"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

11 de septiembre de 2020

SOMOS HIJOS DE DIOS


 — Generosidad de Dios, que ha querido hacernos hijos suyos.

— Consecuencias de la filiación divina: abandono en el Señor.

— «Portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios»: fraternidad.

I. Escribe San Pablo a Timoteo y, abriéndole confiadamente su corazón, le cuenta cómo el Señor se fió de él y le hizo Apóstol, a pesar de haber sido blasfemo y perseguidor de los cristianos. Dios –le dice– derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano1. Cada uno de nosotros puede afirmar también que Dios ha derramado abundantemente su gracia sobre él. Dios nos creó, y luego ha querido darnos gratuitamente la dignidad más grande: ser hijos suyos, alcanzar la felicidad de ser domestici Dei, de su propia familia2.

La filiación divina natural se da en Dios Hijo: «Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos..., engendrado, no hecho; consustancial al Padre»3. Pero Dios quiso, a través de una nueva creación, hacernos hijos adoptivos, partícipes de la filiación del Unigénito: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos4; ha querido que el cristiano reciba la gracia, de modo que goce de una participación de la naturaleza divina: Divinae consortes naturae, dice San Pedro en una de sus Epístolas5. La vida que reciben los hijos en la generación humana ya no es de los padres; en cambio, por la gracia santificante, la vida de Dios se da a los hombres. Sin destruir ni forzar nuestra naturaleza humana, somos admitidos en la intimidad de la Trinidad Beatísima por la vía de la filiación, que en Dios se da a través del Unigénito del Padre. Toda la vida queda afectada por el hecho de la filiación divina: nuestro ser y nuestro actuar6. Y esto tiene múltiples consecuencias prácticas, por ejemplo: la oración será ya la de un hijo pequeño que se dirige a su padre, pues descubrimos que Dios, además de ser el Ser Supremo, Creador y Todopoderoso, es verdaderamente Padre Amoroso de cada uno; la vida interior no es ya una lucha solitaria contra los defectos o para «autoperfeccionarse», sino abandono en los brazos fuertes del Padre... y deseo vivo –que se traduce en obras– de dar alegrías a nuestro Padre Dios, de quien nos sabemos muy queridos.

Todos los cristianos podemos decir verdaderamente: Dios derrochó su gracia en mí; nos engendró a una nueva vida en Cristo Jesús7; por ella nos hacemos semejantes a Cristo, y en esa medida somos hijos del Padre. Y es precisamente el Paráclito el que nos enseña –incluso sin que nos demos cuenta– esta grandiosa realidad, haciendo que reconozcamos a Jesús como Hijo de Dios y que también nos reconozcamos a nosotros, no como extraños, sino como hijos, y que obremos en consecuencia. Santo Tomás de Aquino resume esta dichosa relación con la Trinidad Santísima, con estas breves palabras: «la adopción, aunque pertenezca a toda la Trinidad, se adscribe al Padre como a su autor, al Hijo como a su ejemplo, al Espíritu Santo como a quien imprime en nosotros la semejanza a ese ejemplo»8.

Esta realidad da a la vida una especial firmeza y un modo peculiar de enfrentarnos a todo lo que lleva consigo. «Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre –¡tu Padre!– lleno de ternura, de infinito amor.

»—Llámale Padre muchas veces, y dile –a solas– que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo»9. Dios es nuestro descanso y la fuerza que necesitarnos.

II. Y si hacerse hijos de Dios significa identificarse con el Hijo, significa también ver los acontecimientos y juzgarlos con los ojos del Hijo, obedecer como Cristo, que se hizo obediente hasta la muerte10amar y perdonar como Él, comportarse siempre como los hijos que se saben en presencia de su Padre Dios11, confiados y serenos, comprendidos, perdonados, alentados siempre a seguir adelante...

Quien se sabe hijo de Dios no debe tener temor alguno en su vida. Dios conoce mejor nuestras necesidades reales, es más fuerte que nosotros Y es nuestro Padre12. Debemos hacer como aquel niño que en medio de una tempestad permanecía en sus juegos, mientras los marineros temían por sus vidas; era el hijo del patrón del barco. Cuando al desembarcar le preguntaron cómo pudo estar tan tranquilo en medio de aquel mar embravecido, mientras ellos estaban espantados, respondió: «¿Temer? ¡Pero si el timón estaba en manos de mi padre!». Cuando tratamos de identificar nuestra voluntad con la de Dios, el timón de la vida lo lleva Él, que conoce bien el rumbo que conduce al puerto seguro, Está en buenas manos, en la calma y en la tempestad.

