"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de septiembre de 2019

SENTIDO DEL DOLOR

— Las pruebas y padecimientos de Job.
— El sufrimiento de los justos.
— El dolor y la Pasión de Cristo.

I. A lo largo de esta semana, una de las lecturas de la Misa1 recoge las enseñanzas del Libro de Job, siempre actuales, pues la desgracia y el dolor son una realidad con la que nos tropezamos frecuentemente.

Vivía en tierra de Hus –leemos en la Sagrada Escritura– un hombre temeroso de Dios, llamado Job, que había recibido incontables bendiciones del Señor: era rico en rebaños, ganado y productos de la tierra, y le había sido concedida una numerosa descendencia. Según una concepción generalizada en aquellos tiempos, existía relación entre vida virtuosa y vida próspera en bienes. Esta situación de bienestar material era considerada como un premio que Dios otorgaba a la virtud y a la fidelidad. En un diálogo figurado entre Dios, que se siente contento por el amor de su siervo, y Satán, este insinúa que la virtud de Job es interesada y que desaparecería con la destrucción de sus riquezas. ¿Acaso teme Job a Dios en balde? ¿No le has rodeado de un vallado protector a él, a su casa y a todo cuanto tiene? Has bendecido el trabajo de sus manos, y sus ganados se esparcen por todo el país. Pero extiende tu mano y tócale en lo suyo, veremos si no te maldice en tu rostro2.

Con la autorización de Dios, fue Job despojado de todos sus bienes, pero su virtud demostró estar profundamente enraizada: Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo tornaré allá. Yahvé me lo dio, Yahvé me lo ha quitado. ¡Bendito sea el nombre de Yahvé!3, exclama en medio de su pobreza. Su conformidad con la voluntad divina fue total, tanto en la abundancia como en la indigencia. La miseria de Job se convirtió en enorme riqueza espiritual.

Una segunda y más violenta prueba no pudo debilitar esa fe y confianza en Dios. Esta vez todo su cuerpo fue herido con una úlcera que le cubría desde la planta de los pies a la cabeza. Perder la salud es un mal peor que perder los bienes materiales. La fe de Job, sin embargo, se mantuvo firme, a pesar de la enfermedad y de los ataques hirientes de su mujer: Si recibimos de Dios los bienes, ¿por qué no también los males?4, contestó Job.

Hoy puede ser una buena oportunidad para que examinemos nuestra postura ante el Señor cuando, en nosotros o en aquellos que más queremos, se hacen presentes la desgracia y el dolor. Dios es siempre Padre. También cuando nos visitan la aflicción y el pesar. ¿Nos comportamos como hijos agradecidos en la abundancia y en la escasez, en la salud y en la enfermedad?

II. Tres amigos, pertenecientes a tribus y lugares diferentes, al enterarse de la situación de Job se propusieron ir juntos para hacerle compañía y animarle. Cuando los tres, Elifaz, Bildad y Sofar, llegaron y vieron a Job en un estado tan lamentable, toda su compasión desapareció, convencidos de que se hallaban en presencia de un hombre maldecido por Dios. Ellos compartían la creencia de que la prosperidad es el premio que Dios da a la virtud, y las tribulaciones son castigo de la iniquidad. La conducta de sus amigos, la prolongación de sus sufrimientos, la soledad en medio de tanto dolor, pesaron demasiado sobre Job, que rompió su silencio en una queja amarga. Los amigos, convencidos de la existencia de algún pecado oculto de Job, también ignorantes del premio o castigo después de esta vida, se dirigen duramente contra él, pues no encuentran otra explicación a las desgracias de Job. Este, convencido de su propia inocencia, admite ciertamente la existencia de pequeñas transgresiones, comunes a todo hombre5, pero no hasta el punto de ser proporcionales al castigo. Recuerda igualmente el mucho bien que llevó a cabo. De aquí nace una gran lucha dentro de su alma.

Él sabe que Dios es justo, y sin embargo todo parece hablar de injusticia en relación a él. También él creía que el Señor trata al hombre según sus méritos o deméritos. ¿Cómo podría conciliarse la justicia divina con su amarga experiencia? Los amigos tienen una respuesta, pero él, en conciencia, la cree falsa. Estas dos convicciones, aparentemente contradictorias, la justicia divina y su propia inocencia, le causan a Job una angustia y un desgarro interior más penoso que sus mismas enfermedades físicas y la ruina material6. Es el desconcierto que fuera de la fe produce el sufrimiento del inocente: niños que mueren pronto o con enfermedades que los dejarán inútiles para una vida normal, personas que han sido generosas y han servido fielmente a Dios y que se encuentran en la ruina económica, sin trabajo, o con una enfermedad difícil..., mientras que a otros que han vivido a espaldas de Dios parece que la vida les sonríe.

El Libro de Job «pone con toda claridad el problema del sufrimiento del hombre inocente: el sufrimiento sin culpa. Job no ha sido castigado, no había razón para infligirle una pena, aunque haya sido sometido a una prueba durísima»7. Después de esta prueba, Job saldrá fortalecido en su virtud, que no dependía de su situación acomodada ni de los grandes beneficios que había recibido de Dios. Con todo, «el libro de Job no es la última palabra sobre este tema. En cierto modo es un anuncio de la Pasión de Cristo»8, la única que puede dar luz a este misterio del sufrimiento humano, de modo particular al dolor del inocente.

Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna9. El dolor cambia radicalmente de signo con la Pasión de Cristo. «Parece como si Job la hubiera presentido cuando dice: Yo sé que mi Redentor vive, y al fin... yo veré a Dios (Job 19, 25); y como si hubiese encaminado hacia ella su propio sufrimiento, el cual, sin la redención, no hubiera podido revelarle la plenitud de su significado. En la Cruz de Cristo no solo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. Cristo –sin culpa alguna propia– cargó sobre sí el mal total del pecado»10. Los padecimientos de Jesús fueron el precio de nuestra salvación11. Desde entonces, nuestro dolor puede unirse al de Cristo y, mediante él, participar en la Redención de la humanidad entera. «Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad»12.

III. Nunca pasa el dolor a nuestro lado dejándonos como antes. Purifica el alma, la eleva, aumenta el grado de unión con la voluntad divina, nos ayuda a desasirnos de los bienes, del excesivo apego a la salud, nos hace corredentores con Cristo..., o, por el contrario, nos aleja del Señor y deja el alma torpe para lo sobrenatural y entristecida. Cuando Simón de Cirene fue reclamado para ayudar a Jesús a llevar su Cruz aceptó al principio con disgusto. Fue forzado13, escribe el Evangelista. En un primer momento solo miraba la cruz, y la cruz era un simple madero pesado y molesto, Después no se fijó ya en el madero, sino en el reo, aquel hombre del todo singular que iba a ser ajusticiado. Entonces todo cambió: ayudó con amor a Jesús y mereció el premio de la fe para él y para sus dos hijos, Alejandro y Rufo14. También nosotros hemos de mirar a Cristo en medio de nuestras pruebas y tribulaciones. Nos fijaremos menos en la Cruz y daremos paso al amor. Encontraremos que cargar con la Cruz tiene sentido cuando la llevamos junto al Maestro. «Su más ardiente deseo es encender en nuestros corazones esa llama de amor y de sacrificio que abrasa al suyo, y por poco que correspondamos a este deseo, nuestro corazón se convertirá pronto en un foco de amor que consumirá poco a poco esas escorias acumuladas por nuestras culpas y nos convertirá en víctimas de expiación, dichosos de lograr, a costa de algunos sufrimientos, una mayor pureza, una más estrecha unión con el Amado; dichosos también de completar la Pasión del Salvador por el bien de la Iglesia y de las almas (Col 1, 24) (...). A los pies del Crucificado, allí es donde comprenderemos que en este mundo no es posible amar sin sacrificio, pero el sacrificio es dulce al que ama»15.

Al terminar nuestra oración contemplamos a Nuestra Señora en la cima del Calvario, participando de modo singular en los padecimientos de su Hijo. «Admira la reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano –no hay dolor como su dolor–, llena de fortaleza.

