"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

18 de febrero de 2019

EL CULTO A DIOS DEBE SER EXCELSO

— Para Dios ha de ser lo mejor 
— Dignidad en los objetos del culto.
— Amor a Jesús en el Sagrario.
I. Relata el libro del Génesis1 que Abel presentaba a Yahvé las primicias y lo mejor de su ganado. Y le fue grata a Dios la ofrenda de Abel y no lo fue la de Caín, que no ofrecía lo mejor de lo que cosechaba.
Abel fue «justo», es decir, santo y piadoso. Lo que hace mejor la ofrenda de Abel no es su calidad objetiva, sino su entrega y generosidad. Por esto Dios miró con agrado sus víctimas y tal vez envió –según una antigua tradición judía– fuego para quemarlas en señal de aceptación2.
También en nuestra vida lo mejor ha de ser para Dios. Hemos de presentar la ofrenda de Abel y no la de Caín. Para Dios ha de ser lo mejor de nuestro tiempo, de nuestros bienes, de nuestra vida. No podemos darle lo peor, lo que sobra, lo que no cuesta sacrificio o aquello que no necesitamos. Para Dios toda la vida, pero incluyendo los años mejores. Para el Señor toda nuestra hacienda, pero, cuando queramos hacerle una ofrenda, escojamos lo más preciado, como haríamos con una criatura de la tierra a la que estimamos mucho. El hombre no es solo cuerpo ni solo alma; porque está compuesto de ambos, necesita también manifestar a través de actos externos, sensibles, su fe y su amor a Dios. Dan pena esas personas que parecen tener tiempo para todo, pero que difícilmente lo tienen para Dios: para hacer un rato de oración, o una Visita al Santísimo, que apenas dura unos minutos... O bien disponen de medios económicos para tantas cosas y son mezquinos con Dios y con los hombres. Dar agranda siempre el corazón y lo ennoblece. De la mezquindad acaba saliendo un alma envidiosa, como la de Caín: no soportaba la generosidad de Abel.
«Es preciso ofrecer al Señor el sacrificio de Abel. Un sacrificio de carne joven y hermosa, lo mejor del rebaño: de carne sana y santa; de corazones que solo tengan un amor: ¡Tú, Dios mío!; de inteligencias trabajadas por el estudio profundo, que se rendirán ante tu Sabiduría; de almas infantiles, que no pensarán más que en agradarte.
»—Recibe, desde ahora, Señor, este sacrificio en olor de suavidad»3. Para Ti, Señor, lo mejor de mi vida, de mi trabajo, de mis talentos, de mis bienes..., incluso de los que podría haber tenido. Para Ti, mi Dios, todo lo que me has dado en la vida, sin límites, sin condiciones... Enséñame a no negarte nada, a ofrecerte siempre lo mejor.
Pidamos al Señor saber ofrecerle en cada situación, en toda circunstancia, lo mejor que tengamos en ese momento; pidámosle que haya muchas ofrendas y sacrificios como el de Abel: hombres y mujeres que se entreguen a Dios desde su juventud. Corazones que –a cualquier edad– sepan darle todo lo que se les pide, sin regateos, sin mezquindades... ¡Recibe, Señor, este sacrificio gustoso y alegre!
II. «Es bello considerar que el primer testimonio de fe en favor de Dios fue dado ya por un hijo de Adán y Eva y por medio de un sacrificio. Se explica, por tanto, que los Padres de la Iglesia vieran en Abel una figura de Cristo: por ser pastor, por ofrecer un sacrificio agradable a Dios, por derramar su sangre, por ser “mártir de la fe”.
»La Liturgia, al renovar el Sacrificio de Cristo, pide a Dios que mire con mirada serena y bondadosa sobre las Ofrendas del Señor, así como miró sobre las ofrendas del “justo Abel” (Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística I4. Debemos ser generosos y amar todo lo que se refiere al culto de Dios, porque siempre será poco e insuficiente para lo que merece la infinita excelencia y bondad divina. Los cristianos debemos tener en este campo una delicadeza extrema y evitar la inconsideración y la tacañería: no ofreceréis nada defectuoso, pues no sería aceptable5, nos advierte el Espíritu Santo.
Para Dios, lo mejor: un culto lleno de generosidad en los elementos sagrados que se utilicen, y con generosidad en el tiempo, el que sea preciso –no más–, pero sin prisas, sin recortar las ceremonias, o la acción de gracias privada después de acabada la Santa Misa, por ejemplo. El decoro, calidad y belleza de los ornamentos litúrgicos y de los vasos sagrados expresan que es para Dios lo mejor que tenemos, son signo del esplendor de la liturgia que la Iglesia triunfante tributa en el Cielo a la Trinidad, y son ayuda poderosa para reconocer la presencia divina entre nosotros. La tibieza, la fe endeble y desamorada tienden a no tratar santamente las cosas santas, perdiendo de vista la gloria, el honor y la majestad que corresponden a la Trinidad Beatísima.
