice en nuestro interior: ven y sígueme. No cabe la mediocridad ante la invitación de Cristo; Él no quiere discípulos de «media entrega», con condicionamientos.
Este joven ve de repente su vocación: la llamada a una entrega plena. Su encuentro con Jesús le descubre el sentido y el quehacer fundamental de su vida. Y ante Él se pone al descubierto su verdadera disponibilidad. Había creído realizar la voluntad de Dios porque cumplía los mandamientos de la Ley. Cuando Cristo le pone delante una entrega completa, se descubre lo mucho que está apegado a sus cosas y el poco amor a la voluntad de Dios. También hoy se repite esta escena. «Me dices, de ese amigo tuyo, que frecuenta sacramentos, que es de vida limpia y buen estudiante. —Pero que no “encaja”: si le hablas de sacrificio y apostolado, se entristece y se te va.
»No te preocupes. —No es un fracaso de tu celo: es, a la letra, la escena que narra el Evangelista: “si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres” (sacrificio)... “y ven después y sígueme” (apostolado).
»El adolescente “abiit tristis” —se retiró también entristecido: no quiso corresponder a la gracia»4. Se marchó lleno de tristeza, porque la alegría solo es posible cuando hay generosidad y desprendimiento. Entonces la vida se llena de gozo en esa disponibilidad absoluta ante el querer de Dios que se manifiesta cada día en cosas pequeñas y en momentos bien precisos de nuestra vida. Digámosle hoy al Señor que nos ayude con su gracia para que, en todo momento, pueda contar efectivamente con nosotros para lo que quiera, sin condiciones ni ataduras. «Señor, no tengo otro fin en la vida que buscarte, amarte y servirte... Todos los demás objetivos de mi existencia a esto se encaminan. No quiero nada que me separe de Ti», le decimos en este diálogo con Él.
II. «La tristeza de este joven –comenta el Papa Juan Pablo II– nos lleva a reflexionar. Podremos tener la tentación de pensar que poseer muchas cosas, muchos bienes de este mundo, puede hacernos felices. En cambio, vemos en el caso del joven del Evangelio que las muchas riquezas se convirtieron en obstáculo para aceptar la llamada de Jesús a seguirlo: ¡no estaba dispuesto a decir sí a Jesús, y no a sí mismo, a decir sí al amor y no a la huida! El amor verdadero es exigente (...). Porque fue Jesús –nuestro mismo Jesús– quien dijo: Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando (Jn 15, 14). El amor exige esfuerzo y compromiso personal para cumplir la voluntad de Dios. Significa sacrificio y disciplina, pero significa también alegría y realización humana (...). Con la ayuda de Cristo y a través de la oración vosotros podréis responder a su llamada (...). Abrid vuestros corazones a este Cristo del Evangelio, a su amor, a su verdad, a su alegría. ¡No os vayáis tristes!»5.
La llamada del Señor a seguirle de cerca exige una actitud de respuesta continua, porque Él, en sus diferentes llamamientos, pide una correspondencia dócil y generosa a lo largo de la existencia. Por eso debemos ponernos con frecuencia delante del Señor –cara a cara con Él, sin anonimato– y preguntarle, como este joven: ¿Qué me falta?, ¿qué exigencias tiene hoy, en estas circunstancias mi vocación de cristiano?, ¿qué caminos quieres que siga? Seamos sinceros: quien tiene verdaderos deseos de saber, llega a conocer con claridad los caminos de Dios. «El cristiano va descubriendo así, en medio de su vida corriente, cómo su vocación debe desplegarse a través de un tejido menudo y cotidiano de llamadas y sugerencias divinas (...), de instantes significativos, de “vocaciones” concretas, para realizar, por amor a su Señor, pequeñas o grandes tareas en el mundo de los hombres. Es en medio de este diálogo con el Señor como un hombre puede escuchar esa voz divina que le pide tomar unas decisiones definitivas, radicales (...). La palabra de Dios puede llegar con el huracán o con la brisa (1 Rey 19, 22)»6. Pero para seguirla debemos estar desprendidos de toda atadura: solo Cristo importa. Todo lo demás, en Él y por Él.
III. Aquel joven se levantó del suelo, esquivó aquella mirada de Jesús y su invitación a una vida honda de amor, y se marchó –todos se dieron cuenta– con la tristeza señalada en el rostro. «El instinto nos indica que la negativa de aquel momento fue definitiva»7. El Señor vio con pena cómo se alejaba; el Espíritu Santo nos revela el motivo de aquel rechazo a la gracia: tenía muchos bienes, y estaba muy apegado a ellos.
Después de este incidente, la comitiva emprende su camino. Pero antes, o quizá mientras recorren los primeros pasos, Jesús, mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Ellos quedaron impresionados por sus palabras. Y el Señor repitió con más fuerza: Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino. Hemos de considerar con atención la enseñanza de Jesús y aplicarla a nuestra vida: no se pueden conciliar el amor a Dios, el seguirle de cerca, y el apegamiento a los bienes materiales: en un mismo corazón no caben esos dos amores. El hombre puede orientar su vida proponiéndose como fin a Dios, al que se alcanza, con la ayuda de la gracia, también a través de las cosas materiales, usándolas como medios, que eso son; o puede, desgraciadamente, poner en las riquezas la esperanza de su plenitud y felicidad: deseo desmedido de bienes, de lujo, de comodidad, ambición, codicia...
Hoy puede ser una buena ocasión para que examinemos valientemente en la intimidad de nuestra oración qué nos mueve en nuestro actuar, dónde tenemos puesto el corazón: si tenemos planteado un verdadero empeño por andar desprendidos de los bienes de la tierra, o bien si, por el contrario, sufrimos cuando padecemos necesidad; si estamos vigilantes para reaccionar ante un detalle que manifieste aburguesamiento y comodidad, servidos a menudo por los reclamos de la sociedad de consumo; si somos parcos en las necesidades personales, si frenamos la tendencia a gastar, si evitamos los gastos superfluos, si no nos creamos falsas necesidades de las que podríamos prescindir con un poco de buena voluntad, si nos esforzamos por no ceder en los caprichos y antojos que fácilmente se pueden presentar, si cuidamos con esmero las cosas de nuestro hogar y los bienes que usamos; si actuamos con la conciencia clara de ser solo administradores que han de dar cuenta a su verdadero Dueño, Dios nuestro Señor; si llevamos con alegría las incomodidades y la falta de medios; si somos generosos en la limosna a los más necesitados y en el sostenimiento de obras buenas, privándonos de cosas que nos agradaría poseer... Solo así viviremos con la alegría y la libertad necesaria para ser discípulos del Señor en medio del mundo.
Seguir de cerca a Cristo es nuestro supremo ideal; no queremos marcharnos como aquel joven, con el alma impregnada de profunda tristeza porque no supo desprenderse de unos bienes de escaso valor ante la riqueza inmensa de Jesús.