»—Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz»16. Junto a Ella entendemos bien que «el sacrificio es dulce al que ama», y ofreceremos a través de su Corazón dulcísimo los fracasos, las incomprensiones, las situaciones difíciles en la familia o en el trabajo, la enfermedad y el dolor... «Y una vez hecho el ofrecimiento, tratemos de no pensar más, sino de cumplir lo que Dios quiere de nosotros, allí donde estemos: en la familia, en la fábrica, en la oficina, en la escuela... Sobre todo, tratemos de amar a los demás, a los prójimos que están a nuestro alrededor.

»Si hacemos esto, podremos experimentar un efecto insólito e insospechado: nuestra alma estará llena de paz, de amor, y también de alegría pura, de luz. Podremos encontrar en nosotros una nueva fuerza. Veremos cómo, abrazando las cruces de cada día y uniéndonos por ellas a Jesús crucificado y abandonado, podremos participar ya desde aquí de la vida del Resucitado.

»Y, ricos de esta experiencia, podremos ayudar más eficazmente a todos nuestros hermanos a encontrar la bienaventuranza entre las lágrimas, a transformar en serenidad lo que les preocupe. Seremos así instrumentos de alegría para muchos, de felicidad, de esa felicidad que ambiciona todo corazón humano»17.

29 de septiembre de 2019

FESTIVIDAD DE LOS TRES ARCANGELES



El 29 de septiembre celebramos la fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Recordamos la historia de cómo San Josemaría los escogió como patronos.

San Gabriel Arcángel

El arcángel Gabriel casi siempre es representado en su papel de mensajero por haber sido el portador de la noticia de la Encarnación (Lucas 1, 26-38). Su imagen representa pureza y la anuncia por medio de su vestimenta blanca y un lirio o varios lirios en las manos.
¿Por qué San Josemaría empezó a encomendarse a su protección?

El jueves, 6 de octubre de 1932, haciendo oración en la capilla de San Juan de la Cruz, durante su retiro espiritual en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia, san Josemaría tuvo la moción interior de invocar por vez primera a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles; S. Miguel, S. Gabriel y S. Rafael; S. Pedro, S. Pablo y S. Juan. Desde aquel momento los consideró Patronos de los diferentes campos apostólicos que componen el Opus Dei.

Bajo el patrocinio de San Gabriel estaría la labor realizada con los padres y madres de familia que participasen en las tareas apostólicas, o formasen parte de la Obra.
En camino hace esta consideración:

Considerad ahora el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat! —¡hágase en mí según tu palabra!—, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios.

En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento: heme aquí que vengo, según está escrito de mí en el principio del libro, para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad. Cuando llega la hora marcada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, contemplamos a Jesucristo en Getsemaní, sufriendo dolorosamente hasta derramar un sudor de sangre, que acepta espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama: como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores. Ya lo había anunciado a los suyos, en una de esas conversaciones en las que volcaba su Corazón, con el fin de que los que le aman conozcan que El es el Camino —no hay otro— para acercarse al Padre: por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y yo soy dueño de darla y dueño de recobrarla.

San Miguel Arcángel

Al arcángel san Miguel se le considera el jefe de los ángeles de Dios, al liderar la defensa de Dios ante la rebeldía de Satanás. Por esa razón, en el arte se le representa como un ángel con armadura de general romano y con espada.
Pasaje del Evangelio que representa a S. Miguel:
"Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus Ángeles combatieron con el Dragón. También el dragón y sus ángeles combatieron pero no prevalecieron y no hubo ya en cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero" (Apocalipsis 12,7-9)

¿Por qué se encomendó a San Miguel?
Al igual que a los otros Arcángeles, san Josemaría tuvo la moción interior de invocarle el 6 de octubre de 1932. A san Miguel se le encomienda la formación de los miembros del Opus Dei que han acogido una vocación al celibato en medio del mundo.
El arcángel Miguel es el más conocido de los arcángeles. Es también el más invocado, al que más se le reza y al que más personas le piden ayuda. Esto se debe a su papel como guerrero espiritual.

Las cuatro labores del arcángel Miguel
El arcángel Miguel es, ante todo, el enemigo de Satanás. También es el ángel de la muerte ya que se dice que le ofrece a las almas la oportunidad de redimirse antes de morir.

Su tercera labor es la de pesar las almas en una balanza perfecta en el día del Juicio Final. Es también el guardián de la Iglesia universal.

El arcángel Miguel en las escrituras
El nombre del arcángel Miguel significa "Quién como Dios". En las escrituras de las religiones abrahámicas, el arcángel Miguel es conocido como el líder de los ejércitos de ángeles. Es el "Jefe de los Ejércitos de Dios" en las religiones judía, islámica y cristiana. Según 1 Tesalonicenses 4, 16, tocará la trompeta el día del arrebatamiento. Su nombre se menciona tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento de la Biblia.

Atributos del arcángel Miguel
Debido estas referencias religiosas, al arcángel Miguel se le representa con armadura de guerrero o de soldado centurión. La imagen más frecuente lo muestra como el conquistador de Satanás, con el talón sobre la cabeza del ángel caído. Casi siempre lleva una espada o una lanza, pero puede también llevar una balanza, llaves o cadenas en las manos, además de un manto.

Los atributos del arcángel Miguel se refieren a su papel de justiciero, protector de los inocentes y juez de la maldad.

Simbolismo del arcángel Miguel
La imagen del arcángel Miguel se basa literalmente en los versos bí­blicos. El libro de Josué lo menciona como "Capitán de los Ejércitos del Señor" (Josué 5:13-15).

Sin embargo, tiene también otro nivel de significado que refleja la condición y necesidad humanas. Cada atributo del arcángel Miguel posee un simbolismo esencial para comprender su papel en la vida del ser humano:

La imagen de un guerrero representa la defensa contra las fuerzas del mal y la oscuridad que asechan al ser humano, como la ignorancia, la inconsciencia y la esclavitud a los apegos materiales y emocionales.

Su título "Príncipe de la Luz" representa la iluminación del camino del ser humano para liberarlo de la oscuridad del miedo.

Su coraza significa la fuerza de voluntad para enfrentarse a los desafíos de la vida. Representa también la fe y la seguridad en el bien.

El casco significa invisibilidad, invulnerabilidad y potencia. Protege los pensamientos de la negatividad.

El escudo representa el universo. Es la protección que le dice a su adversario que no puede vencer al amor.

La espada representa la luz que da la fuerza espiritual. Con esta fuerza se establecen la paz y la justicia divinas. La espada también significa el arma de la verdad. Con ella se rompe el velo que crea la ignorancia.

La balanza significa la justicia, el equilibrio y el orden. En la balanza cuelgan las acciones buenas y malas, equilibradas por el amor y la bondad que redimen el alma humana.

Cuando lleva llaves, éstas representan el poder para abrir la puerta de los cielos a las almas que por medio de sus acciones, pensamientos y sentimientos se han ganado la entrada.

Las cadenas representan su poder para romper las ataduras que esclavizan al ser humano mediante los vicios y apegos.

El manto representa protección y el poder de habitar el espacio donde conviven los seres positivos y los negativos. Con él protege a los seres humanos de las vibraciones negativas de los seres malignos.

Tanto a nivel literal como simbólico, el arcángel Miguel representa la justicia y la lucha por el bien. Su papel en las escrituras bíblicas lo destaca como el capitán de los ejércitos de Dios, que son las fuerzas del bien en el universo. Su significado implica protección, seguridad, poder, superación de obstáculos y la destrucción del miedo y la duda.

Por eso, el arcángel Miguel inspira al ser humano a vestirse con los símbolos de su armadura.

Oración del Papa León XIII a San Miguel arcángel

"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha. Sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio. Que Dios manifieste sobre él su poder, es nuestra humilde súplica. Y tú, oh Príncipe de la Milicia Celestial, con el poder que Dios te ha conferido, arroja al infierno a Satanás, y a los demás espíritus malignos que vagan por el mundo para la perdición de las almas. Amén."

Arcángel San Rafael

Al arcángel san Rafael se le representa con un atuendo de caminante o peregrino, con bastón y cantimplora, y el pez del que se obtuvo la hiel para curar la ceguera del padre de Tobías, recordando la escena de la Biblia en donde se narra ese suceso (Tobías 12; 6 - 15). Por eso su nombre significa "el que cura o sana".

