— La plenitud de gracia de María, un regalo inmenso para nosotros.
— Correspondencia fidelísima de María a todas las gracias.
I. Dice el Señor: No hay árbol bueno que dé mal fruto, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se cosechan uvas del zarzal. El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas, y el malo de su mal saca cosas malas: porque de la abundancia del corazón habla la boca1.
Mediante esta doble comparación –la del árbol, que si es bueno da buenos frutos, y la del hombre que habla de aquello que lleva en su corazón– nos enseña Jesús que la santidad ni se disimula, ni se puede sustituir por nada: lo que uno tenga, eso da. Y comenta San Beda. «El tesoro del corazón es lo mismo que la raíz del árbol. La persona que tiene un tesoro de paciencia y de caridad en el corazón produce excelentes frutos: ama a su prójimo y reúne las otras cualidades que enseña Jesús; ama a los enemigos, hace el bien a quien le odia, bendice a quien le maldice, reza por el que le calumnia... Pero la persona que tiene en su corazón un fondo de maldad hace exactamente lo contrario: odia a sus amigos, habla mal de quien le quiere, y todas las demás cosas condenadas por el Señor»2.
El corazón de Nuestra Madre Santa María fue colmado de gracias por el Espíritu Santo. Salvo Cristo, jamás se dio ni se dará un árbol con savia tan buena como la vida de la Virgen. Todas las gracias nos han llegado y vienen ahora por medio de Ella; sobre todo, nos llegó el mismo Jesús, fruto bendito de las entrañas purísimas de Santa María. De sus labios han nacido las mejores alabanzas a Dios, las más gratas, las de mayor ternura. De Ella hemos recibido los hombres el mejor consejo: Haced lo que Él os diga3, un consejo que nos repite calladamente en la intimidad del corazón.
En Nazaret la Virgen recibió la embajada del Ángel, que le dio a conocer la voluntad de Dios para Ella desde toda la eternidad: la de ser Madre de su Hijo, Salvador del género humano. «El mensajero saluda a María como “llena de gracia”; la llama así como si este fuera su verdadero nombre. No llama a su interlocutora con el nombre que le es propio en el registro civil: “Miryam” (María), sino con este nombre nuevo: “llena de gracia”. ¿Qué significa este nombre? ¿Por qué el Arcángel llama así a la Virgen de Nazaret? (...).
»Cuando leemos que el mensajero dice a María “llena de gracia”, el contexto evangélico, en el que confluyen revelaciones y promesas antiguas, nos da a entender que se trata de una bendición singular entre todas las “bendiciones espirituales en Cristo”. En el misterio de Cristo, María está presente ya “antes de la creación del mundo” como aquella que el Padre “ha elegido” como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad»4.
La razón de esta dignidad estriba en que la gracia inicial de María debió ser tal que la dispusiera para ser Madre de Dios, lo cual pertenece a un orden distinto del de los santos y de los ángeles. María –afirma el Concilio Vaticano II– es «Madre de Dios Hijo y, por tanto, la Hija predilecta del Padre y el Sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede en mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas»5.
«Toda la bondad, toda la hermosura, toda la majestad, toda la belleza, toda la gracia adornan a nuestra Madre. —¿No te enamora tener una Madre así?»6.
II. Afirma Santo Tomás que el bien de una gracia es mayor que el bien natural de todo el universo7. La menor gracia santificante contenida en el alma de un niño después de su bautismo vale más que los bienes naturales de todo el universo, más que toda la naturaleza creada, comprendiendo a los ángeles. Existe en la gracia una participación en la vida íntima de Dios, que es superior también a todos los milagros. ¿Cómo sería el alma de María, cuando Dios la rodeó de toda la dignidad posible y de su amor infinito?
En María se complace Dios desde la eternidad de su Ser. «Desde siempre, en un continuo presente, Dios se goza en el pensamiento de su Madre, Hija y Esposa. No es casualidad ni capricho el que la Iglesia, en su Liturgia, aplique y haya aplicado a Nuestra Señora palabras de la Escritura cuyo sentido directo se refiere a la increada Sabiduría»8. Así, leemos en el Libro de los Proverbios: Desde la eternidad fui establecida; desde los orígenes, antes que la tierra fuese. Todavía no existían los abismos, y yo estaba ya concebida; aún no habían brotado las fuentes de las aguas, no estaba sentada la grandiosa mole de los montes, ni aún había collados, cuando yo había ya nacido; aún no había criado la tierra, ni los ríos, ni los ejes del mundo. Cuando extendía Él los cielos estaba yo presente; cuando con ley fija encerraba los mares dentro de su ámbito, cuando establecía allá en lo alto las regiones etéreas y ponía en equilibrio los manantiales de las aguas, cuando circunscribía al mar en sus términos, e imponía ley a las aguas para que no traspasasen sus límites, cuando asentaba los cimientos de la tierra, con Él estaba yo disponiendo todas las cosas, y eran mis diarios placeres el holgarme continuamente en su presencia, el holgarme del universo; siendo todas mis delicias el estar con los hijos de los hombres. Ahora, pues, ¡oh hijos!, escuchadme: Bienaventurados los que siguen mis caminos9.