«¿Recordáis aquella escena del Antiguo Testamento, cuando David desea levantar una casa para el Arca de la Alianza, que hasta ese momento era custodiada en una tienda? En aquel tabernáculo, Yahvé hacía notar su presencia de un modo misterioso, mediante una nube y otros fenómenos extraordinarios. Y todo esto no era más que una sombra, una figura. En cambio, el Señor se encuentra realmente presente en los tabernáculos donde está reservada la Santísima Eucaristía. Aquí tenemos a Jesucristo –¡cómo me enamora hacer un acto explícito de fe!– con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. En el tabernáculo, Jesús nos preside, nos ama, nos espera»6.
En la casa de Simón el fariseo, donde Jesús echó de menos las atenciones que era costumbre tener con los invitados, quedó patente la cuestión del dinero empleado en las cosas de Dios. Mientras Jesús está contento por las muestras de arrepentimiento que recibe de aquella mujer, Judas murmura y calcula el gasto –para él inútil– que se está realizando. Aquella misma tarde decidió traicionarle. Le vendió por una cantidad aproximada a lo que costaba el perfume derramado: treinta siclos de plata, unos trescientos denarios. «Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios.
»—Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.
»—Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: “opus enim bonum operata est in me” —una buena obra ha hecho conmigo»7.
También el Señor, ante la entrega de nuestra vida, ante la generosidad manifestada de mil modos (tiempo, bienes...), debe poder decir: una buena obra ha hecho conmigo, ha manifestado su amor en obras.
III. Cuando nace Jesús, no dispone siquiera de la cuna de un niño pobre. Con sus discípulos, no tiene en ocasiones dónde reclinar la cabeza. Morirá desprendido de todo ropaje, en la pobreza más absoluta; pero cuando su Cuerpo exánime es bajado de la Cruz y entregado a los que le quieren y le siguen de cerca, estos le tratan con veneración, respeto y amor. José de Arimatea se encargará de comprar un lienzo nuevo, donde será envuelto, y Nicodemo los aromas precisos. San Juan, quizá asombrado, nos ha dejado la gran cantidad de estos: como unas cien libras, más de treinta kilogramos. No le enterraron en el cementerio común, sino en un huerto, en una sepultura nueva, probablemente la que el mismo José había preparado para sí. Y las mujeres vieron el monumento y cómo fue depositado su cuerpo. A la vuelta a la ciudad prepararon nuevos aromas... Cuando el Cuerpo de Jesús queda en manos de los que le quieren, todos porfían por ver quién tiene más amor.
En nuestros Sagrarios está Jesús, ¡vivo!, como en Belén o en el Calvario. Se nos entrega para que nuestro amor lo cuide y lo atienda con lo mejor que podamos, y esto a costa de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestro esfuerzo: de nuestro amor.
La reverencia y el amor se han de manifestar en la generosidad con todo aquello que se refiere al culto. Ni siquiera con pretexto de caridad hacia el prójimo se puede faltar a la caridad con Dios, ni es de alabar una generosidad con los pobres, imágenes de Dios, si se hace a expensas del decoro en el culto a Dios mismo, y mucho menos si no va acompañada de sacrificio personal. Si amamos a Dios, crecerá nuestro amor al prójimo, con obras y de verdad. No es cuestión de mero precio, ni en materia así caben simples cálculos aritméticos; no se trata de defender la suntuosidad, sino la dignidad y el amor a Dios, que también se expresa materialmente8. ¿Tendría sentido que hubiera medios económicos para construir lugares de diversión y de recreo con buenos materiales, incluso lujosos, y que para el culto divino solo se encontraran lugares, no pobres, sino pobretones, fríos, desangelados? Entonces tendría razón el poeta, cuando dice que la desnudez de algunas iglesias es «la manifestación al exterior de nuestros pecados y defectos: debilidad, indigencia, timidez en la fe y en el sentimiento, sequedad del corazón, falta de gusto por lo sobrenatural...»9.
La Iglesia, velando por el honor de Dios, no rechaza soluciones distintas a las de otras épocas, bendice la pobreza limpia y acogedora –¡qué estupendas iglesias, sencillas pero muy dignas, hay en algunas aldeas de pocos medios económicos y de mucha fe!–; lo que no se admite es el descuido, el mal gusto, el poco amor a Dios que supone dedicar al culto ambientes u objetos que –si se pudiera– no se admitirían en el hogar de la propia familia.
Es lógico que los fieles corrientes ayuden, de mil maneras diferentes, para que se cuide y se conserve con esmero lo referente al culto divino. Los signos litúrgicos, y cuanto se refiere a la liturgia, entra por los ojos. Los fieles deben salir fortalecidos en su fe después de una ceremonia litúrgica, con más alegría y animados a amar más a Dios.
Pidamos a la Santísima Virgen que aprendamos a ser generosos con Dios como lo fue Ella, en lo grande y en lo pequeño, en la juventud y en la madurez..., que sepamos ofrecer, como Abel, lo mejor que tengamos en cada momento y en todas las circunstancias de la vida.