¿Por qué San Josemaría le tenía tanta devoción?

También a san Rafael lo invocó san Josemaría -junto con los otros arcángeles- el 6 de octubre de 1932, mientras hacía oración durante un retiro espiritual en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia. Desde aquel día le consideró Patrón del Opus Dei.
A su patrocinio se encomienda en el Opus Dei  la labor de formación cristiana de la juventud.

¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? -Pues la tienes: así, vocación. Encomiéndate a San Rafael, para que te conduzca castamente hasta el fin del camino, como a Tobías. (Camino, 27)

Me dices que tienes en tu pecho fuego y agua, frío y calor, pasioncillas y Dios...: una vela encendida a San Miguel, y otra al diablo. Tranquilízate: mientras quieras luchar no hay dos velas encendidas en tu pecho, sino una, la del Arcángel. (Camino, 724)

¡Cómo te reías, noblemente, cuando te aconsejé que pusieras tus años mozos bajo la protección de San Rafael!: para que te lleve a un matrimonio santo, como al joven Tobías, con una mujer buena y guapa y rica -te dije, bromista.

Y luego, ¡qué pensativo te quedaste!, cuando seguí aconsejándote que te pusieras también bajo el patrocinio de aquel apóstol adolescente, Juan: por si el Señor te pedía más. (Camino, 360)

La Virgen Santa María, Maestra de entrega sin límites. –¿Te acuerdas?: con alabanza dirigida a Ella, afirma Jesucristo: "¡el que cumple la Voluntad de mi Padre, ése –ésa– es mi madre!..."
Pídele a esta Madre buena que en tu alma cobre fuerza –fuerza de amor y de liberación– su respuesta de generosidad ejemplar: «ecce ancilla Domini!» –he aquí la esclava del Señor. (Surco, 33).

28 de septiembre de 2019

MEDIADORA DE TODAS LAS GRACIAS

— Mediadora ante el Mediador.
— Todas las gracias nos vienen por María.
— Un clamor continuo sube hasta la Madre del Cielo.

I. Uno solo es Dios -enseña San Pablo- y uno también el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo en rescate por todos1.

La Virgen Nuestra Señora cooperó de modo singularísimo a la obra de Redención de su Hijo durante toda su vida. En primer lugar, el libre consentimiento que otorgó en la Anunciación del Ángel era necesario para que la Encarnación se llevara a cabo. Era, afirma Santo Tomás de Aquino2, como si Dios Padre hubiera esperado el asentimiento de la humanidad por la voz de María. Su Maternidad divina la hizo estar unida íntimamente al misterio de la Redención hasta su consumación en la Cruz, donde Ella estuvo asociada de un modo particular y único al dolor y muerte de su Hijo. Allí nos recibió a todos, en la persona de San Juan, como hijos suyos. Por eso, «la misión maternal de María no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien, sirve para demostrar su poder»3. Es la Mediadora ante el Mediador, que es Hijo suyo; se trata de «una mediación en Cristo»4 que, «lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta»5.

Ya en la tierra, Santa María ejerció esta maternal mediación al santificar a Juan el Bautista en el seno de Isabel6. Y también en Caná, a instancias de la Virgen, realizó Jesús su primer milagro7; un prodigio maternal que solucionó un pequeño problema doméstico en la boda a la que asistía invitada. San Juan señala los frutos espirituales de esta intervención: y sus discípulos creyeron en Él. La Virgen intercedería cerca de su Hijo –como todas las madres– en multitud de ocasiones que los Evangelios no han consignado. «Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora»8. Por la intercesión ante su Hijo, Nuestra Señora nos alcanza y nos distribuye todas las gracias, con ruegos que jamás pueden quedar defraudados. ¿Qué va a negar Jesús a quien le engendró y llevó en su seno durante nueve meses, y estuvo siempre con Él, desde Nazaret hasta su Muerte en la Cruz? El Magisterio nos ha enseñado el camino seguro para alcanzar todo lo que necesitamos. «Por expresa voluntad de Dios –enseña el Papa León XIII–, ningún bien nos es concedido si no es por María; y como nadie puede llegar al Padre sino por el Hijo, así generalmente nadie puede llegar a Jesús sino por María»9. No tengamos reparo alguno en pedir una y otra vez a la que se ha llamado Omnipotencia suplicante. Ella nos escucha siempre; también ahora.

No dejemos de poner ante su mirada benévola esas necesidades, quizá pequeñas, que nos inquietan en el momento presente: conflictos domésticos, apuros económicos, un examen, unas oposiciones, un puesto de trabajo que nos es preciso... Y también aquellas que se refieren al alma y que nos deben inquietar más: la lejanía de Dios o la correspondencia a la vocación de un pariente o de un amigo, la gracia para superar una situación difícil o adelantar en una virtud, el aprender a rezar mejor...

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros... En el Cielo, muy cerca de su Hijo, Ella dirige nuestra oración ante Él, la endereza, si en algo iba menos recta, y la perfecciona.

II. Todas las gracias, grandes y pequeñas, nos llegan por María. «Nadie se salva, oh Santísima, si no es por medio de Ti. Nadie sino por Ti se libra del mal... Nadie recibe los dones divinos, si no es por tu mediación (...). ¿Quién, después de tu Hijo, se interesa como Tú por el género humano? ¿Quién como Tú nos protege sin cesar en nuestras tribulaciones? ¿Quién nos libra con tanta presteza de las tentaciones que nos asaltan? ¿Quién se esfuerza tanto como Tú en suplicar por los pecadores? ¿Quién toma su defensa para excusarlos en los casos desesperados?... Por esta razón, el afligido se refugia en Ti, el que ha sufrido la injusticia acude a Ti, el que está lleno de males invoca tu asistencia (...). La sola invocación de tu nombre ahuyenta y rechaza al malvado enemigo de tus siervos, y guarda a estos seguros e incólumes. Libras de toda necesidad y tentación a los que te invocan, previniéndoles a tiempo contra ellas»10.

Los cristianos, de hecho, nos dirigimos a la Madre del Cielo para conseguir gracias de toda suerte, tanto temporales como espirituales. Entre estas pedimos a Nuestra Señora la conversión de personas alejadas de su Hijo y, para nosotros, un estado de continua conversión del alma, una disposición que nos hace sentirnos en camino cada día, luchando por mejorar, por quitar los obstáculos que impiden la acción del Espíritu Santo en el alma. Su ayuda nos es necesaria continuamente en el apostolado; Ella es la que verdaderamente cambia los corazones. Por eso, desde la antigüedad, María es llamada «salud de los enfermos, refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, reina de los Apóstoles, de los mártires...». Su mano, generosa como la de todas las madres, es dispensadora de toda suerte de gracias, y aun, «en cierto sentido, de la gracia de los sacramentos; porque Ella nos los ha merecido en unión con Nuestro Señor en el Calvario, y nos dispone además con su oración a acercarnos a esos sacramentos y a recibirlos convenientemente; a veces hasta nos envía al sacerdote sin el cual esa ayuda sacramental no nos sería otorgada»11.

En sus manos ponemos hoy todas nuestras preocupaciones y hacemos el propósito de acudir a Ella diariamente muchas veces, en lo grande y en lo pequeño.

III. En la Virgen María se refugian los fieles que están rodeados de angustias y peligros, invocándola como Madre de misericordia y dispensadora de la gracia12. En Ella nos refugiamos nosotros todos los días. En el Avemaría, le rogamos muchas veces: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte...». Ese ahora es repetido en todo el mundo por millares de personas de toda edad y color, que piden la gracia del momento presente13. Es esta la gracia más personal, que varía con cada uno y en cada situación. Aunque alguna vez, sin querer, estemos algo distraídos, Nuestra Señora, que no lo está nunca y conoce nuestras necesidades, ruega por nosotros y nos consigue los bienes que necesitamos. Un clamor grande sube en cada instante, de día y de noche, a Nuestra Madre del Cielo: Ruega por nosotros pecadores, ahora... ¿Cómo no nos va a oír, cómo no va a atender estas súplicas? Desde el Cielo conoce bien nuestras necesidades materiales y espirituales, y como una madre llena de ternura ruega por sus hijos.