Porque Dios lo permita, puede ocurrir a un alma que lucha seriamente por la santidad que, en medio de las dificultades, se sienta como perdida, inepta, desconcertada; que no entienda, a pesar de su deseo de ser toda de Dios, lo que ocurre a su alrededor. «En esos momentos en que ni siquiera se sabe cuál es la Voluntad de Dios, y uno protesta: ¡Señor, cómo puedes querer esto, que es malo, que es abominable ab intrínseco! -como la Humanidad de Cristo se quejaba en el Huerto de los Olivos-, cuando parece que la cabeza enloquece y el corazón se rompe... Si alguna vez sentís este caer en el vacío, os aconsejo aquella oración que yo repetí muchas veces junto a la tumba de una persona amada: Fiat, adimpleatur, laudetur atque in aeternum superexaltetur iustissima atque amabilissima...»13. «Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. –Amén. –Amén»14.

Es el momento de ser muy fieles a la Voluntad de Dios, y de dejarnos exigir y ayudar en la dirección espiritual personal con docilidad total -aunque no entendamos Si Él, que es nuestro Padre, permite esa situación y ese estado de oscuridad interior, también nos otorgará las gracias y ayudas necesarias. Ese abandono, sin poner límite alguno, en las manos de Dios, nos dará una paz inquebrantable, y en medio del vacío más completo sentiremos poderoso y suave el brazo de Dios que nos sostiene. También nosotros repetiremos entonces, despacio, con un dulce paladeo, esa confiada oración: Hágase, cúmplase, sea alabada...

IIIMe enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha15, proclama el Salmista. Y no existe alegría más profunda –también en medio de la necesidad y del vacío, cuando el Señor lo permite–, que la del hijo de Dios que se abandona en manos de su Padre, porque ningún bien puede compararse a la infinita riqueza de ser familiares de Dios, hijos de Dios; esta alegría sobrenatural, tan relacionada con la Cruz, es el «gigantesco secreto del cristiano»16. Quien se siente hijo de Dios no pierde la paz, ni siquiera en los momentos más duros; la conciencia de su filiación divina le libera de sus tensiones interiores y cuando, por su debilidad, se descamina, si verdaderamente se siente hijo, vuelve arrepentido y confiado a la casa del Padre.

«La filiación divina es también fundamento de la fraternidad cristiana, que está muy por encima del vínculo de solidaridad que une a los hombres entre sí»17. Los cristianos nos sentimos, sobre todo, hermanos, porque somos hijos del único Padre, que ha querido establecer con nosotros el vínculo sobrenatural de la caridad. Las manifestaciones que esta fraternidad debe tener en la vida corriente son innumerables: respeto mutuo, delicadeza en el trato, espíritu de servicio y ayuda en el camino que nos lleva a Dios... En el Evangelio de la Misa el Señor pide a los suyos una mirada limpia para ver a sus hermanos. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? (...) Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano18. El Maestro nos invita a ver a los demás sin los prejuicios que forjamos con las propias faltas y con la soberbia, en definitiva, por la que tendemos a aumentar las flaquezas ajenas y a empequeñecer las propias; nos exhorta el Señor «a mirar a los demás desde más dentro, con mirada nueva (...), hace falta quitar la viga de nuestro propio ojo. Estamos a veces ocupados en la tarea superficial de querer siempre quitar a todo el mundo la mota de su ojo. Y lo que hace falta es renovar nuestra forma de contemplar a los demás»19, mirarles como a hermanos, a quienes Dios tiene un amor particular. «Piensa en los demás –antes que nada, en los que están a tu lado– como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso.

»Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota. Este es el bonus odor Christi, el que hacía decir a los que vivían entre nuestros primeros hermanos en la fe: ¡Mirad cómo se aman!»20.

Portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios, ver a las gentes como Cristo las veía, con amor y comprensión; a quienes están cerca y a quienes parece que se alejan, pues la fraternidad se extiende a todos los hombres, porque todos son hijos de Dios –criaturas suyas– y también todos están llamados a la intimidad de la casa del Padre. Esta misma fraternidad nos impulsará al apostolado, no dejando de poner ningún medio para acercar las almas a Dios.

Siguiendo ese camino ancho de la filiación divina, pasaremos por la vida con serenidad y paz, haciendo el bien21 como Jesucristo, el Modelo en el que hemos de mirarnos continuamente, en quien aprendemos a ser hijos de Dios Padre y a comportarnos como tales. Si acudimos a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos enseñará a abandonarnos en el Señor, como hijos pequeños que andan tan necesitados. Nunca dejará de atendernos.