La Virgen es, de un modo muy profundo, trono de la gracia. A Ella se pueden aplicar unas palabras de la Epístola a los Hebreos: Acudamos confiadamente al trono de la gracia, a fin de que alcancemos misericordia, y encontremos la gracia que nos ayude en el tiempo oportuno10. El trono, símbolo de autoridad, pertenece a Cristo, que es Rey de vivos y de muertos. Pero es un trono de gracia y de misericordia11, y lo podemos aplicar a María –y así está en textos litúrgicos antiguos12–, por quien nos llegan todas las gracias. La protección de María es «como un río espiritual que desde cerca de dos mil años se derrama sobre todos los hombres»13. Es la savia que no cesa de dar fruto en ese árbol que Dios quiso plantar con tanto amor. Es el tesoro inmenso de María, que beneficia continuamente a sus hijos. ¿De qué manera vamos a alcanzar mejor la misericordia divina, sino acudiendo a la Madre de Dios, que es también Madre nuestra?
La plenitud de gracia con que Dios quiso llenar su alma es también un regalo inmenso para nosotros. Demos gracias a Dios por habernos dado a su Madre como Madre nuestra, por haberla creado tan excepcionalmente hermosa en todo su ser. Y la mejor forma de agradecérselo es quererla mucho, tratarla a lo largo del día, aprender a imitarla en el amor a su Hijo, en su plena disponibilidad para lo que a Dios se refiere.
Le decimos: Dios te salve, llena de gracia..., y nos quedamos prendados de tanta grandeza, de tanta hermosura, como debió de quedarse el Arcángel Gabriel cuando se presentó ante Ella. «¡Oh nombre de la Madre de Dios! ¡Tú eres todo mi amor!»14.
III. La Virgen tuvo en todo instante la plenitud de la gracia que le correspondía, y esta fue creciendo y aumentando de día en día, pues las gracias y dones sobrenaturales no limitan la capacidad de su recipiente, sino que lo dilatan y ensanchan para nuevas comunicaciones. Cuanto más se ama a Dios, tanto más se capacita el alma para amarlo más y recibir más gracia. Amando se adquieren nuevas fuerzas para amar, y quien más ama, más quiere y más puede amar: la gracia llama a la gracia y la plenitud de gracia a una plenitud siempre mayor.
El tesoro de gracias que recibió María en el instante mismo de la creación de su alma santa fue inmenso. En aquel momento se cumplieron ya las palabras que el Ángel le dirigió el día de la Anunciación: Dios te salve, llena de gracia15. María, desde el principio, ha sido amada por Dios más que todas las criaturas, pues el Señor se complació plenamente en Ella y la colmó sobreabundantemente de todas sus gracias, «más que a todos los espíritus angélicos y que a todos los santos»16. Muchos santos y doctores de la Iglesia piensan que la gracia inicial de María es superior a la gracia final de todos los demás seres. Santo Tomás afirma de la Virgen que «su dignidad es en cierto modo infinita»17. Esta gracia le fue dada a la Virgen en razón de su Maternidad divina.
Además, el contacto maternal –físico y espiritual– de María con la Humanidad Santísima de Cristo, constituye para Ella una fuente continua e inagotable de crecimiento en gracia. «María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este “Amado” eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre, en el que se concentra toda “la gloria de la gracia”»18. Los frutos de ese trato maternal fueron máximos, según aquel principio que expresa así Santo Tomás: cuanto más cerca de la fuente se encuentra el recipiente, tanto más participa de su influjo19. Ninguna criatura estuvo nunca más cerca de Dios. El aumento continuo de la plenitud de gracia de Nuestra Madre fue más intenso en algunos momentos concretos de su vida: en la Encarnación, en el Nacimiento, en la Cruz, en Pentecostés, cuando la Virgen recibiera la Sagrada Eucaristía...
A la plenitud de gracia de la Virgen correspondió una plenitud de libertad –se es más libre cuanto más santo se es–, y, en consecuencia, una respuesta fidelísima a estos dones de Dios, por la cual obtuvo una inmensidad de méritos. A Ella acudimos ahora nosotros, que somos sus hijos, y que tenemos tanta necesidad de ayuda.