Cada vez que acudimos a Ella, nos acercamos más a su Hijo. «María es siempre el camino que conduce a Cristo. Cada encuentro con Ella se resuelve necesariamente en un encuentro con Cristo mismo. ¿Qué otra cosa significa el mismo recurso a María, sino un buscar entre sus brazos, en Ella y por Ella y con Ella a Cristo, nuestro Salvador?»14.

Es abrumadora la cantidad de motivos y razones que tenemos para acudir confiadamente a María, en la seguridad de que siempre seremos escuchados, recordándole que jamás se oyó decir, que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos. Animado con esta confianza, a Vos acudo, Virgen Madre de las vírgenes... Madre de Dios, no desechéis mis súplicas15.

En este mes de octubre, cercano ya, acudiremos a Ella rezando con más atención el Santo Rosario, como pide la Iglesia. En esta oración, la preferida de la Virgen16, no dejaremos de poner intenciones ambiciosas, con la seguridad de que seremos escuchados.

27 de septiembre de 2019

EL TIEMPO Y EL MOMENTO

— Vivir el momento presente.
— Realizar con plena atención las tareas.
— Evitar preocupaciones inútiles.


I. Muchas son las tareas que hemos de realizar para presentarnos ante nuestro Padre Dios con las manos llenas de fruto. La Sagrada Escritura nos enseña, en una de las lecturas para la Misa de hoy, que todo tiene su tiempo y su momento. Las circunstancias y acontecimientos de la vida forman parte de un plan divino. Pero hay veces en las que el hombre no acierta a comprender ese querer de Dios sobre sus criaturas y no encuentra el tiempo oportuno para cada cosa. Con frecuencia los hombres ponen su interés lejos de la labor que tienen entre manos: el padre puede vivir ajeno a los hijos cuando, además de estar físicamente presentes, requerían una mayor atención a sus problemas, a sus motivos de alegría o de preocupación; el estudiante en ocasiones tiene la imaginación fuera de la asignatura que ha de aprobar y desaprovecha un tiempo que luego echará de menos, quizá con preocupación y angustia. «El tiempo es precioso, el tiempo pasa, el tiempo es una fase experimental de nuestra suerte decisiva y definitiva. De las pruebas que damos de fidelidad a los propios deberes depende nuestra suerte futura y eterna.

»El tiempo es un don de Dios: es una interpelación del amor de Dios a nuestra libre y –puede decirse– decisiva respuesta. Debemos ser avaros del tiempo, para emplearlo bien, con la intensidad en el obrar, amar y sufrir. Que no exista jamás para el cristiano el ocio, el aburrimiento. El descanso sí, cuando sea necesario (cfr. Mc 6, 31), pero siempre con vistas a una vigilancia que solo en el último día se abrirá a una luz sin ocaso»1.

Una de las lecturas de la Misa nos invita a aprovechar la vida de cara a Dios, estando atentos al momento presente, el único del que verdaderamente podemos disponer. Cada tarea tiene su tiempo: Tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado... tiempo de construir y tiempo de derribar, tiempo de llorar y tiempo de reír... tiempo de hablar y tiempo de callar...2. Perder el tiempo es dedicarlo a otras tareas, quizá humanamente interesantes y productivas, pero distintas de las que Dios esperaba que atendiéramos en ese momento preciso: dedicar al trabajo o a los amigos unas horas que se debían emplear en el hogar, leer el periódico cuando el quehacer profesional pedía estar metidos de lleno en la tarea o en la vida de familia... Ganarlo es hacer lo que Dios quiere que llevemos a cabo: vivir el momento presente sabiendo que la vida del hombre se compone de continuos presentes, los únicos que podemos santificar. Del pasado solo debemos sacar motivos de contrición por todo aquello que hicimos mal, de acciones de gracias por las ayudas que recibimos del Señor, y experiencia para llevar a cabo con más perfección nuestras tareas.

Los sucesos del futuro no nos deben preocupar demasiado, pues todavía no tenemos la gracia de Dios para enfrentarnos a ellos. «Vivir plenamente el momento presente es el pequeño secreto con el cual se construye, ladrillo a ladrillo, la ciudad de Dios en nosotros»3. No poseemos otro tiempo que el actual. Este es el único que, sean cuales sean las circunstancias que nos acompañen, podemos y debemos santificar. Hoy y ahora, este momento, vivido con intensidad, con amor, es lo que podemos ofrecer al Señor. No lo dejemos pasar esperando oportunidades mejores.

II. No cumplir el deber que el instante requería, dejarlo para después, equivale en muchas ocasiones a omitirlo. Aprovechad el tiempo presente...4, exhortaba San Pablo a los primeros cristianos. Y para esto necesitaremos someternos a un orden en nuestros quehaceres, y cumplirlo. Así, venciendo la pereza de un modo habitual, podremos ayudar a los demás y contribuiremos a «elevar el nivel de la sociedad entera y de la creación»5 mediante nuestro trabajo diario, cualquiera que este sea. Perezoso no es solo el que deja pasar el tiempo sin hacer nada, sino también el que realiza muchas cosas, pero rehúsa llevar a cabo su obligación concreta: escoge sus ocupaciones según el capricho del momento, las realiza sin energía, y la mínima dificultad es suficiente para hacerle cambiar de trabajo. El perezoso puede incluso ser amigo de los «comienzos», pero su incapacidad para un trabajo continuo y profundo le impide poner las «últimas piedras», acabar bien lo que ha comenzado. «El que es laborioso aprovecha el tiempo, que no solo es oro, ¡es gloria de Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada»6.

Vivir el hodie et nunc, el hoy y ahora, nos llevará a estar atentos a lo que tenemos entre manos, con el convencimiento, muchas veces actualizado, de que se trata de una ofrenda para el Señor y que, por tanto, requiere plena dedicación, como si fuera la última obra que ofrecemos a Dios. Esta atención nos ayudará a terminar bien nuestros quehaceres, por pequeños que puedan parecer, pues se convertirán en algo grande en la presencia del Señor.

Estar pendientes del momento actual nos alejará de inútiles preocupaciones hacia enfermedades, desgracias o trabajos que aún no se han presentado y que quizá nunca lleguen a ser realidad. «Un sencillo razonamiento sobrenatural los haría desaparecer: puesto que estos peligros no son actuales y estos temores todavía no se han verificado, es obvio que no tienes la gracia de Dios necesaria para vencerlos y para aceptarlos. Si tus temores se verificasen, entonces no te faltará la gracia divina, y con ella y tu correspondencia tendrás la victoria y la paz.

»Es natural que ahora no tengas la gracia de Dios para vencer unos obstáculos y aceptar unas cruces que solo existen en tu imaginación. Es necesario basar la propia vida espiritual sobre un sereno y objetivo realismo»7. Vivir al día, de la mano de nuestro Padre Dios, viviendo en la filiación divina, nos libra de muchas ansiedades y nos permite aprovechar bien el tiempo. ¡Cuántas cosas funestas que temíamos no llegaron a ocurrir! Nuestro Padre Dios tiene más cuidado de sus hijos de lo que nosotros en ocasiones nos figuramos.

III. Aprovechar el tiempo significa vivir con plenitud el momento presente, como si no hubiera más oportunidades, sin recurrir al falso expediente de un pasado ya cumplido, sin pensar demasiado en un futuro incierto. Hoy y ahora, esta tarea concreta, es lo que podemos ofrecer al Señor y así enriquecer la propia vida sobrenatural. Es ahí donde podemos ejercitar las virtudes humanas (laboriosidad, orden, optimismo, cordialidad, espíritu de servicio...) y las sobrenaturales (fe, caridad, fortaleza...). «Ahora es el tiempo de misericordia, entonces será solo tiempo de justicia; por eso, ahora es nuestro momento, entonces será solo el momento de Dios»8.

El mismo Señor nos invitó a vivir con serenidad e intensidad cada jornada, eliminando preocupaciones inútiles por lo que ocurrió ayer y por lo que puede suceder mañana: No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio; a cada día le basta su afán9. Es un consejo, y a la vez un consuelo, que nos lleva a no evadirnos del momento actual. Vivir el momento presente significa cargar con él decididamente para santificarlo, y eludir muchos pesos innecesarios y, ¡tantas veces!, mucho más duros de llevar. Esta sabiduría es propia de los hijos de Dios, que se saben en sus manos, y del sentido común de la experiencia cotidiana: El que está pendiente del viento no sembrará; el que se queda observando las nubes, no segará10.

Lo importante, lo que está en nuestras manos, es vivir con fe y con intensidad el momento presente: «Pórtate bien “ahora”, sin acordarte del “ayer”, que ya pasó, y sin preocuparte de “mañana”, que no sabes si llegará para ti»11. Ni el deseo del Cielo, ni la meditación sobre las postrimerías pueden hacernos olvidar los quehaceres de aquí abajo. Se ha dicho de formas bien diversas que hemos de trabajar para esta tierra como si fuésemos a vivir siempre en ella, a la vez que trabajamos para la eternidad como si fuéramos a morir esta misma tarde. Es más, debemos tener siempre presente que es precisamente esta tarea del momento presente la que nos lleva al Cielo. Ahora es tiempo de edificar: no nos engañemos pensando que lo haremos en un futuro próximo.

26 de septiembre de 2019

MIRAR A JESUS

— Limpiar la mirada para contemplar a Jesús.
— La Santísima Humanidad del Señor, fuente de amor.
— Jesús nos espera en el Sagrario.

I. En el Evangelio de la Misa, San Lucas nos dice que Herodes deseaba encontrar a Jesús: Et quaerebat videre eum, buscaba la manera de verle1. Le llegaban frecuentes noticias del Maestro y quería conocerlo.

Muchas de las personas que aparecen a lo largo del Evangelio muestran su interés por ver a Jesús. Los Magos se presentan en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?2. Y declaran enseguida su propósito: vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle: su propósito es bien distinto del de Herodes. Le encontraron en el regazo de María. En otra ocasión son unos gentiles llegados a Jerusalén los que se acercan a Felipe para decirle: Queremos ver a Jesús3. Y en circunstancias bien diversas, la Virgen, acompañada de unos parientes, bajó desde Nazaret a Cafarnaún porque deseaba verle. Había tanta gente en la casa que hubieron de avisarle: Tu Madre y tus hermanos están fueran y quieren verte4. ¿Podremos imaginar el interés y el amor que movieron a María a encontrarse con su Hijo?

Contemplar a Jesús, conocerle, tratarle es también nuestro mayor deseo y nuestra mayor esperanza. Nada se puede comparar a este don. Herodes, teniéndole tan cerca, no supo ver al Señor; incluso tuvo la oportunidad de poder ser enseñado por el Bautista –el que señalaba con el dedo al Mesías que había llegado ya– y, en vez de seguir sus enseñanzas, le mandó matar. Ocurrió con Herodes como con aquellos fariseos a los que el Señor dirige la profecía de Isaías: Con el oído oiréis, pero no entenderéis, con la vista miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos y han cerrado sus ojos...5. Por el contrario, los Apóstoles tuvieron la inmensa suerte de tener presente al Mesías, y con Él todo lo que podían desear. Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen6, les dice el Maestro. Los grandes Patriarcas y los mayores Profetas del Antiguo Testamento nada vieron en comparación a lo que ahora pueden contemplar sus discípulos. Moisés contempló la zarza ardiente como símbolo de Dios Vivo7. Jacob, después de su lucha con aquel misterioso personaje, pudo decir: He visto cara a cara a Dios8; y lo mismo Gedeón: He visto cara a cara a Yahvé9..., pero estas visiones eran oscuras y poco precisas en comparación con la claridad de aquellos que ven a Cristo cara a cara. Pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo...10. La gloria de Esteban –el primero que dio su vida por el Maestro– consistirá precisamente en eso: en ver los Cielos abiertos y a Jesús sentado a la derecha del Padre11. Jesús vive y está muy cerca de nuestros quehaceres normales. Hemos de purificar nuestra mirada para contemplarlo. Su rostro amable será siempre el principal motivo para ser fieles en los momentos difíciles y en las tareas de cada día. Le diremos muchas veces, con palabras de los Salmos: Vultum tuum Domine requiram...12, buscaré, Señor, tu rostro... siempre y en todas las cosas.

II. Quien busca, halla13. La Virgen y San José buscaron a Jesús durante tres días, y lo encontraron14. Zaqueo, que también deseaba verlo, puso los medios y el Maestro se le adelantó invitándose a su casa15. Las multitudes que salieron en su busca tuvieron luego la dicha de estar con Él16. Nadie que de verdad haya buscado a Cristo ha quedado defraudado. Herodes, como se verá más tarde en la Pasión, solo trataba de ver al Señor por curiosidad, por capricho..., y así no se le encuentra. Cuando se lo remitió Pilato, al ver a Jesús, se alegró mucho, pues deseaba verlo hacía mucho tiempo, porque había oído muchas cosas acerca de Él y esperaba verle hacer algún milagro. Le preguntó con muchas palabras, pero Él no le respondió nada17. Jesús no le dijo nada, porque el Amor nada tiene que decir ante la frivolidad. Él viene a nuestro encuentro para que nos entreguemos, para que correspondamos a su Amor infinito.

A Jesús, presente en el Sagrario, ¡y tan cercano a nuestras vidas!, le vemos cuando deseamos purificar el alma en el sacramento de la Confesión, cuando no dejamos que los bienes pasajeros –incluso los lícitos– llenen nuestro corazón como si fueran definitivos, pues –como enseña San Agustín– «el amor a las sombras hace a los ojos del alma más débiles e incapaces para llegar a ver el rostro de Dios. Por eso, el hombre mientras más gusto da a su debilidad más se introduce en la oscuridad»18.

Vultum tuum, Domine, requiram..., buscaré, Señor, tu rostro... La contemplación de la Humanidad Santísima del Señor es inagotable fuente de amor y de fortaleza en medio de las dificultades de la vida. Muchas veces nos acercaremos a las escenas del Evangelio; consideraremos despacio que el mismo Jesús de Betania, de Cafarnaún, el que recibe bien a todos... es el que tenemos, quizá a pocos metros, en el Sagrario. En otras ocasiones nos servirán las imágenes que lo representan para tener como un recuerdo vivo de su presencia, como hicieron los santos. «Entrando un día en el oratorio –escribe Santa Teresa de Jesús–, vi una imagen que habían traído allí a guardar (...). Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle»19. Este amor, que de alguna manera necesita nutrirse de los sentidos, es fortaleza para la vida y un enorme bien para el alma. ¡Qué cosa más natural que buscar en un retrato, en una imagen, el rostro de quien tanto se ama! La misma Santa exclamaba: «¡Desventurados de los que por su culpa pierden este bien! Bien parece que no aman al Señor, porque si le amaran, holgáranse de ver su retrato, como acá aun da contento ver el de quien se quiere bien»20.

III. Iesu, quem velatum nunc aspicio...21. Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria, rezamos en el Himno Adoro te devote.

Un día, con la ayuda de la gracia, veremos a Cristo glorioso lleno de majestad que nos recibe en su Reino. Le reconoceremos como al Amigo que nunca nos falló, a quien procuramos tratar y servir aun en lo más pequeño. Estando muy metidos en medio del mundo, en las tareas seculares que a cada uno han correspondido, y amando ese mundo, que es donde debemos santificarnos, podemos decir, sin embargo, con San Agustín: «la sed que tengo es de llegar a ver el rostro de Dios; siento sed en la peregrinación, siento sed en el camino; pero me saciaré a la llegada»22. Nuestro corazón solo experimentará la plenitud con los bienes de Dios.

Ya tenemos a Jesús con nosotros, hasta el fin de los siglos. En la Sagrada Eucaristía está Cristo completo: su Cuerpo glorioso, su Alma humana y su Persona divina, que se hacen presentes por las palabras de la Consagración. Su Humanidad Santísima, escondida bajo los accidentes eucarísticos, se encuentra en lo que tiene de más humilde, de más común con nosotros –su Cuerpo y su Sangre, aunque en estado glorioso–; y especialmente asequible: bajo las especies de pan y de vino. De modo particular en el momento de la Comunión, al hacer la Visita al Santísimo..., hemos de ir con un deseo grande de verle, de encontrarnos con Él, como Zaqueo, como aquellas multitudes que tenían puesta en Él toda su esperanza, como acudían los ciegos, los leprosos... Mejor aún, con el afán y el deseo con que le buscaron María y José, como hemos contemplado tantas veces en el Quinto misterio de gozo del Santo Rosario. A veces, por nuestras miserias y falta de fe, nos podrá resultar costoso apreciar el rostro amable de Jesús. Es entonces cuando debemos pedir a Nuestra Señora un corazón limpio, una mirada clara, un mayor deseo de purificación. Nos puede ocurrir como a los Apóstoles después de la resurrección, que, aunque estaban seguros de que era Él, no se atrevían a preguntarle; tan seguros que ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle: ¿Tú quién eres?, porque sabían que era el Señor23. ¡Era algo tan grande encontrar a Jesús vivo, el de siempre, después de verle morir en la Cruz! ¡Es tan inmenso encontrar a Jesús vivo en el Sagrario, donde nos espera!

25 de septiembre de 2019

VISITAR A LOS ENFERMOS

— Imitar a Cristo en su compasión por los que sufren.
— Llevar a cabo lo que Él haría en esas circunstancias.
— Con la caridad, la mirada se hace más penetrante para percibir los bienes divinos.

I. Entre las obras de misericordia corporales, la Iglesia ha vivido desde los primeros tiempos la de visitar y acompañar a quien padece una enfermedad, aliviándole en lo posible y ayudándole a santificar ese estado. Ha insistido siempre en la necesidad y en la urgencia de esta manifestación de caridad, que tanto nos asemeja al Maestro y que tanto bien hace al enfermo y a quien la practica. «Ya se trate de niños que han de nacer, ya de personas ancianas, de accidentados o de necesitados de cura, de impedidos física o mentalmente, siempre se trata del hombre, cuya credencial de nobleza está escrita en las primeras páginas de la Biblia: Dios creó al hombre a su imagen (Gen 1, 27). Por otra parte, se ha dicho a menudo que se puede juzgar de una civilización según su manera de conducirse con los débiles, con los niños, con los enfermos, con las personas de la tercera edad...»1. Allí donde se encuentra un enfermo ha de ser «el lugar humano por excelencia donde cada persona es tratada con dignidad; donde experimente, a pesar del sufrimiento, la proximidad de hermanos, de amigos»2.

Los Evangelios no se cansan de ponderar el amor y la misericordia de Jesús con los dolientes y sus constantes curaciones de enfermos. San Pedro compendia la vida de Jesús en Palestina con estas palabras en casa de Cornelio: Jesús el de Nazaret... pasó haciendo el bien y sanando...3. «Curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma»4. No pocas veces se hizo encontradizo con el dolor y la enfermedad. Cuando ve al paralítico de la piscina, que llevaba ya treinta y ocho años con su dolencia, le preguntó espontáneamente: ¿Quieres curar?5. En otra ocasión se ofrece a ir a la casa donde estaba el siervo enfermo del Centurión6. No huye de las dolencias tenidas por contagiosas y más desagradables: al leproso de Cafarnaún, a quien podía haber curado a distancia, se le acercó y, tocándole, le curó7. Y, como leemos en el Evangelio de la Misa de hoy8, cuando envía por vez primera a los Apóstoles para anunciar la llegada del Reino, les dio a la vez potestad para curar enfermedades.

Nuestra Madre la Iglesia enseña que visitar al enfermo es visitar a Cristo9, servir al que sufre es servir al mismo Cristo en los miembros dolientes de su Cuerpo místico. ¡Qué alegría tan grande oír un día de labios del Señor: Ven, bendito de mi Padre, porque estuve enfermo y me visitaste...! Me ayudaste a sobrellevar aquella enfermedad, el cansancio, la soledad, el desamparo...

Examinemos hoy cómo es nuestro trato con quienes sufren, qué tiempo les dedicamos, qué atención... «—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula?

»Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él»10.

II. La misericordia en el hombre es uno de los frutos de la caridad, y consiste en «cierta compasión de la miseria ajena, nacida en nuestro corazón, por la que –si podemos– nos vemos movidos a socorrerla»11. Es propio de la misericordia volcarse sobre quien padece dolor o necesidad, y tornar sus dolores y apuros como cosa propia, para remediarlos en la medida en que podamos. Por eso, cuando visitamos a un enfermo no estamos como cumpliendo un deber de cortesía; por el contrario, hacemos nuestro su dolor, procuramos aliviarlo, quizá con una conversación amable y positiva, con noticias que le agraden, prestándole pequeños servicios, ayudándole a santificar ese tesoro de la enfermedad que Dios ha puesto en sus manos, quizá facilitándole la oración, o leyéndole algún libro bueno, cuando sea oportuno... Procuramos obrar como Cristo lo haría, pues en su nombre prestamos esas pequeñas ayudas, y nos comportamos a la vez como si acudiéramos a visitar a Cristo enfermo, que tiene necesidad de nuestra compañía y de nuestros desvelos.

Cuando visitamos a una persona enferma o de alguna manera necesitada hacemos el mundo más humano, nos acercamos al corazón del hombre, a la vez que derramamos sobre él la caridad de Cristo, que Él mismo pone en nuestro corazón. «Se podría decir –escribe el Papa Juan Pablo II– que el sufrimiento presente bajo tantas formas diversas en el mundo, está también presente para irradiar el amor al hombre, precisamente en ese desinteresado don del propio “yo” en favor de los demás hombres, de los hombres que sufren. Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento»12. ¡Cuánto bien podemos hacer siendo misericordiosos con el sufrimiento ajeno! ¡Cuántas gracias produce en nuestra alma! El Señor agranda nuestro corazón y nos hace entender la verdad de aquellas palabras del Señor: Es mejor dar que recibir13. Jesús es siempre un buen pagador.

III. La misericordia –afirma San Agustín– es «el lustre del alma», pues la hace aparecer buena y hermosa14 y cubre la muchedumbre de los pecados15, pues «el que comienza a compadecerse de la miseria de otro, empieza a abandonar el pecado»16. Por eso es tan oportuno que nos acompañe ese amigo que tratamos de acercar a Dios cuando vamos a visitar a un enfermo. La preocupación por los demás, por sus necesidades, por sus apuros y sufrimientos, da al alma una especial finura para entender el amor de Dios. Afirma San Agustín que amando al prójimo limpiamos los ojos para poder ver a Dios17. La mirada se hace más penetrante para percibir los bienes divinos. El egoísmo endurece el corazón, mientras que la caridad dispone para gozar de Dios. Aquí la caridad es ya un comienzo de la vida eterna18, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de caridad19. ¿Qué mejor recompensa, por ir a visitarlo, podría darnos el Señor, sino Él mismo? ¿Qué mayor premio que aumentar nuestra capacidad de querer a los demás? «Por mucho que ames, nunca querrás bastante.

»El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras.

»Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»20.

Ancianos y enfermos, personas tristes y abandonadas, forman hoy una legión cada vez mayor de seres dolientes que reclaman la atención y la ayuda particular de nosotros los cristianos. «Habrá entre ellos quienes sufran en sus domicilios los rigores de la enfermedad o de la pobreza vergonzante, aunque esos quizá sean los menos. Existen actualmente, como es sabido, numerosos hospitales o residencias de ancianos, promovidos por el Estado y por otras instituciones, bien dotados en lo material y destinados a acoger a un creciente número de necesitados. Pero esos grandes edificios albergan con frecuencia a multitudes de individuos solitarios, que viven espiritualmente en completo abandono, sin compañía ni cariño de parientes y amigos»21. Nuestra atención y compañía a estas personas que sufren atraerá sobre nosotros la misericordia del Señor, de la que andamos tan necesitados.

En la Liturgia de las Horas, se dirige hoy al Señor una petición que bien podemos hacer nuestra al terminar la oración: Haz que sepamos descubrirte a Ti en todos nuestros hermanos, sobre todo en los que sufren y en los pobres22. Muy cerca de quienes sufren encontramos siempre a María. Ella dispone nuestro corazón para que nunca pasemos de largo ante un amigo enfermo, y ante quien padece necesidad en el alma o en el cuerpo.

24 de septiembre de 2019

MARE DE DEU DE LA MERCE *


— Nuestra Madre Santa María, eficaz intercesora 
— Sus manos están llenas de gracias y de dones.
— Acudir siempre a su Maternidad divina.

I. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres1.



A la Virgen Santísima se la venera con el título de la Merced en muchos lugares de Aragón, Cataluña y del resto de España y de América latina. Bajo esta advocación nació una Orden religiosa, que tuvo como misión rescatar cautivos cristianos en poder de los musulmanes. «Todos los símbolos de las imágenes de la Merced nos recuerdan su función liberadora: cadenas rotas y grilletes abiertos, como sus brazos y manos extendidas ofreciendo la libertad..., su Hijo Redentor»2. Hoy, la Orden dedica sus afanes principalmente a librar a las almas de los cristianos de las cadenas del pecado, más fuertes y más duras que las de la peor de las prisiones. En la fiesta de nuestra Madre, debemos acordarnos de nuestros hermanos que de diferentes modos sufren cautiverio o son marginados a causa de su fe, o padecen en un ambiente hostil a sus creencias. Se trata en ocasiones de una persecución sin sangre, la de la calumnia y la maledicencia, que los cristianos tuvieron ya ocasión de conocer desde los orígenes de la Iglesia y que no es extraña en nuestros días, incluso en países de fuerte tradición cristiana.



Dios padece, también hoy, en sus miembros. Naturalmente, «no llora en los cielos, donde habita en una luz inaccesible y donde goza eternamente de una felicidad infinita. Dios llora en la tierra. Las lágrimas se deslizan ininterrumpidamente por el rostro divino de Jesús, que, aun siendo uno con el Padre celestial, aquí en la tierra sobrevive y sufre (...). Y las lágrimas de Cristo son lágrimas de Dios.



»De este modo, Dios llora en todos los afligidos, en todos los que sufren, en todos los que lloran en nuestro tiempo. No podemos amarlo si no enjugamos sus lágrimas»3. La Pasión de Cristo, en cierto modo, continúa en nuestros días. Sigue pasando con la Cruz a cuestas por nuestras calles y plazas. Y nosotros no podemos quedar indiferentes, como meros espectadores.



Hemos de tener un corazón misericordioso para todos aquellos que sufren la enfermedad o se encuentran necesitados. Debemos pedir unidos en la Comunión de los Santos por todos aquellos que de algún modo sufren a causa de su fe, para que sean fuertes y den testimonio de Cristo. Y de modo muy particular hemos de vivir la misericordia con aquellos que experimentan el mayor de los males y de las opresiones: la del pecado.



La Primera lectura de la Misa4 nos habla de Judit, aquella mujer que con gran valentía liberó al Pueblo elegido del asedio de Holofernes. Así cantaban todos, llenos de alegría: Tú eres la gloria de Jerusalén, tú eres el honor de Israel, tú eres el orgullo de nuestra raza. Con tu mano lo hiciste, bienhechora de Israel... La Iglesia aplica a la Virgen María de la Merced este canto de júbilo, pues Ella es la nueva Judit, que con su fiat trajo la salvación al mundo, y cooperó de modo único y singular en la obra de nuestra salvación. Asociada a su Pasión junto a la Cruz, es ahora elevada a la ciudad celeste, abogada nuestra y dispensadora de los tesoros de la redención5. A la Virgen de la Merced acudimos hoy como eficaz intercesora, para que mueva a esos amigos, parientes o colegas que se encuentran alejados de su Hijo para que se acerquen a Él, especialmente a través del sacramento de la Penitencia, y para que fortalezca y alivie a quienes de alguna forma sufren persecución por ser fieles en su fe.



A Ella acudimos también para pedirle por esas pequeñas necesidades que la familia tiene, y que tan necesarias nos son también a nosotros. Nuestra Madre del Cielo siempre se distinguió por su generosidad en conceder mercedes.



II. En el Evangelio de la Misa leemos el momento en que el Señor nos dio a su Madre como Madre nuestra: Jesús, al ver a su Madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego, dijo al discípulo: Ahí tienes a tu Madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa6. Nos dio a María como Madre amantísima7. Ella cuida siempre con afecto materno a los hermanos de su Hijo que se hallan en peligros y ansiedad, para que, rotas las cadenas de toda opresión, alcancen la plena libertad del cuerpo y del espíritu8. Sus manos están siempre llenas de gracias y dones de mercedes- para derramarlos sobre sus hijos. Siempre que nos encontremos en un apuro, en una necesidad, hemos de acudir, como por instinto, a la Madre del Cielo. Especialmente si en algún momento se nos presenta una dificultad interior esos nudos y enredos que el demonio tiende a poner en las almas que separan de los demás y hacen dificultoso el camino que lleva a Dios. Ella es Auxilio de los cristianos, como le decimos en las Letanías, nuestro auxilio y socorro en esta larga singladura que es la vida, en la que encontraremos vientos y tormentas.



De mil maneras, los cristianos hemos acudido a Nuestra Señora: visitando sus santuarios, en medio de la calle, cuando se ha presentado la tentación, con el rezo del Santo Rosario... Uno de los testimonios más antiguos de la devoción filial a la Virgen se halla en esa oración tantas veces repetida: Sub tuum praesidium confugimus... «Nos acogemos bajo tu protección, Santa Madre de Dios: no desprecies las súplicas que te dirigimos en nuestra necesidad, antes bien sálvanos siempre de todos los peligros, Virgen gloriosa y bendita»9, y en la oración Memorare o Acordaos, que podemos rezar cada día por aquel de la familia que más lo necesite.



A Ella le decimos con versos de un poeta catalán, puestos en una hornacina de una calle de Barcelona: Verge i Mare // consol nostre, // femnos trobar el bon camí. // Jo sóc home, // sóc fill vostre. // Vos l’estel, yo el pelegrí. «Virgen y Madre, consuelo nuestro, haznos encontrar el buen camino. Yo soy hombre, soy hijo vuestro. Tú eres la estrella, yo el peregrino». Tú iluminarás siempre mi camino.



III. Mujer, ahí tienes a tu hijo. Al aceptar al Apóstol Juan como hijo suyo muestra su amor incomparable de Madre. «Y en aquel hombre oraba el Papa Juan Pablo II te ha confiado a cada hombre, te ha confiado a todos. Y Tú, que en el momento de la Anunciación, en estas sencillas palabras: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38), has concentrado todo el programa de tu vida, abrazas a todos, buscas maternalmente a todos (...). Perseveras de manera admirable en el misterio de Cristo, tu Hijo unigénito, porque estás siempre dondequiera están los hombres sus hermanos, dondequiera está la Iglesia»10. Sus manos se encuentran siempre llenas de gracias, siempre dispuestas a derramarlas sobre sus hijos.



San Juan recibió a María en su casa y cuidó con suma delicadeza de Ella hasta que fue asunta a los Cielos en cuerpo y alma: Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa. «Los autores espirituales han visto en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre»11. ¡Muestra que eres Madre! ¡Tantas veces se lo hemos pedido! Jamás ha dejado de escucharnos. No olvidemos nunca que la presencia de la Virgen en la Iglesia, y por tanto en la vida de cada uno, es siempre «una presencia materna»12, que tiende a facilitarnos el camino, a librarnos de los descaminos -pequeños o grandes a los que nos induce nuestra torpeza. ¡Qué sería de nosotros sin sus desvelos de madre! Procuremos nosotros ser buenos hijos.



Nuestra Señora está siempre atenta a sus hijos. Continúa el poeta catalán diciendo: ¿Per que ens miren, Verge Santa, // amb aquests ulls tan oberts?... ¿Por qué nos miras, Virgen Santa, // con esos ojos tan abiertos? // ¡Crea siempre en el alma // un santo estremecimiento! // Que los milagros de antaño // se repitan hoy en día, // ¡líbranos del pecado // y de una vil cobardía!


* Esta fiesta conmemora la fundación de la Orden de los Mercedarios, dedicada en sus orígenes a la redención de cautivos. Cuenta una piadosa tradición que la Santísima Virgen se apareció la misma noche al rey Jaime I de Aragón, a San Raimundo de Peñafort y a San Pedro Nolasco, pidiéndoles que instituyesen una Orden con el fin de libertar a los cristianos que habían caído en poder de los musulmanes. En recuerdo de este hecho se creó esta fiesta, que el Papa Inocencio XII extendió a toda la Cristiandad en el siglo xvii. Actualmente se celebra en algunos lugares. Tiene una Misa propia en las Misas de la Virgen María, publicadas por Juan Pablo II. Es la Patrona de Barcelona.

23 de septiembre de 2019

SER LUZ

— Los cristianos están para iluminar 
— Prestigio profesional.
— Como luceros en medio del mundo.

I. En el Evangelio de la Misa1 leemos esta enseñanza del Señor: Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entren tengan luz.

Quien sigue a Cristo –quien enciende un candil– no solo ha de trabajar por su propia santificación, sino también por la de los demás. El Señor lo ilustra con diversas imágenes muy expresivas y asequibles al pueblo sencillo que le escucha. En todas las casas alumbraba el candil al caer la tarde, y todos conocían dónde se colocaba y por qué. El candil está para iluminar y había de colocarse bien alto, quizá colgaba de un soporte fijo puesto solo para ese fin. A nadie se le ocurría esconderlo de tal manera que su luz quedara oculta. ¿Para qué iba a servir entonces?

Vosotros sois la luz del mundo2, había dicho en otra ocasión a sus discípulos. La luz del discípulo es la misma del Maestro. Sin este resplandor de Cristo, la sociedad queda en las más espesas tinieblas. Y cuando se camina en la oscuridad se tropieza y se cae. Sin Cristo, el mundo se vuelve difícil y poco habitable.

Los cristianos están para iluminar el ambiente en el que viven y trabajan. No se comprende a un discípulo de Cristo sin luz: sería como un candil que se escondiera debajo de una vasija o se metiera debajo de la cama. ¡Qué bien le entenderían quienes le escuchaban! El Concilio Vaticano II puso de relieve la obligación del apostolado, derecho y deber que nace del Bautismo y de la Confirmación3, hasta el punto de que, formando el cristiano parte del Cuerpo Místico, «el miembro que no contribuye según su medida al aumento de este Cuerpo, hay que decir que no aprovecha ni a la Iglesia ni a sí Mismo»4. Este apostolado, que tiene tan diversas formas, es continuo, como es continua la luz que alumbra a los que están en la casa. «El mismo testimonio de vida cristiana y las obras hechas con espíritu sobrenatural tienen eficacia para atraer a los hombres hacia la fe y hacia Dios»5. También los que aún no creen en Cristo han de ver iluminado su camino con el brillo de las obras de los que siguen al Maestro. «Porque todos los cristianos, donde quiera que vivan, por el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra, están obligados a manifestar el hombre nuevo de que se han revestido por el Bautismo, y en el que se han robustecido por la Confirmación, de tal forma que los demás, al reparar en sus obras, glorifiquen al Padre y descubran el genuino sentido de la vida y el vínculo universal de todos los hombres»6.

Examinemos hoy nosotros si aquellos que trabajan codo a codo con nosotros, quienes viven en el mismo hogar, los que nos tratan por motivos profesionales o sociales... reciben esa luz que señala el camino amable que conduce a Dios. Pensemos si esos mismos se sienten movidos a ser mejores.

II. El trabajo, el prestigio profesional, es el candil en el que ha de lucir la luz de Cristo. ¿Qué apostolado podría llevar a cabo una madre de familia que no cuidara a conciencia de su hogar, de tal manera que su marido, sus hijos, encontraran al llegar un lugar grato? ¿Cómo podría hablar de Dios a sus amigos un estudiante que no estudiara, un empresario que no viviera los principios de la justicia social de la Iglesia con los empleados...? La vida entera del Señor nos hace entender que sin la diligencia, la laboriosidad y la constancia de un buen trabajador, la vida cristiana queda reducida, a lo más, a deseos, quizá aparentemente piadosos, pero estériles tanto en la santidad personal como en la influencia clara que hemos de ejercer a nuestro alrededor. Cada cristiano «debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (cfr. 2 Cor 2, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro»7. Para eso, el ejemplo en aquello que constituye como la columna vertebral de todo hombre, el trabajo, ha de ir por delante. (El enfermo, el impedido, ha de ser luz –¡y cómo brilla!– siendo un buen enfermo, llevando con sentido sobrenatural la propia carga). El Señor quiere que la farmacéutica sea competente en aquellas medicinas que despacha, y que cuando sea oportuno sepa dar el consejo humano y sobrenatural que ayuda y anima, y que el taxista conozca bien las calles de la gran ciudad, que el conductor de un medio público de transporte no maltrate a los pasajeros con un mal modo de conducir...

Desde el comienzo de su vida pública conocen al Señor como el artesano, el hijo de María8. Y a la hora de los milagros la multitud exclama: ¡Todo lo hizo bien!9, absolutamente todo: «los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo (Símbolo Quicumque), perfecto Dios y hombre perfecto»10. Jesús, que quiso emplear en sus enseñanzas los oficios más diversos, «mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre»11.

Para tener prestigio profesional es necesario cuidar la formación en la propia actividad u oficio, dedicando las horas necesarias, fijándose metas para perfeccionarla cada día, incluso después de terminados los estudios o el período de aprendizaje propio de todo trabajo. En no pocas ocasiones los resultados académicos, para un estudiante, serán un buen índice de su amor a Dios y al prójimo. Obras son amores.

Como consecuencia lógica de este empeño y de la seriedad de su tarea, el fiel cristiano tendrá entre sus colegas la reputación de buen trabajador o de buen estudiante que le es necesaria para realizar un apostolado profundo12. Sin darse apenas cuenta estará mostrando cómo la doctrina de Cristo se hace realidad en medio del mundo, en una vida corriente. Y se comprueba el acierto del comentario de San Ambrosio: las cosas nos parecen menos difíciles cuando las vemos realizadas en otros13. Y todos tienen derecho a ese buen ejemplo.

III. Es evidente que la doctrina de Cristo no se ha difundido a fuerza de medios humanos, sino a impulsos de la gracia. Pero también es cierto que la acción apostólica edificada sobre una vida sin virtudes humanas, sin valía profesional, sería hipocresía y ocasión de desprecio por parte de los que queremos acercar al Señor. Por eso, el Concilio Vaticano II formulaba estas graves palabras: «El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación»14, porque no se santifica a sí mismo, deja de aprovechar los talentos recibidos, y no santifica a su prójimo.

Sea cual sea la profesión o el oficio que se desempeñe, la categoría ganada día a día en un trabajo hecho a conciencia otorga una autoridad moral ante colegas y compañeros que facilita el persuadir, el enseñar, el atraer... Es tan importante esta solidez profesional que un buen cristiano no se puede escudar en ningún motivo para no ganarla. Para quienes se empeñan en vivir hasta el fondo su vocación cristiana, el trabajo competente y los medios para lograrlo constituyen un deber primario. Por eso, el buen médico, si quiere seguir siéndolo, no abandonará el estudio que lo mantiene al día, y el buen profesor renovará su material pedagógico, sin contentarse con repetir una y otra vez los mismos guiones, que lo dejarían sumido en la mediocridad.

La competencia y la seriedad con que se debe realizar el trabajo profesional se convierte así en un candelero que ilumina a colegas y amigos15. La caridad cristiana se hace visible entonces desde lejos, y la luz de la doctrina ilumina desde esa altura; es una luz familiar y cercana que con facilidad llega a todos.

San Pablo escribe a los primeros cristianos de Filipo y les exhorta a vivir en medio de aquella generación apartada de Dios de tal manera que brillen como luceros en medio del mundo16. Y su ejemplo arrastraba tanto que en verdad se pudo decir de ellos: «lo que es el alma para el cuerpo, esto son los cristianos en medio del mundo»17, como se puede leer en uno de los escritos cristianos más antiguos.

Para llevar a todos la luz de Cristo, junto a los medios sobrenaturales, hemos de practicar también las normas corrientes de la convivencia. Para muchas personas estas normas se quedan en algo exterior y solo se practican porque hacen más fácil el trato social, por costumbre. Para nosotros los cristianos han de ser también fruto de la caridad, manifestaciones externas de un sincero interés por los demás. Todo esto es parte de la luz divina que hemos de llevar con nuestra vida, y del apostolado que el Señor quiere que llevemos a cabo, principalmente entre las personas que más tratamos.